La cercanía de Fidel Castro en el tiempo debe favorecer el cuidado con que nos corresponde tratar sus textos y librarlo de falsificaciones. Si queremos citarlo, ahí está un caudal que lo propicia sin que tengamos que inventar lo que no dijo, ni pasarle a su haber expresiones ajenas.
Es un acto de responsabilidad elemental no atribuirle lo que no es suyo, como un juicio que vale suponer muy conocido, pero reclama serlo aún más: “el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor”. Lo sostuvo Ernesto Che Guevara en su célebre carta-ensayo El socialismo y el hombre en Cuba, de 1965; pero no falta el sitio en que se haya dado como de Fidel.
Y aunque sirva de modo espléndido para aplicarla al autor de La historia me absolverá, no es suya una máxima que se ha visto pintada en grandes caracteres en alguna pared habanera, con su firma: “La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida”. Obra de José Martí, ese aforismo es el inicio de la semblanza “Pilar Belaval”, con la que en 1876 rindió homenaje póstumo a la mencionada actriz española.
En más de una página y en diversas ocasiones el autor del presente artículo ha insistido en que la frase “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz” es de Fidel Castro, aunque la idea recreada y resumida hasta el hueso por él sea de Martí, quien la expresó de otro modo y no en los mismos términos. En su carta al general Antonio Maceo fechada 15 de diciembre de 1893 se lee: “Yo no trabajo por mi fama, puesto que toda la del mundo cabe en un grano de maíz”.
El rigor al citar es señal de respeto en la asunción y el tratamiento de un tema o de una figura. Descontextualizar o adulterar frases, no digamos ya atribuirles autorías que no son ciertas, abren el camino a interpretaciones erradas y propician poner en duda lo sostenido a partir de ellas. Que un entuerto sea involuntario, y hasta nazca de buenas intenciones, no lo avala ni le mengua lo que tenga de reprobable.
Quizás todos nos sintamos tentados a planteamientos del sesgo de ¿Cómo habría actuado Fidel?” o “¿Qué habría dicho él ante un hecho determinado?”, entre otros que pueden encarnar afán de lealtad a un líder, más que histórico, presente por sus enseñanzas, por su ejemplo: por su vida. Pero no se deben magnificar las conjeturas, ni pretender que somos dueños de la verdad absoluta sobre lo que cabe pensar y dictaminar en torno a cómo seguir hoy al Comandante.
Cuando hace pocos días se inauguró ceremonialmente en Moscú un monumento para rendirle tributo, pudo uno sentirse tentado a ciertas especulaciones. La primera, y con muchos asideros para ser acertada, sería que él no habría asistido a un homenaje de esa índole. Se conocen instrucciones que dio muy poco antes de morir, para que se aplicaran en Cuba, lo que, naturalmente, no obliga a otros países a cumplirlas.
Pero también puede uno imaginar cómo habría valorado él la realidad mundial de estos momentos. Habría sabido, como nadie, calar en las encrucijadas y las trampas de las fuerzas imperiales dominantes que, con bases militares diseminadas por el mundo y una OTAN coyundeada desde su cuartel general —el Pentágono estadounidense—, buscan mantener la hegemonía planetaria, que se les escapa.
Si conjeturas tales pueden asaltarnos en el plano internacional, cabe considerar que operan todavía más en el plano interno, donde tan necesario resulta frente a muchos desafíos mayúsculos no perder de vista la senda trazada por el Comandante. Pero eso no autoriza a olvidar que la realidad no se moldea plenamente a la voluntad de nadie, por muy grandiosa y justa que ella sea.
Las grandes aspiraciones emancipadoras de la humanidad se han visto asediadas y entorpecidas por la acción de las fuerzas opresoras, y por la herencia que el peso de las generaciones muertas ejerce sobre el pensamiento y la conducta de las que viven. Va dicho con una paráfrasis, no una cita textual del Karl Marx que lo dijo de modo terminante.
Sí, acudir a Fidel —como a Martí, algo que él hizo con lucidez de guía y devoción discipular— aporta luces vitales. Entre ellas cuenta saber que las revoluciones son tanto más creadoras y efectivas cuanto menos se resignan a la noción de lo posible, que es un cartabón para positivistas, pragmáticos y —aunque sea una redundancia— oportunistas.
Lejos de eso, los grandes revolucionarios se plantean metas que para ojos velados por intereses diversos y por la inercia de la tradición podrían considerarse imposibles. Una visión —o invidencia— de ese tipo habría conducido a Martí a no proponerse impedir a tiempo la expansión de los Estados Unidos, y a Fidel Castro a no organizar el asalto a los cuarteles de Santiago de Cuba y de Bayamo el 26 de julio de 1953.
Pero sin aquellas metas —“imposibles de alcanzar”, para algunos— no existiría eso que es no ya una posibilidad, sino una realidad indeleble: la Cuba independiente y entregada a perfeccionar su realidad, no en abstracto, sino para no renunciar la búsqueda de cotas de justicia social que son fundamentales, y para darle una vida amable a su pueblo. La solidez de esa realidad la expresa la pertinaz insistencia con que intenta hacerla fracasar el imperialismo concentrado en los Estados Unidos, que no solo pone en peligro al mundo entero, sino que hunde en el vasallaje y la humillación a sus propios aliados.
La lealtad al Comandante, sin embargo, no convoca a coagularnos en suposiciones de qué habría hecho y dicho él en las actuales circunstancias. Por ese camino se podría propiciar la parálisis de esfuerzos que hoy sean ineludibles para mantener viva a la nación, y con capacidad para continuar cumpliendo los reclamos que ella debe encarar: que debemos encarar.
El ímpetu para no atenerse al comodín de “lo posible” tampoco libró al líder revolucionario de una realidad que no daba margen paras todas sus grandes aspiraciones de transformación. No vivió en condiciones ideales, y sublimar su acción y su pensamiento podría llevarnos a convertirlos en obstáculos para lo que hoy, por doloroso que pudiera ser, resulte necesario o inevitable. Razones de más para que se mantenga un flujo comunicativo constante y claro con el pueblo.
Nunca se han vivido circunstancias idílicas, y menos cuando se trata de hacer una revolución verdadera. Hoy no queda otra opción digna que avanzar por entre las brumas o tinieblas de una época atroz, pero en la que no podemos permitirnos renunciar a la esperanza. Al decirlo, se piensa en el optimismo lúcido y fértil, no en exaltaciones panglosianas, ni en el silencio como norma que, en vez de abonar la firmeza necesaria, velaría la verdad y asesinaría el pensamiento.
Aún resuenan, y deben aleccionarnos cada vez más como estímulo, y como reprensión posible también, las advertencias del Comandante contra distintos males. En ellos cuentan la corrupción y los peligros asociados al enriquecimiento, y la ausencia de buenos hábitos de trabajo generalizados.
Esos males lo movieron a decir, como un reclamo insoslayable, que el ser humano debe aprender a hacer en libertad, y con sentido creador, lo que ha sido capaz de hacer como esclavo. Y también a sostener que este país no podrá destruirlo el imperialismo, pero lo podríamos destruir nosotros.
Vayan retos si los hay para la edificación del socialismo, cuando parece alejarse la profecía de Nicolás Guillén en su Elegía a Jesús Menéndez: “La mañana se anuncia con un trino”. Hasta el esperanzador encanto del trino se lo están arrebatando a los pueblos los grandes medios de lo que deberían ser la información y la comunicación, convertidas por estos últimos en armas para seguir dominando al mundo.
Pero de esos medios debemos valernos en la lucha contra las fuerzas que los capitalizan, como de las armas arrancadas al enemigo se valieron los combatientes rebeldes que —pese a momentos en que parecían aniquilados y solo podían alzar siete fusiles— conquistaron la victoria del 1 de enero de 1959. Gracias a ella, Cuba es independiente. Lo atestigua la rabia del imperio que intenta asfixiarla. Perfeccionémosla, pues, para seguir con Fidel y su llamamiento a conservar la ética, y todo lo que ella cimienta, como camino hacia la dignidad plena que debemos alcanzar.
(Foto de portada: Roberto Chile).
Gracias, querido Luis. Siempre es un placer leer a un maestro del idioma. Un abrazo,
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