Hace un año, cuando los títulos se nos volvieron una mueca y múltiples colegas hablaron sobre la pérdida, hice uso de mi derecho a llorar en silencio. Pura defensa propia. Egoísmo claro, casi de telenovela: puse unas cercas y dije: «¡De ahí para acá, mi dolor es mío!», ignorando que el dolor era de todo el gremio periodístico.
Sentado en casa, rehén simultáneo de la misma Covid-19 que nos mató al hermano, regresé al tiempo de la película silente: una amiga común me confirmó la tragedia y dejé frente a mí el televisor sin volumen, por un tiempo que se hizo eterno. Fue un mutismo im/preso, un deleté del respiro, como un desfile de espacios en blanco al teclado de la vida.
No quería hablar, no quería oír, pero locutores firmes —curtidos en los mensajes graves—, personajes dados a la peripecia, narradores de lo inenarrable, deportistas que de momento parecían ralentizarse y andar en puntas de pie por la pantalla… callaron en masa conmigo, probablemente conscientes de que, para mí, la muerte de Juan Antonio Borrego Díaz fue ese 4 de octubre la noticia más grande del mundo.
De Juan Antonio habría que escribir a mano, o no escribir. A pulso. Es la única manera de dejarle, a guisa de flores, un ramo de letras silvestres con tinte propio, cortadas durante la fresca de la mañana, genuinas.
Para evocarle «en serio» —parodiando a su admirado Chaflán— habría que descubrirse la testa: sin sombrero; esto es, sin computadora, sin table y hasta sin máquina de escribir, trazando a la antigua unas líneas vivas, nerviosas, que parezcan trillos al corazón más que el recto corsé de la plana.
¡A mano! Que cada crónica sea llevada personalmente —como obra de amanuenses medievales— al destino final y leída bajito al oído de la gente, que entenderá de una vez la altura del hombre que ha inspirado tamaño homenaje. ¿50 mil ejemplares tiene un periódico? ¡50 mil textos diferentes para él! ¡A mano!
Juan Antonio manuscribió miles de amigos. A fines de los ´80, él era en nuestra Universidad de Oriente el líder natural —única semilla certificable del jefe verdadero— de un grupo de nobles guajiros con sueño de periodistas que procedíamos desde el Centro de Cuba hasta su Oriente.
Su rutina era sencilla: vencidas las notas con la aplastante facilidad del talento, armaba pequeños comandos de cuasi reporteros para los deportes, los museos, el parque de diversiones, la playa… los sitios únicos de Santiago de Cuba.
Gustaba de la vieja trova como un «viejo» precoz, así que, en cada marzo, un grupito de ancianos sin canas armábamos un desafinado anticipo del Buena Vista Social Club para disfrutar el Festival Nacional Pepe Sánchez, en la calle Heredia.
Nuestros afectos se cimentaron, entre otras fuentes, con la admiración coincidente por el Guayabero, el albino Luis Peña, la Estudiantina Invasora, los viejos treseros orientales y el son añejado a la antigua usanza. No tengo dudas de que la manera en que, como periodista, limpiaba el término y hacía visible la semilla misma de la idea, tenía mucho del hermoso saber de aquellos genios de la trova.
Para entonces, la «santa palabra» de Faustino Oramas se nos hizo broma y confirmación de cualquier cosa, mientras al cantío de un libro Simón Bolívar, desde el laberinto dibujado casi arquitectónicamente por Gabriel García Márquez, nos invitaba a repetir, en cualquier contexto de la beca de Quintero, frases enteras de la novela, como aquella de: «¡Vámonos, que aquí no nos quiere nadie!».
A Cervantes le robamos, en el diálogo, la aventura del uso del pronombre enclítico, que puesto en el paisaje del decir santiaguero es un curioso experimento. De esos tiempos le quedó la costumbre de llamarme, ya sea por flaco; ya, por loco, Quijote, pero fuimos mutuamente José Palacios —el mayordomo de El Libertador—, o cualquier personaje de los textos de turno indicados por excelentes profesores.
Sin ninguna barba de rebelde, Juan Antonio Borrego fue el delgado comandante con el que un puñado de descamisados de la carrera subimos «a la carrera» el pico Turquino, una madrugada de 1988. De vez en cuando reflota en el océano de Facebook la fotografía que nos muestra muertos de frío, 1974 metros «por encima de lo conocido», pidiéndole a José Martí visión y fuerza para hacer periodismo. A todas luces, el Apóstol fue generoso con él.
Aquí es donde uno flaquea y dice: ¡Duele!. ¿Se entiende ahora por qué el dolor renuncia a su voz y se sienta frente a un televisor puesto en «mute»? De todos modos, ya estamos aquí: ¡Sigamos la crónica, a ver adónde nos lleva!
Puede llevar, por ejemplo, al «castillo» de los Borrego Díaz, un hogar campesino donde Juan Antonio y Mary Luz crecieron sin sospechar que en ellos crecía una de las más sólidas parejas de periodistas-hermanos del país.
En días universitarios estuve allá, en pleno campo espirituano. La casa, limpia como el pecho de sus dueños, parecía, por su ambiente inspirador, una unidad docente de la carrera: la instalación de corriente eléctrica se tomó su tiempo en llegar, así que el refrigerador de los Borrego era… ¡de kerosene! Las tierras y animales eran custodiadas por un perro llamado… Maraña, bipolar por su carácter, pero querido como parte de la estirpe.
Las leyendas del monte, sazonadas con múltiples aportes de inmigración de larga data, no faltaban por la zona, donde las historias de rebeldes y alzados —que tanto interesaron a Juan Antonio— siguen vivas en la gente. Mientras Julia cuidaba en la casa el orden de las estrellas, su esposo Eldo sacaba a la tierra tanto como sus dos muchachos sacarían, después, al surco de una cuartilla.
A la postre, la magia de aquella finca pudo leerse en los textos de Juan Antonio Borrego, exponente de un rigor híbrido muy escaso en nuestro periodismo: textos profundos, críticos y elegantemente contados. Ya se sabe que a menudo hay de lo uno, pero falta lo otro.
Como su hermana, Juan Antonio no temió a la chatura de ciertos temas; por el contrario, los encaró y dotó de colores que no suelen tener.
Estuve allá y respiré el ambiente «leal» maravilloso que hace tanta falta al periodismo como la mejor academia. Toqué aquella magia. Subido a lo alto de un rancho, ayudando a un viejo isleño de la zona a proyectar una cobija para cosechas, descubrí mi talento escondido: «Tú das un buen desmochador», me dijo el anciano y no le repliqué, pero no he pasado de hacerlo más allá del palmiche que algunos días espiga en el teclado.
Son muchas deudas. Juan Antonio Borrego me quedó a deber la lectura de un libro de crónicas que regalé a su hija Elizabeth, periodista también, y me debe decenas de textos que él quería escribir para todos sus lectores. Me debe un nuevo cruce de llamadas telefónicas y alguna observación noticiosa. Me debe algún video de esa música buena que a menudo parece ahogarse en otros ruidos. Me debe estar en su periódico y en su casa para recibirme cuando haga a Sancti Spíritus una visita que he pospuesto demasiado.
Tampoco una crónica, por artesanal que sea, desaparece las penas. Desde hace doce meses, el diputado falta al Parlamento, el corresponsal no escribe en Granma sobre Sancti Spíritus, el horcón familiar no se sienta a la mesa con los suyos ni el director de Escambray guía ediciones que salen, invariablemente, con inmensa cicatriz en la portada. Igual de herido, por su ausencia, está todo el periodismo.
A la larga, después de aquel día doloroso, tuve que hacerme de nuevo, como todos los colegas, al mar de los titulares: le fui devolviendo volumen al televisor de la existencia, pero cuando el mando estaba al tope comprobé que hay noticias, artículos y, sobre todo, reportajes que no alcanzo a escuchar: les falta la poderosa voz de Juan Antonio Borrego.
No es necesario responder escribiendo, porque las letras quedan sienten cuanto de alma real, sincera, hay en ellas. Es complicado responder utilizando el habla, porque son los verbos los que por el más sano e imprescindible de los respetos, se niegan porque ellos también quieren leer y escuchar. Porque de ese inseparable compañero, amigo, hermano, gigante y quijotesco, ha hablado un alma también de estirpe alta y sólida, sencilla, de compañero, amigo y hermano de alma.
Gracias, Oscar. Entre dolores, que cada vez irán apareciendo más en nuestra generación, podemos decir que nos queda, a aquel gran grupo de guajiros, la fortaleza de saber que todos somos uno. Abrazo.
Merecida cronica donde retratas a mi hermano del alma. Eres tan genial como el Borre Enriquito.
Gracias, Freddy. Juan Antonio fue hermano directo y propició otras hermandades. Por eso somos tantos. Abrazo.
En Caracas visitamos juntos Borrego y yo la plaza Bolívar, rememoramos la cita del apóstol y de cualquier cubano que llegue a esta tierra.
Compartimos muchas veces las inquietudes por el futuro de nuestras patrias.
Hablamos de pelota siempre y remomorabamos la hazaña de campeones de la facultad de Artes y Letras que logramos 2 años consecutivos.
Fue y es muy triste saber el destino que nos obliga hoy a escribir del amigo que sigue vivo en todos nosotros.
Milanés estelar esta crónica. A ello nos tienes acostumbrado. Dibujaste al Borre en todas sus dimensiones. Tuve la oportunidad de compartir con el muchas veces, siendo corresponsal yo de Granma en Camagüey, como también en el parlamento, donde me sentí honrado de contar con una persona extraordinaria como Borrego