Numerosas y diversas son las cuñas que hipócritamente los enemigos de las causas justas y revolucionarias buscan incrustar en ellas para crear desunión, a veces con éxito. No vacilan en manipular reclamos fundamentales para la equidad, como la erradicación de lo que perdure de racismo y de obstáculos que entorpezcan el desarrollo de la mujer. Pero las tristezas —aunque se expresen en resentimientos— de quienes hayan sufrido esos males, no autorizan a olvidarlos, sino a luchar resueltamente contra ellos.
A esas metas se oponen la tradición de las generaciones muertas —de lo cual habló alguien insospechable de resignación socialdemócrata—, y el apoyo a ella por quienes la capitalizan. Operan incluso en medio de una Revolución cimentada en el repudio a las injusticias, y que, en lo relativo a la mujer, tiene lo que, al clausurar la V Plenaria Nacional de la Federación de Mujeres Cubanas, el guía Fidel Castro definió como “una
revolución dentro de otra revolución”.
Del racismo hay igualmente mucho que decir y reiterar. Lleva el veneno infuso en su nombre: al repudiarlo y combatirlo se habla de la igualdad de “las razas” humanas, que no existen. Hace pocos años Graziella Pogolotti llamó a extirpar el pequeño racista que llevamos dentro, sin distinción de colores.
El racismo va más allá de la parcelación cromática históricamente esgrimida por los poderes criminales para hacer valer la táctica expresada en divide y vencerás. Clasificar, verbo derivado de clase, es una manera de dividir, y prospera también en nacionalismos y otros modos de fabricar deslindes entre los seres humanos.
Asombra ver hasta qué cima llegan prejuicios que, aunque al final deba primar la piedad, permiten considerar perros a integrantes de un pueblo que no es el propio. Si alguien halla en la Biblia algún ejemplo relevante de esa realidad (Mateo, 15: 21-28; Marcos, 7: 24-30), no será dicho por detractores del texto sagrado, sino escrito en él por autoridades en la plasmación de la palabra del divino Jesús, ágrafo hasta donde se sabe.
Quienes abracen el marxismo entendiendo que es el más alto estadio del pensamiento científico aplicado a la sociedad, pueden aspirar a que los lastres del pasado se extingan con el triunfo de la justicia social y sus manifestaciones en la economía. La vida sancionará esa idea como válida o fallida; pero su posible irrealización podría no deberse a déficits propios, sino a contextos y circunstancias, y a factores humanos.
Supuestamente, de consumarse la digna esperanza, serían borradas las desventajas impuestas a la mujer y a grupos de mujeres y hombres identificados con clasificaciones “raciales”. Se alzaría victoriosa la justicia abarcadora que, para el pensamiento marxista, lleva el nombre de socialismo. Lo injusto —como en la previsión de Engels— se
unirían en el museo de antigüedades a la rueca, al hacha de bronce y al propio Estado.
En un encuentro estimulante, un joven patriota, revolucionario, sostuvo que no temía a deformaciones e injusticias en boga, porque las leyes objetivas del materialismo histórico terminarían con ellas. Pero la construcción socialista no es inevitable: se puede consumar la barbarie, que a veces parece más cercana. Aunque se rehúse el pesimismo,
¿dónde están las pruebas incontestables de la capacidad de la especie humana para no destruirse antes de que llegue a regirla la justicia?
Y aun si ese triunfo ocurriese, para disfrutarlo es aconsejable luchar desde ahora por otros que, según algunas valoraciones, serían parciales. La experiencia de la Revolución Cubana muestra lo asimétrico de logros que merecerían darse juntos, y afrontan déficits asociados con prejuicios contrarios al desarrollo de la mujer, y con los que perduran en quienes pasan por blancos y se llaman hermanos de quienes pasan por negros —hasta
son capaces de morir por su liberación—, pero rechazan tenerlos de yernos o cuñados.
No es aventurado sostener que alguna vez propiciamos que en el lenguaje —inseparable del pensamiento— nos arrebataran banderas tan dignas como las concentradas en los ideales de democracia y derechos humanos. Esas banderas nos pertenecen, se inscriben en la justicia social que defendemos, y contra la cual despliegan todos sus recursos y su capacidad de mentir quienes tratan de minar nuestro proyecto revolucionario.
Procuran poner contra la Revolución la lucha de la mujer o de colectivos que han sido discriminados a partir de embustes “racistas”. Pero nuestro deber y nuestra lucidez no estarán en hacerles el juego a tales fuerzas soslayando la importancia y la justicia de esa lucha, sino en seguir consumándola plenamente y a las claras.
Solo así nuestro proyecto seguirá mereciendo que las víctimas de discriminación por falacias asociadas a género o color, sean cada vez más conscientes de la capacidad que tiene para alcanzar la equidad necesaria. La meta —buscada sin tregua, y sin pausas, aunque sea contra nuestras propias limitaciones mentales— la trazó José Martí en carta del 29 de enero de 1895 a Juan Gualberto Gómez: “Conquistaremos toda la justicia”.
Tampoco debemos confiar ciegamente en la consumación de las leyes del materialismo histórico. Hacerlo sería sustituirlas por una escolástica supuestamente emancipadora. Si no se les pone el hombro, el corazón, todas las fuerzas de la mente y de los brazos, no se coadyuvará a su posible —no inevitable— realización. No vale olvidar que hay quienes esperan que con el triunfo de las ciencias —dicho más ceñidamente, del materialismo dialéctico— quedarán como cosa del pasado todas las expresiones de superstición, y hasta la religiosidad.
No se requieren discusiones interminables para apreciar que la vida no solo prueba la existencia de grandes cifras —vale considerarlas mayoritarias— de religiosos revolucionarios. También existen, y algunos nombres pueden saltarnos a la mente, contrarrevolucionarios dispuestos a echar abajo cuanto huela a socialismo, sin dejar por eso de ser ateos ni de echar mano a las ciencias. El pragmatismo no es revolucionario.
Cuidémonos desde ahora también, aunque parezcan peligros “secundarios”, de quienes se sienten verdaderos marxistas, defensores del materialismo dialéctico e histórico, pero en la práctica incumplen ese cometido. Cargan en su pensamiento y en sus actitudes con rezagos, o algo más, de signo machista y racista.
Queda pendiente hallar términos que permitan desterrar del lenguaje la noción de razas aplicada a personas. Y los menoscabos impuestos a la mujer, o tolerados por ella como resultado de “normas” heredadas, pueden combinarse, y agravarse, con las que le vengan de su ubicación en alguno de los grupos “cromáticos” que sufren desventajas.
No está en los fines de este artículo, pero es asimismo un deber insoslayable, tratar lo concerniente a personas cuyas preferencias sexuales las hagan diferentes, como si cada ser humano no fuera distinto en su individualidad. Para todos, toda la justicia. El valor de ese ideal crece cuando las circunstancias, en la generalidad del mundo y hasta en la
cercanía, dificultan lograr la justa equidad: para ciertos patrones y según las circunstancias será más visible que las desventajas asociadas al color se agravan con las provocadas por la pobreza, y con las impuestas a la mujer.
Si por el título de este artículo alguien pensó en la expresión “cuán lejos me lo fiais”, habrá sintonizado con el propósito del autor, aunque aquí se ande lejos del Tirso de Molina que fijó la célebre frase. Del triunfo de la justicia mayor podrá depender la plenitud de todas las victorias justicieras que la humanidad necesita. Pero, como parte
de los reclamos de equidad, y acto de legítima esperanza, las personas justicieras podrán decirles a quienes crean que se debe esperar a que el fruto deseado venga inevitable y únicamente del triunfo mayor del socialismo: “No me lo pongáis tan lejos”.