Se ha dicho hasta el agobio, con una insistencia que parece burlar su laconismo, que Juan Rulfo era un personaje solitario. Un hombre seco —irónicamente convertido en manantial literario— que no solo evadía los falsos adornos de la lengua; además, los despreciaba. «Yo soy enemigo de los adjetivos», llegó a confesarle en una entrevista al argentino Martín Caparrós y cuando éste, periodista inteligente donde los haya, le hizo la trampa de pedirle tres adjetivos de sí mismo, el gran mexicano respondió, en dos saltos, de esta manera inolvidable: «Un pobre miserable diablo», «deprimido y desanimado».
En efecto, en aquella charla bonaerense, a menos de tres años de su muerte sin cumplir los 69 años, Rulfo —que había nacido el 16 de mayo de 1917— sobrecumplió el encargo: regaló cuatro adjetivos y un sustantivo, pese a admitirle a su interlocutor que las entrevistas le resultaban un acto odioso, no por la mansa reiteración de las preguntas, que siempre veía venir, sino porque cada vez tenía menos respuestas que dar.
El escritor era en sí mismo el ambiente completo de su literatura, el dueño de la llave de esos truenos silentes de El llano en llamas y Pedro Páramo, pero también era el tono y la composición de una obra visual que solo alcanzó el lugar que merece cuando avanzó por los surcos de la fama abiertos por su narrativa. Dicho claramente: Juan Rulfo fue, también, un genio de la fotografía.
Aunque él siempre aclaró que la ficción era mentira y, por ello, no transformaba en sí misma la realidad, su creación se asentó como pocas en los pilares de la historia y el sufrimiento mexicanos. Para su fotografía, ese principio vale tanto como para su literatura.
Rulfo tenía el espíritu y la curiosidad del reportero. Medido como era, no dejó de deslizar, en la entrevista citada, una crítica a escritores mexicanos «muy intimistas» que no conocían el país porque «no han salido de Ciudad de México».
No era su caso. En los años ’50 —sí, la misma época en que sacudió las letras hispanoamericanas, primero con su libro de cuentos, en 1953, y luego con su novela, en 1955— hizo por el país múltiples viajes que registró en un ecosistema fotográfico cada vez más vivo; sin embargo, para él, ambas ramas creativas tenían vida separada. «No, no hay nada…», solía responder sobre presuntas conexiones, salvando quizás la coincidencia de que textos y fotos asomaban igualmente a «la época pasada» para representar «un México muerto ya, que ya no existe».
Rulfo explicó a Caparrós: «Además, cuando yo tomaba fotografías no pensaba en la literatura; son dos géneros muy diferentes». No obstante, en el camino no le han faltado contradictores: nada menos que Carlos Fuentes escribió, en un elogio que tal vez no gustara mucho al jalisciense, que «En sus fotografías, Juan Rulfo resucita al pueblo entero de Pedro Páramo y El llano en llamas para darle su actualidad más precisa y más preciosa».
No, aunque remita a la misma esquina del corazón, la fotografía de Rulfo no es la simple ilustración de su narrativa, pero precisamente por ser dos montañas de creación independientes pueden dialogar de cumbre a cumbre, con el beneficio que ello reporta para los millones de «alpinistas֥» que, de manera cada vez más creciente y asombrada, se animan a escalarlas, y no solo en lengua de Cervantes.
Para dejarnos el grueso de una obra de más de 6000 fotografías, Rulfo empleó una cámara Rolleiflex, de 6 por 6 cm, que no abandonó sino con la muerte. Con ella —antes, se dice, tuvo una Leica— compuso y congeló, en el pegajoso bochorno de la llanura como en los fríos picos, una galería impactante de ruinas coloniales, vestigios mayas, haciendas, cementerios, atrios, entornos campestres, paisajes desolados, enclaves ferroviarios y personajes áridos como esa tierra a la que tanto, de esencia, sacó.
Entre muchas, esta frase de su novela Pedro Páramo puede servir también para abrirnos la ventana de sus fotografías: «Hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo».
Es la capacidad de captación de esencias, común para el que escribe, llámese periodista o narrador, y para el que, con fines más o menos reporteriles o artísticos, amarra imágenes tras el obturador. Rulfo reunió todo eso.
Solo un elegido semejante —no muy al tanto de su don, a juzgar por cuánto disfrutaba sus silencios— podía provocar en Gabriel García Márquez la conmoción que siguió al día de julio de 1961 en que su amigo Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de su flamante casa en México para dejarle, con un libro, una orden: «¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!». Era Pedro Páramo, ¿qué más?
Su iconografía comparte esa cualidad de estremecer. Aunque tomaba la fotografía como otra «afición», Rulfo estaba al tanto de lo que hacía. En su biblioteca de 10 000 volúmenes contaba 800 relacionados con esta expresión artística y llegó a tener una relación cercana con el legendario fotógrafo francés —padre del fotorreportaje, según muchos—, Henri Cartier-Bresson, cuando éste estuvo en México entre 1934 y 1935.
Sus primeras publicaciones visuales vieron la luz en la revista América, en 1930. Treinta años después llevaría a cabo su primera exposición fotográfica, mientras en 1980 se abriría su primera gran muestra, en el Palacio de Bellas Artes, de la ciudad de México, con más de 100 fotos y un público encantado, que no sabía a las claras si veía o leía aquel universo impactante. A partir de entonces, sus imágenes tomaron el universal camino de sus letras.
Después fueron publicados los libros 100 Fotografías de Juan Rulfo y El fotógrafo Juan Rulfo, que, como el par de obras maestras que firmó en la literatura, parecen llamados a conmover sin pausa a quienes se asoman a ellos.
¿Cómo ordenar, en los estantes de la sensibilidad, la narrativa y el trabajo fotográfico de Juan Rulfo? ¿Unidos o separados? Los genios no tienen cercas. Rulfo es un tronco recio con ramas múltiples. La escritora mexicana Cristina Rivera Garza, que ha publicado interesantes estudios de su compatriota, dice ver «…a una persona que está hablando de otra manera» y a un autor profundamente interdisciplinario.
«Nadie con tan poco consiguió tanto. Nadie con tan poco influyó tanto», sentencia Rivera Garza antes de compartir una anécdota: «Una vez, en el proceso de investigación, platiqué con un chico alemán que conoció a Rulfo como fotógrafo. No sabía que había escrito. Cuando le dije que Rulfo había escrito dos libros muy buenos contestó: “¡Wow, también escribió!».
Escribió, ciertamente, y en contra de lo que sugiere su justificada obsesión por la calaca —la muerte, según los mexicanos— en la grisura agobiante de Pedro Páramo nos abrió esta hendija al optimismo: «Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul y detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces… Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar».
Foto de portada: Algunos ven sus fotos como plasmación visual de sus trabajos narrativos. Foto laizquierdadiario.com.
Gracias por develarnos a este otro Rulfo, tan grande como el narrador que, bien sé, admiras.