Ilustración: Aldo Cruces
A fines de 1957 vivía yo en Nueva York y colaboraba ocasionalmente en la revista Carteles, de La Habana, cuando recibí un mensaje del director, Antonio Ortega, pidiéndome que entrevistara a algún funcionario del Chase Manhattan Bank—albacea de los bienes del magnate cubano Oscar B. Cintas, recién fallecido—sobre la situación legal de su famosa colección de artes plásticas. Se sabía que para Cintas esa colección formaba parte del legado que a su muerte pasaría a integrar el patrimonio cultural cubano.
Sometí mis preguntas a un alto funcionario de la institución, quien muy amablemente me aclaró que la llamada Colección Cintas se había guardado en las bóvedas del Banco esperando que la situación política de Cuba se normalizara, pues no podían correr el riesgo de que un buen día apareciera un Rembrandt decorando la sala de la finca de recreo de un coronel de Batista. Aplaudí la decisión, aunque me abstuve de aclararle que a los coroneles de Batista les importaba un comino Rembrandt y que antes que colgar La ronda nocturna en sus aposentos hubieran preferido colgar la imagen de un cisne flotando en las plácidas aguas de un lago europeo.
Pero lo mejor de la entrevista no fue la información verbal, sino la visual. Yo le había pedido algunas fotos para ilustrar mi artículo y el hombre se me apareció con un sobre lleno de reproducciones impecables –muchas de las cuales, en efecto, aparecieron en la revista-; había allí cuadros de Rembrandt —no era broma—, de Franz Hals, de Velázquez, del Greco, de Rubens, de Gainsborough… Aquello era un Prado en miniatura, un desfile de obras maestras capaz de cortarle el aliento a cualquiera.
Pasaron los años, supe que muchos artistas y escritores cubanos residentes en el exterior se habían beneficiado con el plan de becas que otorgaba la Fundación …, pero nadie de adentro —hasta donde yo alcanzaba a saber— había podido disfrutar de ese privilegio, como habían sido los deseos del generoso mecenas que patrocinó la iniciativa. De hecho, cuando en abril del 2017 –ayer, como quien dice– los directivos de la institución anunciaron finalmente que habían decidido “cumplir con los deseos del fundador” otorgando becas a cubanos y descendientes de cubanos tanto si residían en Cuba como en el extranjero, algunos energúmenos saltaron, echando espuma por la boca. “Quién me garantiza —rugió uno de ellos— que los Kcho, los Nelson Domínguez, los Miguel Barnet, todos artistas oficialistas y consagrados a la dictadura no obtengan una beca Cintas?”. Tal vez no haya mencionado a los jóvenes intelectuales y artistas, como posibles aspirantes, porque sabía que aquí no estaban desamparados, como en los viejos tiempos, ni a los coroneles revolucionarios porque tendría que dar otras razones para explicar por qué nuestro pueblo no ha podido ver todavía la más espléndida colección de pintura europea que haya reunido para él un coleccionista cubano. Porque los coroneles revolucionarios no serán amantes de las artes plásticas, ni sabrán quizás quién fue Rembrandt, pero no tienen chalets campestres ni son jactanciosos analfabetos.
¿Entonces? ¿Dónde está aquella fabulosa pinacoteca que Cintas, tan generosamente, quería legarnos a mí, a mis hijos y a mis nietos? ¿Dónde han metido aquel Rembrandt? (Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau).
Maravilloso, Ambrosio. Es una fiesta leer sus textos. Felicitamos a la UPEC por incluirlos, y no desmaye, Pocho, no desmaye.