Ilustración: Aldo Cruces
Durante los diez años en que me desempeñé como coeditor de literaturas extranjeras sólo tuve una experiencia realmente desagradable y se la debo al escritor inglés de novelas policiacas Raymond Postgate. Habíamos decidido publicar en nuestra colección El Dragón su novela Veredicto de doce (Veredict of twelve, 1943, cuya versión cinematográfica, protagonizada por Henry Fonda, se había estrenado aquí con el título de Doce hombres en pugna). Durante una breve estancia en Londres conseguí la dirección del autor y ya de vuelta en Cuba le escribí comunicándole nuestra decisión y asegurándole que velaríamos por la pulcritud de la traducción y le haríamos llegar un ejemplar cuando saliera. Pero… —y la partícula era, es como el signo de toda una época—, pero que, lamentablemente, no estábamos pagando derechos de autor —por lo menos, en divisas— ateniéndonos en esto a la decisión de nuestro gobierno y a la reciente declaración de la Conferencia de Estocolmo sobre las inaplazables exigencias culturales de los países subdesarrollados. Le complacería saber, sin embargo, que su novela sería ávidamente leída en un país que había liquidado el analfabetismo y se disponía, primero, a distribuir gratuitamente en los centros de enseñanza millones de ejemplares de libros de texto y de consulta, y después, a poner en librerías, al alcance de todos los bolsillos, lo mejor de la literatura universal…, incluyendo a Shakespeare y Dickens, naturalmente. Me daba cuenta –esto lo pensé, no lo dije— que había una pizca de injusticia en aquel acto de justicia histórica; al negarle el pago del copyright a un autor vivo, cargábamos sobre él la culpa de una vieja deuda contraída por otros. Pero creí ingenuamente –lo confieso– que el autor iba a encontrar en mis comentarios una justificación aceptable.
Por el contrario, después de un breve intercambio de opiniones me dio a conocer su desacuerdo en un aerograma fechado en Londres el 23 de noviembre de 1967. “Estimado Señor—decía allí–: Es la misma historia de siempre: al trabajador se le despoja del producto de su trabajo y se pone a un funcionario leguleyo a encubrir el hecho. Usted es un poco menos leguleyo que otros; aquí no se aprobó la sugerencia de la Conferencia de Estocolmo en cuanto a que cualquier país podía declararse ‘en desarrollo’ y robar los libros de cualquier autor. Aquí, gracias a la influencia ejercida por los escritores, debidamente organizados, se impidió al menos que el gobierno británico firmara ese documento. Y eso de que mi poca disposición a confiar en sus traductores le resulte a usted ‘ofensiva’, es toda una muestra de impudicia burocrática. Ustedes son ladrones y usted es insolente; ¿por qué debería yo confiar en vuestra integridad en otros campos? De usted, atentamente, Raymond Postgate”.
Había en aquel tono insultante y barriotero una resonancia imperial, un ripio de la prepotencia que caracterizó en su momento a la Pérfida Albión, y me dispuse a responderle como se merecía. Pero me contuve. De pronto, sentí pena por aquel pobre hombre que con sus setenta años a cuestas y pese a todo su talento, vivía encerrado en su mundo pesetero de chelines y peniques. Me di cuenta de que ahora no se trataba de doce, sino de dos hombres en pugna, mejor dicho, de dos mundos en pugna: el suyo y el mío. Y me limité a responderle: “Señor Postgate: usted no ha entendido nada”. No me contestó. (Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau).
Excelente crónica
Respeto y admiración por el gran intelectual cubano! Del otro, sólo su libro y la pugna.
Maravillosa carabina. Gracias Ambrosio, disfruté mucho leyéndola.
Un lujo para el gremio contar con las Carabinas de Pocho en una página (la nuestra) crecida y renovada) Gracias Ambrosio por sus crónicas.