Si a la prensa cubana algo le falta, no son temas. Que a veces, cuando en el país se habla de la derechización, parezca pensarse nada más en la que inunda otros lares, quizás se deba a un hecho feliz: la gran mayoría del pueblo, abrazado a la Revolución en marcha desde 1959, ha resistido, enfrentado y derrotado los planes con que ha querido aplastarla el imperialismo estadounidense, concreción y jerarquía máximas de las derechas.
Pero no hay campana aséptica que aísle del resto del mundo a un país, aunque este lo quisiera. Por muy acertadas y bien dirigidas que hayan sido o estén siendo, hasta las transformaciones necesarias —acometidas desde dentro— vinculan a Cuba con maquinarias de actuar y pensar que marcan el funcionamiento económico, político y social en el planeta. Y en esa realidad el imperio, aunque se le sepa en decadencia, tiene poderosos medios para promover su cultura como si fuera fruto espontáneo de fuerzas ineluctables.
Desconocer la existencia de la intensa guerra cultural urdida por ese poderío contribuye a que este logre éxitos en sus maniobras. Hasta en Cuba es posible oír o leer que tal guerra es invención de mentes negadas a reconocer el carácter natural de lo que, aunque presentado como algo abstracto o divino, es la cultura del capitalismo, ni más ni menos. Ese es el “sentido común” que ha merecido la calificación de capitalista.
El desmontaje del campo socialista europeo y de la Unión Soviética repercutió en Cuba, y en todo el mundo, no solo en materia de política y economía. Alimentó en general la euforia que enardeció al capitalismo, sistema con siglos de experiencia, mientras el socialismo no ha triunfado plenamente en ninguna comarca.
En los primeros años del proyecto socialista cubano y, por tanto, antes de aquel desmontaje, era bien visto que se apreciara en los “rojos pies” de la tortolita de José Jacinto Milanés una alusión a los ideales socialistas. Años más tarde la misma persona podría idealizar a Jorge Mañach, y ni aludir a sus nada martianos devaneos en la República neocolonial para congraciarse con el gendarme imperialista bajo cuya dominación ella se instauró.
No importaba que tales coqueteos hubieran sido denunciados fundadamente no solo por una estudiosa como Mirta Aguirre, sino también, y con crudeza asimismo plausible, desde perspectivas que sería inútil tratar de aproximar a las propias de la brillante intelectual marxista. Se deben apreciar los méritos de Mañach, no desconocerlos, como en años de apasionamiento revolucionario se intentó hacer, y a ponderarlos —con diferentes motivaciones— han contribuido ya en Cuba distintos autores. Entre ellos el del presente artículo, que prologó las dos únicas ediciones enteramente cubanas de Martí, el Apóstol (1990 y 2001: hechas, pues, en la Cuba de afanes socialistas).
Al saludar la primera de ellas, Roberto Fernández Retamar recordó la trayectoria de Mañach, cuyo único acto reprochable no sería haber abandonado el país. En Puerto Rico, donde vivió sus últimos años, el autor de Indagación del choteo expresó que deseaba para Cuba —como señaló y deploró con razón Fernández Retamar— la misma suerte de aquel pueblo hermano, uncido al yugo estadounidense. Pero, para algunos, señalar ese “pequeño desliz” de Mañach, y otros, parece que ha venido a ser una impertinencia de mal gusto, un exceso de politización, y, ocultarlos, un acto de refinada neutralidad, solo que le conviene a la política imperialista.
Semejante oscilación se vincula con hechos como uno que el mismo Fernández Retamar le comentó a este articulista durante una conversación en lo más crudo —significativo dato— del llamado período especial, y al volver de un encuentro en que algunos participantes habían expresado, además de explicable iconoclasia estética, rupturas ceñidamente ideológicas. El creador de tanto poema memorable y de ensayos fundadores, como Caliban, pensando en aquel encuentro y en los intelectuales defensores de la Revolución —él entre ellos—, que otros querrían borrar, comentó: “No existimos”.
Aludía, en parte al menos, a perspectivas —o invidencias— como las revueltas contra él a raíz de su muerte, y que, hasta por abyectas, algo enseñan, aunque hayan sido minoritarias. Al eminente intelectual lo tildan de “asalariado del régimen comunista” algunos que, al parecer, se consagran al trabajo voluntario para medios que les promueven y financian sus servicios al régimen capitalista.
Lejos del reconocimiento de lo mucho positivo que la Revolución ha significado para el pueblo, pueden hoy ganar aplausos y premios —y fama de objetivas— escenificaciones que, si en vez de distanciarse de ella la apoyaran, serían consideradas panfletarias. ¿Pudiera eso explicarse completamente al margen de la derechización? Ella aúpa tretas como “desideologizar”: extirpar el pensamiento de izquierda y sustituirlo por el de derecha, que supuestamente encarna sabiduría imparcial y aséptica, elevada academia, estética pura.
Cuba estaría perdida si dejara de repudiar responsablemente, con risa o sin ella, a oportunistas, demagogos, corruptos de cualquier signo, y errores y deficiencias propias, que tiene y la dañan. Pero urge saber qué está pasando en la sociedad, y en sus medios, para que las organizaciones populares puedan andar lejos de ser representadas humorísticamente por la entrañable Fefa.
Lo que se discute no es teoría de la comicidad, sino el contexto de esta y sus usos. Algún derecho habrá a desconfiar del humorismo que arremeta contra males internos rechazables, pero —aunque lo haga con permisividades que vendría bien escrutar a fondo, para que no vuelva a facilitarse ninguna costosa ingenuidad— complazca a personeros imperiales, no solo fictivos, y se burle de lo que presenta como penurias de Cuba, comparadas con la magnificencia de Miami. Un largo monólogo de ese cariz le tocó al articulista “disfrutar” por el reproductor de audiovisuales de un ómnibus interprovincial, que, hasta donde se sabe —y la Constitución refrenda—, es propiedad de todo el pueblo administrada por el Estado.
Sería muy difícil provocar risa con imágenes de niños gravemente enfermos y cuyo tratamiento, a pesar de todo cuanto Cuba se esfuerza por asegurarlo, lo obstaculiza severamente el bloqueo. Pero ¿hay que reírse alegremente idealizando realidades asociadas a la buena vida de contrarrevolucionarios que avalan ese crimen desde los Estados Unidos, a despecho de las personas decentes que allí habitan?
Si de la defendible, irrenunciable libertad de expresión y creación se trata, respétese asimismo el derecho de quienes —como la emisora de un tuit en circulación (@LaPalma_lp.2d)— le reclamen al humorismo cubano “reflexionar más sobre temas positivos del país”, no enterrarlos, y también “ser crítico de elementos externos, sin temor a ser censurado por países como los Estados Unidos”. Pero no será necesario acudir a los fantasmas de la censura, ni agitarlos en ningún sentido —¡vade retro, Quinquenio Gris!—, para preguntarse si faltan manera y talento que propicien mofarse humorísticamente de contrarrevolucionarios. ¿Acaso contra ellos nadie defiende con honradez a la Revolución?
Flujos y reflujos se dan en la historia, y hoy se vive una feroz ofensiva de las derechas, aunque ya tropezará con la recuperación de los ímpetus de las izquierdas, porque estas no han muerto: viven pese a sus deficiencias de diversa índole, falta de unión, vacilaciones y hasta complejos de culpa. De estos se sienten libres las derechas, medularmente desfachatadas, y expertas en edulcorar su imagen, así como en capitalizar los errores de las izquierdas, que cuando les da por extremar pudores y precauciones pueden llegar a un conservadurismo patético, que muy mal les va. No hay que ignorar los males del péndulo, ni resignarse a ellos como si nada hubiera que hacer y decir. Esa historia nos convoca.
El humor y parto aclarando que no incluyo en lo que voy a decir a todos los humoristas, ni los juzgo a todos por igual, pero desde mi posición de espectador y es mi opinión apreció una tendencia al facilismo, la vulgarización y su utilización para satisfacer intereses personales abordándolo en consonancia con intereses políticos contrarios a la Revolución.
En los cabaret los “humoristas” para hacer reír al público se burlan de las características físicas (gordos, calvos, viejos, etc.) de las personas ridiculizándolas y haciéndolas sentir mal, dado que las convierten en hazmerreir de esos lugares. Hace poco en la TV cubana uno de estos cómicos reconoció que había tenido problemas con algunos espectadores ofendidos.
Otros se apoyan en palabras obscenas para tratar de provocar la risa, lo que vulgariza su actuación y constituye un facilismo.
En cuanto a la satisfacción de intereses personales abordando el humor en consonancia con intereses políticos contrarios a la Revolución, esto ocurre en los que están de acuerdo con esos intereses políticos y entonces fundamentan su actuación en la denigración del país mediante la burla hiriente de problemas y situaciones que confrontamos, de esa manera expresan su sentir y garantizan sus contratos en programas de canales de Miami. Esos son los que en dichos espacios se comportan de manera vergonzante.
Nunca escuché o vi a Enrique Arredondo, Aurora Basnuevo, Mario Limonta, Enrique Santisteban, Carlos Moctezuma, María de los Ángeles Santana, Agustin Campo y otros tantos actores humorísticos utilizar alguna de estas “herramientas” para provocar la risa o hacerla parte de sus presentaciones.
Comprendo que los guionistas tienen también mucho que ver en cuanto a lo que se dice en los programas de TV o radio, pero un actor que no esté de acuerdo con ese tipo de forma de hacer humor pienso no tiene porque sentirse obligado hacerlo. Los que tienen la responsabilidad de autorizar la salida al aire de los programas también son responsables de lo que está ocurriendo.
Pido disculpas por haberme extendido.