Julio García Luis es en realidad un constante work in progress, un proceso inagotable de creación y actualización de sus propios referentes teóricos. Fíjense que no hablo de la obra, sino de la persona, de un ser total, periodista y estudioso del periodismo, cuyos textos pioneros sobre la regulación de la prensa han servido de guía y germen de muchas trayectorias académicas y profesionales en los estudios de comunicación en Cuba.
Su tesis de doctorado, que él editó y convirtió en el libro Revolución, socialismo y periodismo, publicado póstumamente (Editorial Pablo de la Torriente, 2013), es solo la punta del iceberg de un pensamiento que reivindicó el oficio de periodista en el socialismo como un pilar de la participación de la ciudadanía en la toma de las decisiones, sin desconocer que «la supervivencia de la Revolución es condición para la propia posibilidad de perfeccionarla».
En carpetas naranjas anudadas con una cinta, perfectamente ordenadas por año, Julio guardó sus informes, discursos, conferencias, entrevistas, bocetos para reuniones y manuscritos. La mayoría de estos textos jamás llegaron a tomar forma definitiva en letra impresa, pero en conjunto revelan un ciclo de escritura sobre el modelo de prensa en Cuba que comienza en la década de los ochenta del siglo pasado y concluye días antes de su muerte, en enero de 2012, y que revelan la evolución conceptual y vital del teórico más relevante del periodismo cubano en la etapa revolucionaria.
El resultado es una obra más larga que el libro precedente, dividida en dos fases de escritura: la centrada entre 1986 y 1993, período en que JGL ocupa el cargo de Presidente de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), y en el que reflexiona de manera sistemática sobre la experiencia profesional, el acceso a la información, el carácter participativo de los medios y los efectos que tuvo en el sistema de comunicación del país la debacle de la experiencia socialista en Europa del Este y el llamado «período especial», la crisis económica que sobrevino con la desaparición de la URSS y el recrudecimiento oportunista del bloqueo estadounidense. La segunda parte, más discontinua en el tiempo y en los temas, gira fundamentalmente sobre sus trabajos académicos a partir de la década del 2000, aunque siempre se aproxima al elemento de unión entre periodismo y socialismo, clave de la atmósfera de este libro.
En los anexos, mantuve algunos de los apuntes mecanografiados que aparecieron en las carpetas que Julio cotejó con sus textos sobre periodismo, a veces enganchados a una foto con una presilla herrumbrosa. Son bocetos para futuros artículos, crónicas y reportajes que no llegó a publicar, o que aparecieron parcialmente en el diario Granma, donde trabajó por más de veinte años.
No sé cuál fue el cálculo de Julio para incluir estos trazos entre su papelería, pero en ningún caso fue obra del descuido. Él era de un orden cartesiano, y la única explicación a esta aparente incongruencia es alguna clave secreta que tiene que ver con el contrapunto entre los dos discursos del periodismo, de los cuales nos habla en uno de sus últimos textos: «aquel que aparece como mensajes impresos, radiales, televisivos o de las ediciones digitales; y otro, el discurso de la profesión, el del periodista –los periodistas– como sujetos sociales de ese campo y de esa actividad».
Contrapunto es, según los musicólogos, la concordancia armoniosa de voces contrapuestas. Nacido en Sagua la Grande –antigua provincia de Las Villas– en 1942, campesino de origen y maestro normalista, Julio dominaba esas dos voces del periodismo que lo convirtieron en un modelo de la deontología de nuestra profesión. Pocos han logrado que coexistan en una sola persona, de manera simultánea, múltiples facetas con el mayor grado de excelencia y relevancia, llegando al mismo tiempo a la cima profesional como editorialista, articulista y reportero, y a la cima académica como catedrático de la Universidad de La Habana, en la cual fue decano de su Facultad de Comunicación.
Para los periodistas cubanos este libro es un pozo de sabiduría en momentos en que se concreta una política pública de comunicación en el país, que favorece las transformaciones en la gestión de la prensa cubana. Demuestra que los debates contemporáneos para consagrar la comunicación como derecho y bien público, son la continuidad de aquellos que se originaron al calor del proceso de rectificación de errores y tendencias negativas, que tuvo lugar a mediados de los años ochenta del siglo pasado y generaron un pensamiento de altísimo nivel conceptual y propositivo, pertinente en los días que corren.
Evidencia que los periodistas comprendían perfectamente entonces que el campo profesional se estaba redefiniendo y esto ocurría bastante antes de los cambios abruptos generados por la ola conocida masivamente como 2.0. «Cuba fue el primer país en hacer una revolución socialista a partir de una cultura de prensa occidental y moderna. Esa debió ser y puede ser aún una premisa válida para buscar un estilo de periodismo que sintetice aquellos criterios y los valores políticos y humanistas de la nueva sociedad», explica García Luis, que no vio en los nuevos fenómenos asociados a las redes digitales los mayores peligros para el periodismo, sino en el «envilecimiento, la mercantilización, la identificación con las cúpulas de poder y la renuncia a la función crítica y de servicio público» de la prensa. Una posibilidad de la cual no está excluida Cuba.
Una y otra vez veremos en estas páginas, particularmente las fechadas en la última década del siglo xx, que los periodistas, con Julio a la cabeza, batallaron en Cuba contra la hegemonía de un discurso global que se ufanaba de haber concluido, de una vez y para siempre, con las disputas ideológicas, al mismo tiempo que afirmaba la llegada de un tiempo articulado alrededor de la economía de mercado y de la democracia liberal, y el fin de proyectos socialistas como el cubano.
«La respuesta a una crisis como la actual –escribe JGL– solo podemos encararla ofreciendo nuestra propia alternativa al cambio. Porque es insoslayable sustituir el modelo de prensa como garantía interna de nuestro socialismo. Lo que implica: acabar con la impunidad; potenciar la opinión pública; eliminar la inercia del pensamiento social; enfrentar el dogmatismo y la simulación; pensar con cabeza propia; retomar nuestra propia tradición revolucionaria. Porque no hay alternativa a la idea de la información como un derecho del ser humano».
Con la misma fuerza que defiende un «sistema de Partido Único que preserve la unidad revolucionaria del pueblo» al tiempo que ofrezca «diversidad de puntos de vista», Julio deja muy claro que los medios son funcionales como conjunto al sistema político prevaleciente y, por tanto, la propiedad de estos define estructuralmente las características de la prensa en la Cuba socialista, como en cualquier otro sistema social:
«Desde nuestra óptica, no debiéramos permitir que gane terreno entre nosotros el concepto extraño de que la propiedad social sobre los medios de información es excluyente con la variedad, la diversidad de opciones y el ejercicio del criterio independiente. Para nosotros, es precisamente la propiedad social la que debe garantizar el pluralismo de opiniones y el ejercicio de una prensa situada por encima de intereses privados y de grupos».
De eso se trata, entre otras cosas, la democracia, afirma Julio que batalló contra las confusiones –sinceras o interesadas– de quienes pretendían el regreso de las empresas periodísticas privadas, cuya colusión con intereses políticos y económicos contradice el interés general y el bien común, y aportó un concepto clave para entender qué es la propiedad social de la prensa: «el derecho de toda la sociedad organizada a tener medios».
El lector encontrará aquí muchas otras ideas de suma importancia para el fortalecimiento, no solo de los procesos comunicativos, sino de la práctica socialista en Cuba. Subrayo su constante preocupación por no perder la «larga cola del pasado» sin la que el futuro del periodismo en Cuba pierde sus virtualidades; su ambición de integrar en nuestra práctica profesional los diversos componentes –artísticos, políticos, estéticos, sociales, filosóficos– de la totalidad que nuestra realidad histórica es; su reiterada convicción de que sólo una ética compartida aporta duradera y firme cohesión a nuestra sociedad, donde sí es posible lograr el periodismo que queremos.
¿Y qué periodismo es ese?, se pregunta Julio y da pie al título de este libro: «Clasista a la vez que democrático; partidista a la vez que plural; ideológico a la vez que polémico. Nosotros creemos que sí se puede, a pesar de todo. Si el socialismo no fuera capaz de auspiciar semejante posibilidad política y moral, se estaría negando a sí mismo como vía para una sociedad mejor que la actual».