La gente suele ponderar al hombre que se muere o le encuentran virtudes que no tenía o que fueron incapaces de detectarle en la vida plena.
Este no es el caso de Antonio Moltó Martorell o simplemente El Molto como le decíamos sus amigos, sus subordinados y sus periodistas.
Pensé que su apellido Moltó, por la rima y parecido, era un escudo para que la muerte nunca se metiera con él, o meramente lo iba a estar azocando como lo hizo, y suele hacerle el preparador de boxeo a su discípulo más confiable y más querido.
Pero no. La muerte se lo llevó en una madrugada calurosa de agosto, dos días después de que el pueblo de Cuba celebraba el 91 cumpleaños del comandante Fidel, a quien Moltó siguió y dignificó con amor excelso.
Moltó siempre tuvo voz de hombre, como decimos los guajiros machistas, frase por suerte ya en desuso, y una manera muy peculiar de decir las cosas, de regañarte inclusive y uno no darse cuenta que era un regaño, sino una manera sana de instarte a mejorar.
Solía mover la cabeza unas veces de manera vertical y otras de forma horizontal para acentuar sus criterios que eran muchos y variados siempre a favor de un mejor periodismo apegado a la verdad del pueblo.
Gustaba reírse espontáneo tras el bigote crecido y canoso que le dejaba ver, de vez en cuando, la dentadura, mientras soltaba las palabras claras, y arqueaba las cejas sobre el marco de unos espejuelos de gordos cristales y mucho aumento.
A veces se divertía con sus propias ocurrencias, con el sentido del humor que le había sujetado los muchos años por la radio santiaguera y habanera, el periódico Tribuna y su presidencia en la Upec capitalina.
Fue bueno hasta para escoger a la mujer con la que terminó su existencia, quien lo quiso a corazón abierto y estuvo al pie de su vida de principio a fin, aunque algunos, por su juventud, no le auguraron ese amor intenso y lealtad sublime.
Gustaba de venir a Villa Clara y lo hizo muchas veces en las Jornadas de la Prensa o a premiar un concurso de la Upec, participar en un programa de Alta Tensión, colgar medallas en el campeonato de softbol, entregar diplomas en el festival de la radio, o sencillamente llevarle unos tabaquitos a su amigo Pantoja, otrora compañero de Radio Progreso.
La última vez que vino a la provincia se quedó maravillado con el vestuario agrícola del INIVIT y la inteligencia de Sergio Rodríguez su guía científico. Estuvo luego hablando en varios eventos de lo que había visto allí y lo ponía como ejemplo de todo lo que se puede hacer cuando se labora con alma y corazón.
Tuvo acercamiento notorio con los compañeros del Partido y el Gobierno villaclareño y con el gremio periodístico a los que orientó, aconsejó y concedió largas entrevistas.
Me gustó mucho cuando llamó a la hondura del pensamiento y a la altura de la palabra donde el concepto de la ética debía regir nuestros actos para el diálogo con los revolucionarios y con los que no lo fueran, porque nada nos autorizaba a ofender a nadie, ni al amigo ni al enemigo, y esa era la escuela martiana y la escuela de Fidel.
Siempre que yo iba a La Habana le llevaba una bazuquita de ron villaclareño que él iba devorando en copitas en el transcurso de la semana. Ahora ya no puedo llevarle más la bazuquita, o tal vez sí la lleve y la riegue en la entrada de la Upec nacional para que él le brinde a mis coterráneos sagüeros Ernesto Vera y Julio García Luis.
La última vez que me llamó fue para pedirme unas décimas sobre la Libertad de expresión que luego salieron publicadas en el sitio Cubaperiodistas. El martes por la madrugada cuando supe la noticia de su muerte le hilvané estos diez octosílabos con los que termino mi crónica molteana.
Dicen que se fue Moltó
detrás de sus espejuelos,
y en el templo de los cielos
con su Fidel se encontró.
Otros dicen que partió
en reporteril disparo
y que lleva como amparo
al corresponsal de prisa,
que aunque lo vuelvan ceniza
va a seguir Hablando claro.