Una escueta nota anuncia que ha muerto Ramón Castro Ruz y un pesar se instala en el alma nacional. Los que pueden y tienen cómo, escriben al pie del obituario de los diarios digitales, el consuelo que quisieran dar. Si se los lee, detenidamente, más que palabras son abrazos, fe de vida, recuerdos, elogios a la virtud de un hombre que vivió literalmente pegado a la tierra.
Quién que lo escuchó alguna vez, puede olvidar su voz ronca y su acento de guajiro oriental, cantando con argumentos los vicios e incapacidades de la burocracia agropecuaria, es decir, de aquellos que pretenden dirigir el campo sin entrar en él. Quién que lo conociera y asistió a los candentes debates sobre producciones y precios agrícolas de la última sesión de la Asamblea Nacional no echó de menos a Ramón.
No sorprende que sus cenizas vayan para Birán, la finca familiar de donde nunca se fue. Aunque solo se pregunte a los guías del lugar sobre Fidel y Raúl, todos comienzan o terminan hablando del mayor de los tres varones, el segundo de los siete hijos que nacieron del amor de Don Ángel Castro y Lina Ruz.
Hay huellas de Ramón por todo el lugar. En el cuarto que compartieron los tres varones, en la oficina de administración, en la casa donde fundó familia propia, pero especialmente están en las anécdotas personales, desde los días del trio de “bandidos” del Colegio La Salle y las noches de lucha a almohadazos en el cuarto común, que él resolvía apagando la luz, hasta el pavo que guardó por dos años en la nevera, para celebrar el regreso de los hermanos al hogar. Durante más de medio siglo sus testimonios únicos nutrieron textos biográficos sobre los dos líderes de la Revolución de cuya historia resulta inseparable.
En “Raúl Castro: un hombre en Revolución”, el libro de Nicolai Leonov que acaba de presentarse en la Feria, Ramón aparece con notable frecuencia, en momentos evidentemente entrañables para el biografiado. Allí se dice que “resultó ser un administrador nato; (que) desde el colegio soñaba con el momento en que se sentaría ante la palanca de un buldózer o un tractor” y que “regresó a Birán para ocuparse de la actividad que más le gustaba. Se las arreglaba bien con la tecnología de siembra y cultivo de la caña de azúcar, podía conducir cualquier maquinaria agrícola y era un calificado especialista en la ganadería.
“No en vano fue el mejor ayudante de su padre en el manejo de la hacienda y, después de la muerte de don Ángel, recayó sobre sus hombros toda la responsabilidad administrativa. Durante la lucha insurreccional en las montañas, Ramón suministró una imprenta, combustible, técnica, medicamentos y otros insumos al frente guerrillero que comandó Raúl. Con posterioridad a 1959, trabajó durante mucho tiempo en el Ministerio de la Agricultura y dirigió una finca experimental de ganado lechero.”
Personalmente, recuerdo haberle escuchado decir públicamente a Raúl que Ramón fue un padre para él. Aquel que “al decir de Fidel siempre se conducía más abajo que la hierba y callado como el agua”, aparecerá a lo largo y ancho de este testimonio en acciones constantes de salvaguarda y rescate. Como ocurre con el envío de dinero, que el 24 de febrero de 1953, le permite a Raúl abordar el barco inglés Reina del Pacífico que lo llevaría a la reunión de jóvenes de izquierda de todo el mundo donde, según ha contado, se le abrieron nuevos horizontes y se transformó su cosmovisión política. Donde se convirtió en revolucionario.
Hablando de esas memorias, hace poco alguien escuchó al Presidente, hablar con dolor de la quebrada salud de Ramón. Debe doler mucho perder al hermano que supo ser padre también.
Fuente: Cubadebate