El triunfo de la Revolución Cubana el primero de enero de 1959 estremeció el mundo. Para el absoluto dominio hegemónico de Estados Unidos en América, fue un acontecimiento telúrico. Se rompía el modelo de relación bilateral de total dependencia, y nacía un proyecto político, económico y social, ajeno a los moldes del capitalismo global. La guerra en cualquiera de sus variantes, por lo tanto, era inevitable. Solo faltaban los pretextos.
La primera acusación, desde los días iniciales del triunfo, fue la de comunistas contra los principales líderes del movimiento revolucionario, en el perverso entendido del significado del término para las grandes masas populares, contaminadas con la propaganda macartista que se respiraba en todo el continente, y muy especialmente en Cuba, laboratorio por excelencia de esa estrategia, con el Buro Represivo de Actividades Comunistas (BRAC) a la cabeza, y sus aliados de la CIA y el FBI.
En aquella Cuba dictatorial, en la que Estados Unidos, en alianza perfecta con el gobierno y la mafia pensaban levantar una ciudad a semejanza de Las Vegas en el Caribe, sin escrúpulo alguno se guardó silencio ante los crímenes de Batista y sus adláteres. Contra aquellos golpistas y asesinos que quebrantaron el orden constitucional, no hubo reclamo alguno.
Más de 20 mil cubanos fueron asesinados por los esbirros del dictador. Las morgues de la isla conservaban cadáveres de jóvenes sin identificar. Jamás una comisión gubernamental estadounidense ni una campaña de la prensa internacional para cuestionarla. Los grandes medios ensalzaban la vida nocturna y el hedonismo de una Habana dispar y brutalmente desigual, dibujada como el lupanar del Caribe.
Durante el gobierno de Batista, se cometieron crímenes horrendos. Los prisioneros del Moncada fueron asesinados y mostrados como muertos en combate. Lo mismo ocurrió en Alegría de Pío con los expedicionarios del Granma, en Matanzas con los asaltantes al cuartel de Goicuría, o con los jóvenes exilados en la Embajada de Haití. En todos los casos, ni heridos, ni prisioneros; todos muertos. La prensa internacional no se movilizó ante estos hechos, ni ante los bombardeos indiscriminados a las ciudades de Sagua de Tánamo o Santa Clara, ni a los campesinos de las sierras orientales, víctimas de las bombas suministradas a la aviación de Batista, desde la Base Naval estadounidense en la bahía de Guantánamo.
Silencio absoluto ante las matanzas de cubanos en la ciudad de Holguín en diciembre de 1956, conocida como las Pascuas Sangrientas, o en el poblado de Cabañas en la provincia de Pinar del Río en noviembre de 1958, que pasó a la historia como la Masacre de Cabañas.
Tampoco hubo movilización de la prensa para entrevistar a los asesinos del derrotado régimen, arribados con total protección a los Estados Unidos.
La historia, en sus cíclicos procesos, se repetía. Durante la guerra de los Diez Años, el general Blas Villate de la Hera, Conde de Valmaseda, con su llamada Creciente, exterminó a cientos de cubanos ante la mirada ciega y el silencio total del gobierno de Estados Unidos. Lo mismo ocurrió con los masivos fusilamientos ordenados por el capitán general Antonio Fernández Caballero de Rodas. En la guerra del 95, la prensa del norte permaneció impávida ante la genocida reconcentración ordenada por el capitán general Valeriano Weyler Nicolau, que utilizaron después a su conveniencia, como pieza de denuncia, cuando necesitaron el pretexto para la intervención militar que tronchó nuestra independencia.
En los inicios de la década del 30, el general Gerardo Machado anegó en sangre inocente la Isla. Tampoco hubo reacción en cadena de la prensa estadounidense. Machado era un fiel aliado. Sólo algunos destellos, con matices efectistas y satanizando al pueblo, cuando algunas de las víctimas de los crímenes y atropellos del tirano se tomaron la justicia por sus manos.
Lo cierto es que, en una Cuba subyugada, primero por la Enmienda Platt y los procónsules estadounidenses, y después por sus embajadores y asesores militares, cualquier crimen contra el pueblo ejecutado por gobiernos serviles al imperialismo, era silenciado. Los representantes del imperio, no tenían ojos para ver los crímenes y latrocinios. Los respaldaban o toleraban.
Era tanta la afrenta que, el 6 de octubre de 1960, en un discurso de campaña, el senador y candidato a la presidencia de EE. UU. por el Partido Demócrata, John F. Kennedy, al referirse a Batista, reconoció:
«Quizás el más desastroso de nuestros errores fue la decisión de encumbrar y darle respaldo a una de las dictaduras más sangrientas y represivas de la larga historia de la represión latinoamericana. Fulgencio Batista asesinó a 20 000 cubanos en siete años, una proporción de la población de Cuba mayor que la de los norteamericanos que murieron en las dos grandes guerras mundiales (…)».
Ante semejantes crímenes se imponía la justicia. El pueblo clamaba por ella. La ética revolucionaria y martiana de Fidel, la misma que prevaleció en la Sierra Maestra con el trato humanitario a prisioneros y heridos del ejército enemigo, se impuso. El 1º de enero de 1959 en el Parque Céspedes de Santiago de Cuba, explicaba el líder de la naciente Revolución:
“Yo comprendo que en el pueblo hay muchas pasiones justificadas, yo comprendo las ansias de justicia que hay en nuestro pueblo y tendremos que hacer justicia. Pero yo le quiero pedir a nuestro pueblo aquí… estamos en instantes en que debemos consolidar el poder, antes que nada, ¡lo primero ahora es consolidar el poder! Después reuniremos una comisión de militares honorables y de oficiales del Ejército Rebelde, para tomar todas las medidas que sean aconsejables, para exigir responsabilidad a aquellos que la tengan.
Tres días después, en la ciudad de Camagüey, explicaba el por qué de la necesidad de la aplicación de la justicia contra los criminales:
“Y no es porque los combatientes revolucionarios tengamos sed de sangre, ni nos mueva un sentimiento de venganza. No es por eso. Es sencillamente porque ese es el castigo que en justicia merecen”.
Y agregaba:
“Yo no sé cuántos cubanos han vivido estos siete años sin haber recibido un golpe, un empujón, una bofetada, un culatazo, un insulto; qué cubano no ha perdido un ser querido o un amigo vilmente asesinado; qué cubano no guarda luto en su ropa o en su corazón. Y es que no hace falta que le asesinen a un hermano, es que no hace falta que le asesinen al esposo o al hijo; basta levantarse una mañana y ver regado por las calles un rosario de cadáveres, para que todo el mundo se sienta de luto, para que cada madre se llene de incertidumbre y de temor: Hoy fue el hijo de la vecina, el hijo de la amiga; mañana puede ser su hijo o su esposo”.
Ante el reclamo popular de paredón para los asesinos, se erguían las nobles ideas de Fidel para borrar de la mente de las víctimas las terribles imágenes de ayer y en esa línea de pensamiento, de inmediato ordenó bombardear con ropas, juguetes, medicinas y alimentos, los mismos lugares que días antes había destruido la aviación del tirano.
En su discurso de Camagüey aquel 4 de enero, reconocía la actitud del pueblo ante sus permanentes llamados al orden, en aquellas difíciles circunstancias:
“Bastante respetuoso y disciplinado se ha portado el pueblo, bastante respetuoso de las órdenes y de la disciplina que debe tenerse en esta hora, porque no ha arrastrado con todos los chivatos, con todos los esbirros. Y es porque el pueblo sabe que ese no es el procedimiento correcto. ¡No hay que manchar las calles con la sangre de nadie, porque las calles lo que hay es que limpiarlas de sangre, de la sangre que dejaron los criminales! No es necesario que los pueblos presenten el espectáculo de cadáveres destrozados, porque hemos presenciado ya muchos… Cumplimos solo con la voluntad y el derecho del pueblo. Un pueblo que ha sufrido tanto también tiene derecho a reclamar justicia. Sin embargo, nadie podrá desacreditar al pueblo cubano, nadie podrá sacar la fotografía de un cadáver destrozado y decir: “Fueron las turbas, no hay orden, impera la anarquía…”
La Operación Verdad fue la respuesta oportuna y transparente del líder de la Revolución Cubana ante la segunda campaña de satanización emprendida por los medios hegemónicos imperiales, esta vez contra la aplicación de la justicia revolucionaria. En menos de 48 horas se organizó todo. El 21 de enero, frente al antiguo Palacio Presidencial, Fidel convocó al pueblo. Allí, ante la multitud, expresó:
“Los que creyeron que después de nuestras victorias militares nos iban a aplastar en el campo de la información, en el campo de la opinión pública, se han encontrado con que la Revolución Cubana sabe también pelear y ganar batallas en ese campo…”
“Este pueblo no es un pueblo bárbaro ni criminal. Es el pueblo más noble y sensible del mundo: si aquí se comete una injusticia, todo el pueblo estaría en contra de esa injusticia… Cuando todo el mundo ha estado de acuerdo con el castigo es porque el castigo es justo, es merecido”.
Al día siguiente, en el Hotel Riviera, más de 380 periodistas de todo el mundo escuchaban los argumentos de Fidel del porqué de la aplicación de la justicia revolucionaria. “Aquí estamos, señores periodistas, para someternos al veredicto de la opinión pública del continente”, expresó.
El 23 de enero arribaba a Caracas, como José Martí, a rendir tributo de agradecimiento al pueblo del Libertador Simón Bolívar. Allí le explicó a Venezuela y al mundo, el sentido de la Operación Verdad. En un discurso en la Plaza Aérea El Silencio, reflexionaba:
“Nunca un ejército en el mundo, nunca una revolución en el mundo se llevó a cabo tan ejemplarmente, tan caballerosamente, como se llevó a cabo la Revolución Cubana. Enseñamos a nuestros hombres que torturar a un prisionero era una cobardía, que únicamente los esbirros torturaban. Enseñamos a nuestros compañeros que asesinar prisioneros, asesinar a un combatiente cuando se ha rendido y cuando se le ha ofrecido la vida si se rinde era una cobardía, y no fue asesinado jamás un prisionero.
[…] Nosotros le dijimos al pueblo cubano: no arrastren a nadie y no teman absolutamente nada, los crímenes no quedarán impunes; habrá justicia para que no haya venganza, y el pueblo confió en nosotros. Le dijimos que habría justicia y confió en nosotros: no arrastró a nadie, no golpeó siquiera a ninguno de los esbirros que cayeron en sus manos, los entregaron a las autoridades revolucionarias. Tenía fe en que íbamos a hacer justicia, y era indispensable que hubiera justicia, porque sin justicia no puede haber democracia, sin justicia no puede haber paz, sin justicia no puede haber libertad.
El más terrible daño que se les ha hecho a nuestros pueblos es la impunidad del crimen, es la ausencia de justicia, porque en nuestros pueblos no ha habido justicia nunca.”
El 15 de abril de 1959, invitado por la Asociación de editores de periódicos, Fidel arribó a New York. En permanente intercambios con la prensa explicó el proyecto de la Revolución Cubana. Para el joven líder, la ocasión se convertía en oportunidad de oro para llevar al mundo, y especialmente a Estados Unidos, la realidad de un país en soberana transformación. El joven estadista colocó a Cuba en titulares de prensa a nivel mundial. Sin temores ni compromisos, la verdad de la Isla se hacía sentir.
En los tiempos que vivimos, donde el fascismo asoma nuevamente sus fauces, se impone la transparencia, oportunidad y efectividad del pensamiento de Fidel. El mundo necesita hoy de muchas Operaciones Verdad. Urge la denuncia al genocidio israelí contra el pueblo palestino, la denuncia de la peligrosa guerra de Estados Unidos y la OTAN contra Rusia, la denuncia del criminal bloque de Estados Unidos contra Cuba, pueblo al que pretenden rendir por hambre. José Martí sentenció que “Mejor sirve a la Patria quien le dice la verdad y le educa el gusto”. El 26 de septiembre de 1959, Fidel expresaba:
“Nos casaron con la mentira, y nos obligaron a vivir con ella. Por eso nos parece que se hunde el mundo cuando oímos la verdad. ¡Como si no valiera la pena de que el mundo se hundiera, antes que vivir en la mentira!”
Dos años después, el 9 de noviembre de 1961, expresaba:
“Los que enseñan la verdad preparan a los pueblos para comprenderla; los que enseñan la mentira condicionan a los pueblos para engañarlos. Los que defienden la explotación, los privilegios y la injusticia tratan de mantener a los pueblos en la oscuridad y la ignorancia más completa. Las revoluciones que predican la justicia, que se hacen para redimir a los pueblos de la explotación, enseñan, educan, erradican la ignorancia.”
Para Fidel, en la educación y la cultura se hallaba la capacidad de sobrevivencia de la Revolución Cubana. Solo un pueblo alfabetizado y culto puede ser independiente y soberano en su pensamiento y acción. De esa estrategia cultural de la Revolución, nacieron en 1959 instituciones emblemáticas para defender la verdad del quijotesco proyecto transformador emprendido por Fidel, entre ellas, la Imprenta Nacional de Cuba, el ICAIC y Casa de las Américas. Prensa Latina también nació en ese año, como expresión de la vocación soberana, latinoamericanista y antiimperialista de nuestros pueblos. Nació para hacer de la Verdad, la esencia del periodismo ético y humanista que necesitan nuestros pueblos y que siempre predicó Fidel.
La Habana, 20 de enero de 2024