Fue el 30 de diciembre de 2005, a las 00:45 horas, cuando el poeta Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí, abandonó este mundo; poco más de dos años antes lo había hecho el escultor José Delarra. Así, ambos amigos, de esos que se visitaban con frecuencia y convergían en ideas y hechos, emprendieron el camino hacia la posteridad.
Naborí y Delarra se admiraron mutuamente. En 1996, el escultor le hizo una cabeza al poeta y el poeta le hizo un poema al escultor. Lo tituló “Cabagallo y espuelas”, a propósito de una de las colecciones pictóricas que el artista desarrollaba con viveza por aquellos años. El Indio escribió:
José Delarra va con su pintura
jinete en su fantástico caballo
que de momento se convierte en gallo
y es Cabagallo su cabalgadura.
Cabagallo canta cuando el alba pura
abre paso al día con su suave rayo
y relincha en enero como en mayo
si una jaca coqueta lo procura.
Con la sangre de toda su acuarela
pelea o corre por distinta espuela.
Muy bien por el pintor de mano franca.
Solo aquí hay una cosa que no afina:
el gallo es poco para la potranca
y el Caba es mucho para la gallina.
Delarra, en unas tres horas, modeló la cabeza que le hizo a Naborí (y que su familia conserva). En su estudio de La Habana Vieja el escultor fue sacando del barro la figura de su amigo, mientras sostenían un diálogo salpicado de anécdotas y evocaciones a la obra del retratado.
Unas cien imágenes fotográficas —tomadas por Jorge Valiente, de la revista Bohemia— preservan ese momento, casi como se revelan en las 24 instantáneas por segundo que componen una cinta cinematográfica.
En estas impresiones aparece Naborí sentado en una silla de aluminio y tela, muy popular en esa época, que Delarra colocó sobre ruedas para girar a sus modelos de acuerdo al ángulo que necesitara captar. También se ve al escultor trabajando de pie o desde una silla con igual añadidura, muchas veces con un cigarro en la boca o en la mano izquierda. Eloína Pérez, la esposa del poeta, los acompaña.
En varios fotogramas la expresión de Naborí transparenta el deleite de la recitación. En Delarra, el goce de hacerle a su amigo un retrato escultórico. Ambos sonríen, gesticulan, conversan.
“Ellos se conocían desde la década de los ‘60. Los dos compartían el amor a la Revolución y sus pasiones artísticas. Viajaron juntos por el país cuando el Indio asumió un cargo que, de alguna manera, lo vinculaba a las escuelas de arte.
“Una vez, siendo un adolescente ya interesado en la literatura, estuve con ellos en el puente de Bacunayagua —junto a Onelio Jorge Cardoso e Imeldo Álvarez—. También recuerdo a Delarra visitando nuestra casa en distintas épocas”, cuenta Fidel Antonio Orta, hijo del poeta.
Cuando se cumplen dieciocho años de su partida física —publica Orta este 29 de diciembre en La Jiribilla, no es nada nuevo decir aquí lo que a diario se repite en cualquier lugar de la isla: el Indio Naborí es un ingrediente principalísimo del imaginario nacional; el Indio Naborí es sinónimo de identidad; el Indio Naborí es historia, leyenda o fascinación de obligada referencia.
Estas afirmaciones —añade— están relacionadas con el impacto popular de su extensa obra poética: renovó la décima cantada y escrita; vigorizó la elegía; le otorgó un inusual rango de perpetuidad a la lírica social; energizó el verso libre; pontificó el soneto y revivió el romance, fundiendo y elevando a categoría estética, lo culto y lo popular, lo clásico y lo moderno.
Casi seguro que este es el Naborí que José Delarra quiso esculpir en el terrón de barro de donde hace 27 años hizo emerger el retrato tridimensional de la cabeza del poeta. Ese intento perdurará tanto como lo consiga la obra escultórica del amigo. Mientras, en los archivos del “escultor que pinta” (como se definía Delarra), del obrador de grandes, medianos y pequeños monumentos, habita el manuscrito de “Cabagallo y espuelas”. (Tomada de Cuba en Resumen).