José María Heredia es considerado el primero de los tres más importantes escritores de la epistolografía cubana del siglo XIX; los dos restantes: Gertrudis Gómez de Avellaneda y José Martí. Esta posición está dada tanto por la importancia de su epistolario como por la cronología, al ser también el primero de los intelectuales independentistas en vivir en el exilio más tiempo que en su propia patria. Esta última condición, como es obvio, lo relacionó desde muy joven con el género epistolar, al ser este uno de los medios fundamentales del modelo comunicativo de su tiempo, caracterizado por la prevalencia de la palabra manuscrita, oral e impresa. Estas dos últimas, también del dominio del poeta, en razón de la importancia que en su vida pública y profesional tuvieron la oratoria y el periodismo, en los que también sentó pautas como en la poesía. En consecuencia, su obligado distanciamiento de los amigos y amigas que dejara en Cuba y, en particular, de su amada madre, asentada en Matanzas desde el regreso de la familia de México tras la muerte del esposo, serían los destinatarios principales de su inicial producción epistolar, la cual se vio enriquecida con las vivencias de su estancia de casi dos años en los Estados Unidos de Norteamérica.
A casi cincuenta años de alcanzada su independencia del colonialismo inglés, a esta nación llegó Heredia por el puerto de Boston a fines de 1823, destino último de su salida clandestina de Matanzas, implicado en la abortada conspiración independentista de los Soles y Rayos de Bolívar.
La llegada no pudo ser más desalentadora para el poeta, ya de por sí desalentado por su nueva condición de proscrito, tanto por la tempestad que puso en riesgo de naufragio a la embarcaciónen que viajaba, como por la crudeza del invierno en la norteña ciudad, verdadero suplicio para un hijo del trópico como él. Justo de ambas experiencias nacería la primera de tres cartas sobre las que se erigió su notable obra epistolar en esta primera etapa de su exilio político, a saber: la de Boston, Filadelfia y Niágara.
La Carta de Boston dirigida a su amigo Domingo del Monte, con fecha 4 de diciembre de 1823, viene a ser el prólogo en prosa de su existencia de exiliado político, la cual se hizo permanente durante su corta vida. En ella Heredia describe el tormentoso mar bajo una borrasca de viento y nieve que pone a la goleta en que viajaba en riesgo de naufragar frente a las costas de Massachusetts, la estancia de dos días en la isla de Nantucket, y, por si fuera poco, la etapa última del viaje bajo la guía de un práctico en estado de embriaguez…, “borracho”, al decir del joven poeta.
Receptivo a todo lo bello que la Naturaleza puede ofrecer, sea de carácter contemplativo o inquietante, el citado fenómeno atmosférico debió de marcarlo para siempre, sobre todo, por ser una experiencia inédita para él, que luego se manifestó con diferentes acentos en sus composiciones poéticas concebidas durante los viajes que realizó por mar, deviniendo uno de los temas representativos de su futura obra poética. De lo dicho daría testimonio el propio poeta tres años después, en carta escrita desde México a Salvador Luis Alfonso, el 6 de marzo de 1826, cuando ante el temor del amigo de viajar por mar, le expresa: “Yo en vez de escarmentar con las borrascas que nos azotaron y pusieron al parir, cada día amo más la navegación”.[1]
En esta perspectiva, es de atender aquellas obras suyas donde el clima y el mar, entre otros fenómenos y elementos de la naturaleza, son parte consustancial del sincero hálito romántico, descriptivo y hasta patriótico que los inspiró en plena navegación. Los poemas “Himno del desterrado”, “Vuelta al Sur”, “Al Océano” y “En una tempestad”, entre los más notorios, al margen del estado de ánimo o los sentimientos que los motiva, tienen su prólogo en prosa en la comentada carta. Sin pasar por alto el soneto “A mi esposa”, donde se pone de manifiesto la imborrable huella que dejó en él lo ocurrido al final del viaje de Matanzas a Boston casi una década después, en los dos tercetos que dan lugar al muy notorio símil que cierra el soneto.
Así perdido en turbulentos mares
Mísero navegante al cielo implora
Cuando le aqueja la tormenta grave,
Y del naufragio libre, en los altares
Consagra fiel á la deidad que adora
Las húmedas reliquias de su nave.
II
La tormenta con que da inicio Heredia a la citada carta a Del Monte, también será premonitoria de la que ocurrirá en su espíritu durante todo el año de 1824. Si bien la impresión que le causa la ciudad de Boston es más que favorable, una suma de hechos como la crudeza del invierno, incierta salud, inadaptación a la cultura puritana dominante y, sobre todo, la imposibilidad de encontrar un trabajo estable de inmediato, que lo obliga a depender de las mesadas que le envía su tío Ignacio desde Matanzas, pondrán su bajo estado de ánimo y sensibilidad al límite. No obstante, aún piensa quedarse en Boston: “…y si el frío aprieta mucho más —le confiesa a Del Monte—, condenarme a reclusión junto a una chimenea, y ocuparme en embestir de frente con el inglés, o dar una mano a mis poesías”.
Tampoco ningún proyecto de vida puede hacer mientras no tenga el resultado final de la causa que se le sigue en Matanzas. En esa tierra de nadie que es toda espera de tal índole, un único desahogo le queda: las cartas que le envía a los amigos y amigas de Cuba y, en particular, a la madre amada, quien con el apoyo de influyentes amistades matanceras, gestiona ante la autoridad colonial de la localidad su indulto de la causa que llevó al hijo a tomar el camino del exilio. No fue casual, que la primera de las composiciones poéticas de real trascendencia literaria escritas durante esta triste navidad en Norteamérica, sea el poema epístola “A Emilia”, dirigido a Josefa (Pepilla) Arango, a quien llama “hermana en amor”, hija del aristócrata matancero que lo escondió en su casa a raíz de la abortada conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar. En el mismo, ambos géneros se mimetizan en un sincero recuento del gozoso tiempo vivido y ya ido, aunque no por ello se arrepiente de lo hecho. Justo en este punto del poema epístola, al exponerle sus razones a la “dulcísima” Pepilla, nos legó en solo cinco versos la más bella explicación —si es que cabe este término en poesía— de por qué se implicó en la fallida conspiración independentista.
“La estrella de Cuba”
¡Libertad! ya jamás sobre Cuba
Lucirán tus fulgores divinos.
Ni aún siquiera nos queda ¡mezquinos!
De la empresa sublime el honor.
¡Oh piedad insensata y funesta!
¡Ay de aquel que es humano, y conspira!
Largo fruto de sangre y de ira
Cogerá de su mísero error.
Al sonar nuestra voz elocuente
Todo el pueblo en furor se abrazaba,
Y la estrella de Cuba se alzaba
Más ardiente y serena que el sol.
De traidores y viles tiranos
Respetamos clementes la vida,
Cuando un poco de sangre vertida
Libertad nos brindaba y honor.
Hoy el pueblo, de vértigo herido,
Nos entrega al tirano insolente,
Y cobarde y estólidamente
No ha querido la espada sacar.
¡Todo yace disuelto, perdido…!
Pues de Cuba y de mí desespero,
Contra el hado terrible, severo,
Noble tumba mi asilo será.
Nos combate feroz tiranía
Con aleve traición conjurada,
Y la estrella de Cuba eclipsada
Para un siglo de horror queda ya.
Que si un pueblo su dura cadena
No se atreve a romper con sus manos,
Bien le es fácil mudar de tiranos,
Pero nunca ser libre podrá.
Los cobardes ocultan su frente,
La vil plebe al tirano se inclina,
Y el soberbio amenaza, fulmina,
Y se goza en victoria fatal.
¡Libertad! A tus hijos tu aliento
En injusta prisión más inspira;
Colgaré de sus rejas mi lira,
Y la Gloria templarla sabrá.
Si el cadalso me aguarda, en su altura
Mostrará mi sangrienta cabeza
Monumento de hispana fiereza,
Al secarse a los rayos del sol.
El suplicio al patriota no infama;
Y desde él mi postrero gemido
Lanzará del tirano al oído
Fiero voto de eterno rencor.
III
La otra cara de su espera al resultado del proceso político judicial que se le sigue en la Isla (hoy conocido con el anglicismo lawfare), será “caminar” … Visitar otras ciudades como Nueva York y Filadelfia, conocer mejor la nación que por entonces aún se perfilaba como el posible primer paradigma de la democracia en el Nuevo Mundo. Observador sincero, de prosa sobria y elegante, dado desde sus primeras obras a “expresar lo que realmente siente, en el momento mismo que lo siente”,[2] se comprende por qué esta nueva experiencia de Heredia, por entonces, situará la relación epístola poesía en un nuevo y más alto momento literario.
La segunda de las tres cartas que por orden cronológico nos ocupa, es la de Filadelfia. En abril de 1824, Heredia está en dicha ciudad, donde tendrá a su alcance las raíces históricas que la hacen cuna de la nueva nación. Este interés del poeta por la Historia, desde la Antigüedad hasta la que crece a la par de la suya a ambos lados del Atlántico, no dejaría pasar por alto la posibilidad de visitar Mont Vernon, residencia del primer presidente de la nación, George Washington, y, por supuesto, concebir ante su tumba un poema en homenaje a su gloria. Epístola y poesía, una vez más, se daban la mano. Relación que alcanzaría el abrazo de la inmortalidad, en la tercera y una de las más relevantes epístolas del poeta, la “Carta del Niágara”.
Notas:
[1] “Carta de José María Heredia a Silvestre Luis Alfonso”, Revista Ilustrada Cuba y América, enero 24, 1904.
[2] Enrique Piñeyro; “José María Heredia”, en Boletín Hispánico, t. IX, nro. 2, p. 208, 1907.
Tomado de La Jiribilla