Esta historia, verídica, no podrá ser tan breve como el autor querría: en realidad, habría preferido no tener razones para escribirla, pero la empezó sobre la marcha hace ya semanas, cuando comenzaron a sucederse los hechos que narra, temeroso de acabar olvidándolos, o creyéndolos imaginarios.
Desde que hace años se reinstauró en el país el pago de impuestos, ha cumplido sus deberes fiscales, sin que nadie lo persiga. Pero va, para algún tiempo, en publicaciones donde colabora vienen reclamándole que se abra una nueva cuenta, fiscal, para depositarle los pagos correspondientes, y se ha negado a eso por una razón elemental: contra su voluntad acumula demasiadas cuentas, y muy pobres caudales.
En esas cuentas figuran la de “ahorros” de un Sísifo a quien la roca, de tan menuda, se le gasta sin subir la cuesta; la de la jubilación, con ingresos que es mejor ni contar, para no arremeter contra decisiones mal ordenadas; la que le abrieron hace años para un depósito extrasalarial pero ya parece que no servirá más para eso; la de MLC, tan magra siempre, ¡ay!, pero útil y alegradora cuando le cae algo.
Y dos más, ambas en CUC y, por tanto, inactivas, que no ha cancelado para ahorrarse alguna gestión en este valle de trámites: la que voluntariamente se hizo abrir en su momento, y la de cuando trabajó en el servicio exterior. Esa se le abrió para depositarle, en aquella moneda, parte del exiguo salario que en la plaza donde se desempeñaba le habría correspondido recibir en divisas de verdad.
Siempre ha creído que el carné de identidad podría funcionar para mucho más en un país que se informatiza. Pero la bancarización está en proceso de “perfeccionamiento”, y al protagonista de esta historia se le comunicó que, si en marzo no tiene la nueva cuenta asociada a la contribución fiscal, no recibirá los pequeños depósitos que lo ayudan, aunque pálidamente, a mitigar sus penas.
Decidió, pues, pasar por las horcas caudinas establecidas, y se dirigió a cuatro bancos, en horario laboral. Dos estaban cerrados por contingencias varias, y otro abría solamente cuentas en MLC. En el último, donde la cola avanzó con rapidez, lo atendió una trabajadora amable, quien le dijo que debía presentar, entre otras fotocopias, la del carné del contribuyente.
Podría estar en su casa, pensó él; pero se le expidió en rústico cartón hace un montón de años, y no sabe dónde lo ha guardado. Así que, en busca de ese documento, anduvo los kilómetros que lo separaban de la oficina de la ONAT en su municipio —¡caramba!, parece que la computadora en que escribe, de fabricación “occidental”, se empecina en sustituir ONAT por OTAN—, con el fin de obtener una reproducción, y fue inútil. La base de datos existe, pero no hay manera de acceder a ella: se digitalizó en la época “remota” en que se le hizo el carné y la oficina se hallaba en otro sitio.
Para obtener un nuevo carné, debía llevar una carta de un centro por el cual recibiría pagos, y eso hizo, tras esperar los dos o tres días que por circunstancias ajenas a él tardó en conseguir la carta. Volvió entonces a la oficina de la ONAT con ella, que allí miraron con suspicacia antes de decirle parcamente, o con mente de Parca: “Le faltan datos”. “¿Cuáles?”, preguntó. “Número de carné de identidad, dirección particular, teléfono…” Respiró aliviado, y acotó: “Pero esos los puedo decir yo ahora mismo”. “Escríbalos en la carta”, fue la respuesta, y lo hizo.
La funcionaria que lo atendía le extendió un trocito de papel y una indicación verbal: “Venga con ese comprobante a recoger el carné… dentro de diez días”. Medio mareado, respondió con una pregunta: “¿Pero me van a hacer volver una vez más por ese carné, que se hace en un momento?” Y también otra pregunta le llegó como contestación: “¿Trae una memoria, para copiárselo?” “No, pero me lo pueden pasar por correo”. “¡Ah!, déjeme hablar con las muchachitas, que tienen mucho trabajo”, dijo la funcionaria, y fue al compartimiento contiguo.
“Siéntese ahí, y espere un rato”, le instruyó, mientras le señalaba las sillas de la entrada. “Gracias, espero”. Minutos después, otra indicación: “Las compañeras están muy ocupadas, y no podrán enviarle el mensaje en este momento, pero se lo mandarán hoy. Puede irse, y para cualquier inconveniente me llama al número anotado en el papelito que le di”. “Está bien, pero necesito la carta, porque seguramente me la pedirán en el banco”. “Esa carta debe quedarse aquí, pero puede fotografiarla”. “Eso haré”.
Aquella persona fue al local contiguo y regresó con la carta, ostensiblemente estrujada, como para lanzarla a la basura, de donde cabe hasta suponer que había sido rescatada. “¿Pero por qué la han maltratado así? Parece hecho con rabia”. “No diga eso. Es que se cayó al piso y se estrujó”. Entonces él sacó de una carpeta un papel similar, lo dejó caer y lo recogió antes de preguntarle: “¿Se ha estropeado?”, y sobre una mesa estiró la carta cuanto pudo, para fotografiarla con su teléfono y luego llevarla a imprimir.
“Daré muy mala imagen en el banco por el estado de la fotocopia”, le dijo a la funcionaria cuando fue a devolverle la carta. Pero ella en lugar de recibirla, le dijo: “Quédese con ella, es suya”. Y con ella y las fotocopias que habría de presentar, incluida la del carné del contribuyente, que recibió por correo ese mismo día, fue pronto al banco.
Quien ya antes lo había recibido, esta vez revisó la documentación y, al ver la carta del organismo, le dijo: “Pero esta carta no sirve. Debe traer una fotocopia del carné de su empresa”. “¿De qué empresa, compañera, soy jubilado, y cobro colaboraciones y derechos de autor, no pagos de otra índole?” (“como los cuentapropistas”, pensó añadir). “Entonces yo tengo que llamar para que me orienten si esa carta sirve”.
“Mire”, le dijo él, “me voy con carta y todo. Ya esto es demasiado”. “Pues váyase”, le respondió con indiferencia la empleada, que hasta amable parecía, y va y lo es, pero no hay amabilidad que sobreviva a ciertos procesos. Y él, como tantas veces, recordó a Panchito, no el Riset de “el cuartico está igualito”, sino a su tocayo Kafka.
Estaba decidido a quedarse sin la tarjeta, pero no podía renunciar a los pagos por venir, y un directivo de la UPEC —entusiasta y eficiente, y que, familiarizado durante años con la atención a la ONAT desde la prensa, podía creer que se las sabía todas— le ofreció ayudarlo con el concurso de una alta funcionaria de la ONAT, quien resultó ser persona cordial y dispuesta a romper el nudo. Ella se comunicó enseguida con funcionarios del banco, y luego él supo que le habían respondido que, para abrir la cuenta del caso, necesitaba un carné de empresa.
Él insistió en que no pertenece a ninguna empresa, pero tiene carnés de la UNEAC y la UPEC. Con esos datos, la funcionaria —que además de amable es inteligente— volvió a la carga con el banco. La sucursal del Metropolitano en la que ya lo habían “atendido”, tenía interrumpida la conexión por averías en el edificio donde se halla, y tras algunos días de espera y de contactar con otras sucursales, la compañera dirigente de la ONAT consiguió una respuesta: el “interesado” se debía presentar en la sucursal que, por fortuna, se halla a pocos metros de su casa, pero era una de las que estaban cerradas el día en que él quiso empezar la ardua gestión. Y para allá marchó sin perder tiempo.
Amablemente lo recibió la directora, quien estaba avisada y revisó la documentación que él presentó. Se omite aquí una pequeña traba que surgió, y que la directora tuvo la generosidad de pasar por alto, en el afán de resarcirlo por los agobios sufridos y el tiempo que se había visto obligado a invertir en trámites aún inconclusos.
Por la misma consideración se le exoneró de hacer la cola que allí había, y tuvo la suerte de que lo atendiera una empleada criolla y amable, que se esmeraba en ser eficiente; pero el programa informático la hacía reiniciar una y otra vez la papelería. Se notaba que no estaba preparado para la cominería administrativa establecida por quienes lo crearon, y sería injusto exigirles que fueran magos.
Pese a que no tuvo que hacer la cola, la gestión le costó al contribuyente estar allí cerca de tres horas, hasta que la tenaz empleada, sin perder ni el buen talante ni el sentido del humor —y sin librarse de reiteradas interrupciones presenciales o telefónicas para hacerle consultas— logró terminar el contrato de la cuenta. “¿Y cuándo puedo recoger la tarjeta?”, preguntó el cliente, y ella le contestó: “Las tarjetas están demorando entre quince y veinte días”. Con esa esperanza, casi olvidó lo que había sufrido, y se despidió de la empleada alegremente y agradecido.
Luego pasó a expresarle su gratitud también a la directora, que ratificó su amabilidad y, cuando él le dijo que era necesario aliviar la vida de los clientes —de la población—, hizo un gesto comprensivo y añadió: “Y a nosotros”. Algo similar le respondió la atenta funcionaria de la ONAT cuando ese mismo día se comunicó con ella por teléfono.
Eso fue el 22 de noviembre, por lo que la tarjeta estaría en esa sucursal entre el 7 y el 14 de diciembre. Incluso en la relación de cuentas de quien será titular de la nueva cuenta, le apareció pocos días más tarde su número en el Transfermóvil. Pero él decidió ir a buscarla después del 14, para evitarse el disgusto de una demora.
No obstante, hoy, 7 de diciembre, revisó el contrato, para ir familiarizándose con el término de la gestión, y descubrió, aterrado, ¡que estaba a nombre de otro cliente! Volvió presto al banco para hablar con la amable empleada que llevaba “su caso”, y ella lo recibió con una sonrisa franca, porque había descubierto la pifia y se disponía a llamarlo para disculparse con él y decirle que debía firmar la nueva copia del contrato.
Por algún misterio informático o de operación, la copia errada estaba a nombre del cliente atendido antes que él en aquella sesión de cerca de tres horas. Para añadir encanto a la trama, el segundo nombre del cliente que aparecía en el contrato errado era el primero de la madre de la víctima: aunque corresponde a un dios mitológico, en Cuba se ha bautizado con él también a mujeres, Hermes.
De paso, la empleada le dijo que ese mismo día llegarían nuevas tarjetas, entre las cuales podría estar la suya, por lo que le sugirió que fuera más tarde y preguntara por ella, a lo que él —con “risa de Estocolmo” que contagió a la empleada y a otro cliente a quien ella atendía en ese momento— añadió: “Algún derecho da el haber sido víctima”.
Con ese buen ánimo se dispuso a volver por la tarde, aunque tuviera que seguir subiendo y bajando la escalera del edificio donde vive, que tiene rotos los dos ascensores. ¡Pero fue premiado!, seguramente por Hermes, el olímpico dios mensajero: había llegado su tarjeta, que, vista sin más datos, hasta inofensiva y tierna le pareció.
De paso, el ya aliviado protagonista confiesa que —de tanto oír en ellas la palabreja— las gestiones hechas estuvieron a punto de impulsarlo a decir, también él, aperturar. Pero ¡primero muerto!
Foto de portada: Tomada de Radio ciudad del mar
Querido hermano Luis, la historia es triste, aunque estoicamente extendida lo suficiente, para poder colgarle ese final con buen humor que ojalá fuese siempre el consuelo de los sufrientes.. Te confieso que resultó tan bien contada que uno se sorprende casi con el tal vez morboso agrado de que hubiese ocurrido todo de tal modo tan burocráticamente enrevesado como para animar al autor a escribirlo y haber logrado regalar a sus siempre agradecidos lectores una joyita de crónica disfrutable; aun reconociéndola retrato costumbrista de realidades tan indeseables como penosamente recurrentes.