Los emporios mediáticos se consolidaron en América Latina antes de la década de los 80, auspiciados por las dictaduras militares. De ahí que, hasta la llegada de los gobiernos progresistas a la región, estas empresas influían decisivamente en la política, evitaban cualquier reglamentación de su poder y actuaban en régimen de oligopolio, con total impunidad.
El libro del periodista y escritor Pascual Serrano “Medios Democráticos. Una revolución pendiente en la comunicación” describe con documentación exhaustiva esta realidad previa, la posterior ofensiva neoliberal y los apuntes de un nuevo modelo que se observa en países como Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil, Argentina, Nicaragua, Honduras, Chile o Paraguay. Así termina el texto recientemente publicado por Foca: “Allí (en Latinoamérica) está el futuro que está convirtiéndonos a los europeos en meros restos del pasado”.
El título y las cifras de un libro de Martín Becerra y Guillermo Mastrini, Los dueños de la palabra: acceso, estructura y concentración de los medios en América Latina del siglo XXI (2009) – ilustra cabalmente el contexto. Las cuatro mayores corporaciones de medios y entretenimiento de la región (la brasileña Globo, la mexicana Televisa, Cisneros en Venezuela y Clarín en Argentina) concentran el 60% de la rentabilidad de las audiencias y los mercados. El predominio de los oligopolios en Chile, Paraguay, Bolivia y Uruguay es de los mayores del mundo: entre un puñado de grupos privados se reparten entre el 85% y el 95% de los mercados.
En relación con este panorama apabullante, Pascual Serrano anticipa en las primeras páginas de “Medios Democráticos” uno de los grandes hilos conductores del texto: “Los paradójico es que son precisamente estos medios los que denuncian la falta de pluralidad por parte de los gobiernos progresistas cuando intentan ofertar alguna cadena de televisión y radio pública”. Pone el remate el gran vecino del norte, ya que el 85,5% de las importaciones audiovisuales de Latinoamérica proviene de Estados Unidos. En otros términos, 185.000 horas al mes en series, películas y acontecimientos deportivos estadounidenses.
Más allá de los números y las grandes palabras –“se puede decir que la revolución informativa ya ha comenzado en América Latina”- el autor introduce “perlas” que aclaran el panorama. “Puesto que la oposición se encuentra profundamente debilitada, son los medios de comunicación los que, de hecho, deben desempeñar ese papel”, afirmó en 2010 Judith Brito, directora del periódico conservador brasileño “Folha de Sao Paulo”.
Según publicó “The Guardian” en 2012, la cadena mexicana más relevante (con el 70% de la audiencia), Televisa, ofreció su buen hacer al PRI para promocionar la imagen del candidato Peña Nieto. La otra cara de la estrategia consistía en “bombardear” al candidato de izquierda López Obrador. Pero el culmen de estas maniobras se produjo diez años antes, con motivo del golpe de estado contra Hugo Chávez (abril de 2002). “No se trataba de unos medios que apoyaban un golpe, sino que eran los principales gestores y ejecutores”, escribe Pascual Serrano. Al poco de llegar Rafael Correa a la presidencia de Ecuador (2007), la directora general de “El Comercio” de Quito invitó a los trabajadores que simpatizaran con el nuevo gobierno o que abandonaran el periódico.
Así se presentaban las cosas. Tanto si los nuevos gobiernos asumían posiciones de diálogo –Lula da Silva en Brasil- como si se elegía el enfrentamiento –Chávez en Venezuela- los medios privados iban a situarse en la trinchera adversa. Tampoco es éste un fenómeno nuevo en la realidad latinoamericana. En su día desempeñaron un rol parecido “El Mercurio” chileno o “La Prensa” de Nicaragua, por no mencionar a la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), que agrupa a propietarios, editores y directores de diarios y agencias informativas (1.300 periódicos y revistas de 30 países).
José Steinsleger, columnista del periódico mexicano “La Jornada”, definió medio siglo de recorrido del cártel como “vocero de los intereses de Washington en América Latina”. La presidenta de la SIP, Elizabeth Ballantine, afirmó en 2014: “Muchos gobiernos apelan a la propaganda, creando cadenas de medios propios o afectos, como en Argentina, Ecuador, Nicaragua y Venezuela”. Pero si decisiva es la influencia del capital privado (Ignacio Ramonet habló de “latifundio mediático” en América Latina), no menos importante es tasar adecuadamente la importancia del Estado. Porque la tendencia expansiva de la superestructura estatal puede inquietar. Pascual Serrano se adentra en este vidrioso debate: “El papel del Estado es fundamental para democratizar la comunicación”, pero también es cierto el riesgo de “medios públicos dedicados sólo al seguidismo gubernamental”.
El autor de “Medios Democráticos” afirma que muchas veces “se nos olvida que la comunicación en la historia de la humanidad ha avanzado gracias al papel del Estado”. América Latina constituye un ejemplo palmario. Los gobiernos de Ecuador y Venezuela dispusieron legalmente que los bancos, sus propietarios y representantes no pudieran tener participación accionarial en los medios de comunicación. En Argentina tampoco pueden tener dicha participación los políticos. Los nuevos ejecutivos han intervenido en los contenidos y fraguado nuevos entes públicos.
En Venezuela los gobiernos bolivarianos impulsaron una televisión cultural, “TeVes”; la réplica argentina se produjo con la fundación del canal “Encuentro”. En Ecuador, Bolivia y Venezuela ha ocurrido algo difícil de ver en Europa: el lanzamiento de periódicos públicos. A ello se superponen proyectos informativos multinacionales, como “Telesur”. En Argentina, Venezuela y Brasil se aprobaron medidas y legislaciones cinematográficas, con unos mínimos de producción nacional que deben proyectarse en el país. Uruguay, Bolivia, Ecuador, Venezuela, Chile, Argentina y Paraguay reconocieron legalmente las radios comunitarias. Precisamente a las televisiones y radios populares se les reserva un tercio del espacio radioeléctrico en la legislación de Argentina, Uruguay y Ecuador. Los dos tercios restantes se los reparten las cadenas públicas y privadas. “Se trata de una de las iniciativas más audaces”, apunta Pascual Serrano.
Las corporaciones privadas hicieron causa común contra el ánimo “regulador” de los nuevos gobiernos. Por ejemplo, en marzo de 2014 los medios afiliados a los lobbies ANIDIARIOS (Colombia), Grupo de Diarios de las Américas (GDA) y Periódicos Asociados Latinoamericanos (PAL) reprodujeron durante una semana los contenidos de sus afines venezolanos. Se pretendía así que los lectores de América Latina “conozcan una versión independiente de lo que acontece en Venezuela”.
En este país desató las iras de los medios privados la Ley de Responsabilidad de Radio y Televisión (así como el decreto que la desarrollaba), que establecía restricciones a la publicidad, porcentajes para la producción nacional y de productores independientes o un mínimo, de tres horas diarias, para programas culturales y educativos. Pascual Serrano explica que estos criterios mínimos suponían “un sacrilegio en un sistema en el que las radios y las televisiones privadas llevaban décadas emitiendo basura sin ningún tipo de calidad ni regulación”. La batalla no tenía momento de tregua. Cuando expiró el plazo de la concesión a la cadena Radio Caracas Televisión (RCTV) en mayo de 2007, el gobierno chavista decidió no renovarla. La licencia pasó a la emisora pública TeVes, de carácter cultural. Pese a que RCTV podía seguir emitiendo por cable o satélite, el caso se interpretó –también a escala internacional- como una persecución a las cadenas opositoras.
En todos los países analizados en el libro se parte de realidades similares. Rafael Correa recordaba en 2007 que de las siete cadenas de televisión presentes en Ecuador, cinco estaban en manos de banqueros. Precisamente en noviembre de ese año vio la luz la televisión pública Ecuador TV, con el apoyo financiero de Venezuela. Tras un largo debate, en 2013 entró en vigor la Ley Orgánica de Comunicación en Ecuador, que sentaba precedente al marcar la incompatibilidad entre bancos y titularidad de los medios. A ello se agregan iniciativas de calado geopolítico, como acoger a Julian Assange o hacerle el ofrecimiento a Edward Snowden. La legislación ecuatoriana también establecía que los medios ecuatorianos (de carácter nacional) no pudieran quedar en manos de empresas y ciudadanos extranjeros.
Las corporaciones privadas calificaron estas novedades como “ley mordaza”. Se criticó sobre todo el artículo de la ley dedicado al “linchamiento mediático”, en el que se sancionaba –con la mera publicación de una disculpa pública- las informaciones difundidas con la idea de desprestigiar a una persona natural o jurídica. Idénticas acusaciones de “ley mordaza” fueron vertidas en Bolivia contra la Ley General de Telecomunicaciones (2011), por disponer un reparto más equitativo del espacio radioeléctrico. Frente a lo que ocurre en muchos países de Europa, las empresas adjudicatarias de licencias no pueden venderlas ni arrendarlas. La Ley de Lucha contra el Racismo y la Discriminación (2008) no se escapó a la embestida de la patronal boliviana, la Asociación Nacional de Prensa. Calificó la ley como un “frontal ataque a la libertad de expresión” al tiempo que defendía, un argumento recurrente, la autorregulación de los medios. La televisión pública boliviana fue, igual que en Argentina, desarmada por los ejecutivos neoliberales. Reapareció con el nombre de Bolivia TV. Además, Radio Patria Nueva emite programas informativos y culturales que llegan a las zonas rurales del país.
Tras un largo periodo de consultas, 50 modificaciones al texto inicial y el aval de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires, Cristina Fernández promovió en 2009 una nueva ley de radiotelevisión en Argentina, que sustituía a la promulgada por la dictadura y que el relator de Naciones Unidas, Frank La Rue, definió como “un paso importante en la lucha contra la concentración mediática”. Se reducía a diez el número de licencias que podía poseer un mismo grupo y de veinte años a diez los plazos de las concesiones. A favor, las asociaciones y sindicatos de periodistas, anota Pascual Serrano en el libro publicado por Foca. Contra la ley se posicionó de inmediato el grupo “Clarín”, que armó una batalla jurídica hasta el punto de lograr una suspensión cautelar en la aplicación de la ley. El 7 de diciembre de 2012 los medios que excedían los límites en emisoras de radio y canales de televisión (por cable o satélite) tenían que presentar un plan de desinversiones. Clarín tendría que renunciar a entre 150 y 200 medios de comunicación. Fue un hito. “Los medios comunitarios y alternativos latinoamericanos convirtieron el siete de diciembre de 2012 en una jornada global de apoyo a esta importante legislación”, abunda el autor de “Medios Democráticos”.
En abril de 2015 lograron autorización administrativa en Argentina 56 radios comunitarias (29 de ellas ya retransmitían) y un canal de televisión, con la fórmula de medio “público, no estatal”. Otro capítulo destacado en la pugna contra el yugo fue el proyecto de ley que impulsó Cristina Fernández para que la producción de pasta de celulosa y papel para periódicos se declarara de interés público. Se producía en un contexto de hostilidades permanentes con “Clarín” y “La Nación”. Pascual Serrano extiende el análisis de estas pautas de oligopolio, apuntes de un modelo “alternativo” y resistencia frontal de las corporaciones a Brasil, Uruguay, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Paraguay y Chile. El hecho de que el periodista hable de “medidas revolucionarias” no supone que eluda las “cuestiones pendientes”. Como que medios públicos latinoamericanos no envíen corresponsales a Libia, Siria o Ucrania, de manera que la información quede a expensas de las grandes agencias. O que los medios comunitarios no estén suficientemente profesionalizados. También la distinción, un punto artificial, entre periodistas y comunicadores comunitarios. A pesar de las observaciones, “se está construyendo el futuro de otro sistema de medios de comunicación posible”.
Por Enric Llopis / Rebelión