Parece aconsejable recordar que Occidente se halla entre los topónimos que hace tiempo han dejado de ser patrimonio exclusivo de la geografía y se emplean para designar no solo culturas, sino también, cuando no de preferencia, bloques económicos, políticos y hasta militares. El que da tema al presente artículo abarca el ámbito del capitalismo “desarrollado” y, como solía decir un amigo sabio, “subdesarrollante”: por lo que representa para la mayor parte de la humanidad.
Que ahora a ese Occidente se le añada el calificativo global, y no —como antes— cristiano, apunta al cruce de máscaras religiosas, visible en hechos como el genocidio que sufre el pueblo palestino. Capitaneado por los Estados Unidos, y con la OTAN como atalaya insignia, ese “Occidente global” comete los más numerosos y terribles crímenes en el mundo, y decreta parcelaciones a su antojo. Excluye de su ámbito a naciones que no lo complacen, aunque puedan compartir con él afinidades relevantes.
Propició el cruento conflicto ruso-ucraniano, y enseguida se lanzó a condenar a Rusia, lo que no ha hecho con los asesinos sionazis que lo representan como su brazo armado en el Medio Oriente y masacran a Palestina. Sería desmesurado afirmar que el “civilizado” Occidente global apoya al fascistoide y lacayuno régimen de Ucrania: se aprovecha de él como suministro de carne de cañón a su servicio.
Nadie medianamente sensato y justiciero le negará al capitalismo, y menos en su fase imperialista, dos cualidades: astucia y cinismo. Que las aplique burdamente es otra cosa. Tras el mencionado conflicto, la propaganda del gobierno de los Estados Unidos —y de sus obedientes seguidores— contra Rusia, se caracterizó por señalar a “los oligarcas” de esa nación como culpables o raíz de todos los males.
Tal arremetida puede haberse enfriado, a la fuerza más que por agotamiento: mantenerla invitaría a preguntarse cómo repudiar a Rusia por tener oligarcas, si estos, pese a la manipulación de conceptos como democracia, son la élite del capitalismo, como históricamente lo han sido de las sociedades basadas en la desigualdad. Platón, a quien vale suponer que nadie calificará de ignorante, ni de adelantado del marxismo, hace mucho más de dos milenios definió a la oligarquía como el gobierno de los más ricos.
Esa realidad se ha acentuado en la fase imperialista del capitalismo, signada por una creciente y avasalladora acumulación de riquezas. Con sus mutaciones, el imperialismo está siendo notablemente longevo, y puede perdurar quién sabe hasta cuándo: para él vale todo, particularmente en sus máscaras y estertores, Embestir contra Rusia en la figura de sus oligarcas habrá sido un acto cínico, pero no tonto.
Perseguía anotarse un doble impacto: de un lado, desautorizar a Rusia acusándola de ser antidemocrática al cobijar oligarcas, aunque esto sea un rasgo general del capitalismo, en el que su existencia ni se menciona, para que pase como natural; del otro lado, recordar que tales oligarcas no llegaron a Rusia por importación, ni del aire, sino al amparo de lo que se suponía que era la construcción del socialismo, que con ello se vería devaluado precisamente en su supuesta versión “canónica”, no periférica.
Al menoscabar a la vez la imagen de Rusia y la de la Unión Soviética, los infundios capitalistas alimentarían el desencanto de las masas, llamadas a encontrar en los ideales socialistas, lucha mediante, el camino hacia un sistema basado en la equidad. “Con la Iglesia, Sancho, hemos topado” conserva su vigencia, como tantas frases cervantinas, pero admite sustituir “Iglesia” por “el imperialismo y sus medios desinformativos”.
Ellos no tardaron en dejar de mencionar, o de hacerlo con énfasis, a los oligarcas rusos: seguir haciéndolo podía hacer pensar masivamente en los oligarcas que rigen desde la economía la política de los Estados Unidos y de todo el imperio occidental, y en sus distintos países se encargan de ser representados por administradores —“presidentes—, que cada cierto tiempo se eligen para asegurar la dilación del sistema. Con el eminente precursor que tienen en Platón, a quienes han llamado “oligarquía con elecciones” a la falsa democracia capitalista no cabrá tildarlos de comunistas sectarios.
Pero la probada inmoralidad del imperio y sus voceros no debe provocar que sus adversarios ignoren la efectividad de una astucia que cosecha aberraciones por todas partes. Basta citar la que ahora mismo “avanza” en Argentina, usurpando conceptos de la índole de libertad y libertario.
Urge conocer las realidades en que la propaganda capitalista halla o se fabrica asideros en su provecho. Las fuerzas revolucionarias no deben emular con ella en cinismo, pero sí —a base de la ética que está de su lado y le es ajena al capitalismo— en el poder del pensamiento como vía iluminadora. Y no solo para saber, que es tan importante, sino, sobre todo, para lo decisivo: actuar.
Los oligarcas que pueda haber o haya en Rusia no se formaron a base de eficiencia socialista, ni es de suponer que gracias a fondos reunidos con ahorros personales bien habidos. Piénsese en la presencia que allí mantuvieron —no solo ni principalmente por cuestión de voluntades ni de intenciones, sino de realidad objetiva, y acaso inevitable— las “armas melladas del capitalismo”. Así las llamó alguien que fue un revolucionario cabal, no un iluso dogmático.
Observadores, analistas y sentido común apuntan a que el principal caldo de cultivo para el abandono en Rusia del marxismo, y de la herencia de Lenin y el partido que condujeron a la victoria revolucionaria de 1917, lo aportaron el distanciamiento del pueblo, y la corrupción y las complicidades que la hicieron posible. La concentración, en personas inescrupulosas, de recursos económicos, políticos, sociales y militares, dio lugar a la oligarquía, cima de una nueva clase, tan peligrosa en sí misma como por el afán de encubrir su existencia y su desarrollo: su fuerza. Cuando el dinosaurio desapareció, ya ella estaba allí.
En semejante contexto sería más expedito el camino de esas personas (o grupos) hacia el enriquecimiento, calzado por la autoridad (poder) que les facilitaba sobreponer sus intereses a los ideales de equidad social y colectivismo justiciero. En ese camino operó el ocultamiento proporcionado por la complicidad de quienes debían denunciarlo y no lo hacían por temor a represalias, o porque, en el fondo, tenían la esperanza de hallar vericuetos para su propio enriquecimiento personal.
Otras mediaciones para la complicidad podían hallarse no solo en los casos en que el enriquecimiento ilícito —e inmoral— no lo alcanzaban personas directamente vinculadas con el ejercicio del poder, y hasta vale estimar que investidas de méritos para hacerlo. También ocurriría en otros miembros del entorno familiar de aquellas.
En semejante urdimbre los beneficiaba el nepotismo con que desde las prerrogativas del mando buscaban asegurar el privilegio individual y familiar —blindaje ante el posible y consumado, y hasta buscado, cambio de sistema— quienes tenían la responsabilidad política y administrativa, y moral, de oponerse a tales deformaciones. ¿Será que ni siquiera sospechaban lo que se urdía? Sabían demasiado para eso.
Desprevención y connivencia se coligaron contra el sistema que debía edificarse, y que necesitaba logros económicos y administrativos de los que se vio privado por factores objetivos y subjetivos, enlazados especialmente estos últimos con la misma corrupción y con la falta de la conciencia reclamada por la propiedad social. En el respeto a ella estaba, para Lenin, el núcleo de la moral socialista.
Más allá de las proporciones y los matices de tal combinación, el funcionamiento que se montó sobre ella sería mortífero para las aspiraciones de construir el socialismo. Se trata de un modelo que no se ha edificado plenamente en ninguna parte del mundo, y puede carecer de la experiencia atesorada durante siglos por el régimen capitalista.
Con ese régimen y sus secuelas, Sancho, topamos por todas partes y a todas horas en un mundo tan urgido de trasformación como en peligro de destruirse. Las fuerzas revolucionarias, y quienes de veras deseen representarlas y defenderlas, deben tener la disposición de aprender, y una clara brújula ética para asumir la actitud necesaria si de alcanzar la justicia social se trata.
Frente a las oportunistas acusaciones del imperio contra los oligarcas rusos vienen a la memoria precauciones de fondo que se percibían en Fidel Castro, a la altura de su sabiduría y de sus sueños, ante la emergencia en Cuba de formas de propiedad o administración que incluían elementos de capitalismo. Aun sin la proliferación que hoy se aprecia de formas de propiedad privada, urgía procurar que integrantes de familias jerárquicamente llamadas del primer nivel no formaran parte de estructuras administrativas denominadas mixtas.
Ese término le recuerda al articulista las armas de fuego con que jugaba en su infancia: pistolas y revólveres que funcionaban con unas cintas llamadas de mixto, porque contenían puntos de mixtura química que, golpeados por el percutor del arma, actuaban como pólvora que producía el disparo, una explosión —sonora y “de mentirita”— que era fiesta para quienes jugaban con ellas. Pero las explosiones que pueden venir de la corrupción son de verdad y tienen poder letal. Como bombas, aunque sean de tiempo.
Foto de portada: U.S. Air Force photo/Jason Minto