Llega un aniversario más de la fundación de La Habana. Toca celebrarlo, como cada 16 de noviembre, aunque la ceiba de El Templete aun no esté robustecida como debiera, a pesar de las lomas de deshechos que pululan por cada esquina, y olvidando por un instante el deterioro de nuestras calles que obliga a caminar mirando al suelo, como si estuviéramos en penitencia.
La dama que arriba a su quinientos cuatro cumpleaños, muestra su característica fundamental, que es la tenacidad, ante lo cual hacemos reverencias. La Habana, con sus parques tomados por el asalto de vendedores de todo tipo, tercamente sigue bella, porque no se deja vencer, porque sabe que cada mañana sus arterias estarán despojadas del intento por convertir cada plaza en un comercio, y se empeña en continuar siendo la mujer elegante que nació a la sombra de un árbol.
Cobijada por el amor de los isleños que somos, la ciudad, con una terquedad admirable, tolera que se construyan hoteles que algún día, con suerte, les darán cierto alivio a sus infinitas necesidades, aunque en lo inmediato resulten agresivamente insultantes.
La Habana se mantiene erguida, compartiendo su dignidad entre las nuevas moles que surgen, y las edificaciones cuarteadas, brutalmente en estropicio, entre deshechos y flores, entre lo sucio, lo malo y lo feo, que sin embargo, no logra opacar ni el beneplácito del mar, ni el consuelo que ofrecen las arboledas que la habitan, ni el fabuloso eclecticismo de su arquitectura indefinible.
Lo que un estudioso llamó “la habanidad esencial” se conserva intacta, tenaz, inmutable. Caminar por La Habana es como viajar en el tiempo, es entrar y salir de un campo de batalla, es penetrar en una dimensión que por momentos nos parece nueva, y al cabo, resulta harto conocida.
Porque no existe una Habana, sino muchas, no un espacio único sino variopinto, no es algo que pueda señalarse con un dedo y decir “esta es”, sino un mapa intrincado y vasto, disímil, complejo, a punto de caer o al borde de estar naciendo.
Un torbellino que no cesa, y que sin embargo tiene raíces profundas, una mezcla rara de pintura nueva con óxido ancestral, un lugar decadente pero empecinado en subsistir: todo eso define el carácter de esta ciudad bañada por el misterioso mar que la contempla, aliviándole penas, sinsabores y miedos.
Todo lo que debemos al señor Eusebio Leal lo comprobamos al pasear por el casco antiguo, esa dignificación espléndida que es La Habana Vieja, eternamente antigua, descomunalmente bella, definitivamente inimitable.
Nada se le parece, nada la opaca, no existe forma de suplantar el placer de recorrer las plazas, penetrar los pórticos, sentarse en sus parques decimonónicos, refugiarse del sol bajo la fronda de su vegetación. Todo eso es posible en la parte más añosa de la ciudad que tanto amamos.
El Vedado, por su parte, en franco desdén por las zonas modernas adonde se mudaron los nuevos ricos de antaño, constituye otra demostración de la tenacidad habanera, sin que haya recibido ni de lejos algún empeño por ser reparado. Es un barrio protegido por la naturaleza, maltratado en sus construcciones bicentenarias, aunque erguido, señorial, majestuoso como su madre, La Habana.
Recorriendo estos extremos, la ciudad vieja y El Vedado, se respira el tono inmutable de la ciudad, a quien poco parece importarle la invasión de fenicios en sus parques, el estado medieval de su higiene, la procastinación de sus habitantes, que deja para un mañana que nunca llega, la imprescindible ayuda que necesita.
Somos culpables, responsables todos de ambas cuestiones: del abandono y del amor, de la inercia y de la admiración, de la suciedad y de aferrarnos a no poder vivir en otro sitio.
La Habana, como si fuera una diosa que nos contempla desde su trono celestial, está de cumpleaños, y aunque nos inclinamos para festejar su onomástico, desde lo más profundo de nuestra alma citadina, lo que realmente necesitamos es pedirle perdón.
Tomado de La Jiribilla