Desafiando la precisión de los teléfonos móviles de los visitantes, el viejo reloj de sol de 155 años marcaba allá afuera las tres de la tarde cuando, luego de visitar el museo, merodeábamos frente a la casona de Angélica Sardá Pérez en la finca El Abra, en «la Isla de la Isla grande de Cuba» —la de La Juventud— y la anciana accedió a atendernos y conversar sobre el acogido especial de sus abuelos José María y María Trinidad, en 1870: el joven Pepe Martí.
«Dicen que él salía poco de aquí. Nada más que iba a Gerona a buscar la correspondencia y ya regresaba y no volvía a salir. Siempre estaba escribiendo y era de muy poco hablar. Se comunicaba con la esposa de Sardá, con María Trinidad.
«No, no conocí a mi abuelo. Mi papá (José) Elías era el hijo más chiquito de la familia y no llegó a conocer a Martí. Tampoco conocí a mi abuela María Trinidad. Nosotros nada más conocimos a unas sobrinas de mi papá que murieron en La Habana y a una hermana que era mayor que él.
«A Martí lo vieron los hermanos mayores de papá. ¡Esos sí lo conocieron! Cuando yo nací, en 1934, mi abuelo había fallecido mucho antes».
En efecto, el catalán José María Sardá y Gironella murió con 65 años, pasadas las tres de la tarde del 6 de mayo de 1889, a consecuencia de hipertrofia del corazón, en esa misma casona que teníamos enfrente. Con su deceso, todos los bienes pasaron a la viuda, María Trinidad Valdés, la cubana que, casi 20 años antes, había ayudado tanto a José Martí.
Con el tiempo, la familia multiplicó sus caminos: «El único que se quedó —afirma Angélica— fue mi papá. Dos de sus hermanos fallecieron aquí de tuberculosis, jovencitos. Y la vieja, Doña Trina, murió en La Habana. Su hija más chiquita se había mudado para allá y se la llevó. El único que se quedó, peleando a sangre y fuego por la finca, fue mi papá. Incluso la habían hipotecado y él nunca aceptó un centavo. Vivía enamorado de su tierra. Siempre decía: “¡Lo mío lo quiero en la finca!”.
«En los tiempos de Martí estas lomas tenían café», recuerda y señala a un punto del paisaje la anciana de 88 años antes de mencionar a sus dos hermanas que aún viven en la Isla: Ana Luisa, de 90, allí con ella, en la casa-tronco de los Sardá Valdés, y Felicia, que con 94 vive en La Fe.
«Tengo dos hijos: conmigo está Raúl (Díaz Sardá), el más chiquito, y Enrique vive en el reparto Abel Santamaría, en Gerona», cuenta serena.
El muchacho que amansó el grillete
En El Abra, todos comienzan la historia de la misma manera: «Martí llegó a la finca el 13 de octubre de 1870». No es para menos. Lo ubicaron en la primera habitación de la planta baja, la que quedaba bajo el granero. El cuarto tenía, y conserva, una ventana que asoma a un panorama reparador; uno la ve y no se resiste a creer los rumores de que aquel adolescente lleno de dolor y luz miraba, desde ella, hacia horizontes tendidos más allá de la naturaleza.
Angélica insiste en contar lo que le contaban: «Era muy callado y siempre estaba escribiendo. Iba a Gerona a buscar correspondencia». En fin, todo letras el muchacho.
De los ocho que tuvieron, cinco hijos de José María y María Trinidad conocieron a Martí: Rosa, Juan, Catalina, José Regino y Domingo. Nacieron después —y se perdieron, por tanto, la visión directa del genio— Carmela, José Elías y Conchita.
El joven no iba de vacaciones ni en bucólica gira en busca de inspiración para su ya probada capacidad de escritura: reo todavía, llegaba marcado por el látigo y el odio del presidio colonial, nublada la vista de tanto blanco —la cal de las canteras de San Lázaro, en La Habana— y la piel hecha un mapa de llagas. Aunque los presos reubicados no escaseaban en la zona, debió impresionar la juventud del que una tarde bajaba de la calesa de los Sardá, custodiado y todavía atrapado en el grillete.
Toda siembra comienza en la patria
Se hala la punta del ovillo de hechos y se entiende mejor el origen de su arribo: el 4 de octubre de 1869, en un registro en la casa de la familia Valdés Domínguez, en La Habana, tras la presunta ofensa de sus jóvenes moradores a España, es encontrada una carta, suscrita por Martí, al cadete Carlos de Castro y de Castro, antiguo compañero al que califica de apóstata por unirse a las fuerzas de la metrópoli. El emplazamiento es claro y hermoso: «… no puede faltar a su patria ni a sus deberes como cubano un discípulo de Rafael María de Mendive». Por esa causa, el día 21, Martí es internado en la Cárcel Nacional, acusado de infidencia.
Al cabo, lo condenan a seis años de trabajo forzado y el 4 de abril de 1870 lo trasladan al Presidio y lo ubican en la Primera Brigada de Blancos. Un día después lo rapan, le dan ropa de presidiario y le colocan en el tobillo derecho, unido a una cadena en la cintura, el grillete que tanto daño le haría.
El joven fue destinado a la cantera de San Lázaro, en la sección La Criolla, donde trabajaría y sería maltratado por 12 horas diarias. José María Sardá era arrendatario de esas canteras.
A inicios de agosto de 1870, mientras Leonor Pérez escribe al Gobernador Superior Civil clamando indulgencia para su hijo, menor de edad, Mariano pide a Sardá, quien era amigo del Capitán General, que interceda ante este para reducir el rigor en la pena del joven.
Del 28 agosto de 1870 es la dedicatoria a Leonor en una fotografía que no cesa de conmover: «Mírame, madre, y por tu amor no llores: / Si esclavo de mi edad y mis doctrinas, / Tu mártir corazón llené de espinas, / Piensa que nacen entre espinas flores».
Junto con su deterioro, avanzan las gestiones de sus padres: ese mismo agosto lo ubican en la cigarrería del penal y luego en La Cabaña. El 5 de septiembre, el Capitán General le conmuta la pena por la de ser relegado a Isla de Pinos. A fines de ese mes pasa por la cárcel de la capital y el Presidio Departamental de la Cárcel Nacional y el 13 de octubre llega a la Isla de Pinos, en condición de deportado, bajo la garantía personal de Sardá, quien lo lleva a su propia finca.
Vendría entonces el alivio pinero del joven. El 6 de diciembre de ese mismo año de 1870, Leonor ruega en misiva al Capitán General que su hijo sea trasladado a España, donde podría continuar estudios, permiso que le conceden el día 12, así que el 18 de diciembre Pepe Martí sale de Nueva Gerona hacia La Habana y el 21 recibe pasaporte para el viaje a la península. Antes del cierre de mes visita en presidio a antiguos compañeros y, finalmente, el 15 de enero de 1871, en el vapor Guipúzcoa, parte rumbo a España.
Seguramente llevaba en su alma, en mezcla dispar, horror de canteras, dolor de familia, remanso pinero, amor de patria… Horas antes de zarpar, escribió en una carta a su maestro Rafael María de Mendive: «Mucho he sufrido, pero tengo la convicción de que he sabido sufrir. Y si he tenido fuerzas para tanto y si me siento con fuerzas para ser verdaderamente hombre, solo a Vd. lo debo y de Vd. es cuanto bueno y cariñoso tengo».
Apenas dos meses después, ya en España, aludiendo al dolor, plasmaría en su artículo «Castillo», en La Soberanía Nacional, de Cádiz: «Gracias para los que arrancaron de mi frente la corona de la inocencia, colgando de mis hombros la túnica del firme, del enérgico, del fuerte varón».
Como un faro de isla a isla
Tanto como hizo con él el hierro en su cuerpo, José Martí marcaba de lumbre, desde temprana infancia, los sitios por donde pasaba. El Abra no sería lo mismo después de su estancia. En la herrería de la finca le retiraron el grillete que, en cambio, nunca abandonó del todo la piel de su tobillo derecho.
Pepe Martí conservó, como recuerdo, sus nudos de hierro. Dicen que, mientras andaba por la vivienda, llevaba los trozos en los bolsillos del pantalón, y que dormía con ellos bajo la almohada. Con uno de los eslabones de la cadena que trepaba a su cintura Doña Leonor le mandaría a hacer al orfebre Agustín de Zéndegui, en 1887, el anillo con la patria grabada (CUBA) que acompañó desde entonces a su hijo y desapareció con su caída en el remolino histórico de Dos Ríos pespunteando con tres balas al héroe con la leyenda.
En 65 días en El Abra, el paisaje, la ausencia del látigo, el cuerpo ligero, la distancia entre sus ojos y la cal —que también abundaba en la finca— y, sobre todo, el terapéutico trato de María Trinidad repararían sustancialmente el estado de cuerpo y alma del joven Martí, aunque sus textos, sus actos, sus marcas físicas y su vida demostrarían que el impacto del presidio nunca desapareció del todo.
Allí, el jovencito leyó la Biblia y se dice que, también, a Víctor Hugo. Parecía un huésped, no un prisionero, así que buscó varias maneras de agradecer: charlaba —que en él siempre significaba disertar—, ayudaba al catalán en gestiones y asuntos de papeles y llegó a alfabetizar a sus hijos. Es lícito imaginar el delicado respeto con que premiaba los cuidados de «Doña Trina».
Como todo deportado en la villa, Martí tenía que presentarse cada domingo en la plaza local para el pase de lista de las autoridades penales, pero en la Isla, como dicen todavía con orgullo no solo los descendientes de José María Sardá, sino el resto de los pineros, se salvó la vida de quien luego sería Apóstol y político, poeta y organizador, general y soldado de la independencia de Cuba.
La «masía» distante de Cataluña
El museo y la casa de Angélica Sardá Pérez —antes hogar de su padre y sus abuelos y siempre inmueble principal del conjunto— se ubican a casi dos kilómetros de la ciudad de Nueva Gerona. Era el centro neurálgico de la finca de 12 caballerías que en octubre 1868, cuando desde el oriental ingenio Demajagua estallaba la Guerra de Independencia, José María Sardá compró en Isla de Pinos por 24 000 escudos de plata.
A las buenas condiciones naturales y la posición privilegiada de la propiedad se unieron el ingenio innato y la capacitación técnica de Sardá, quien no tardó en crear un sistema de alcantarillas y acueductos que, por gravedad, llevaba el agua del cercano manantial a los predios de la familia.
Fomentó el maíz, el algodón, el arroz y un poco de tabaco y café, pero su baza de triunfo eran las generosas canteras de mármol, el horno de cal y las fábricas de almidón, ladrillos y tejas. Aunque el caso del joven Martí —rogado por un paisano, llevado a convivir con la familia y apreciado por lo que mostraba en conocimiento y virtud— era excepcional, en el entorno de la finca había decenas de esclavos y una buena cantidad de presos políticos y deportados.
Sea cierto o no que el catalán compró el terreno para aliviar con su clima la salud de un hijo asmático, lo que no admite dudas es que los negocios vigorizaron su economía. Al cabo, por esos accidentes de los contactos humanos, aquel ambiente fue clave en el alivio espiritual y físico de un hijo ajeno que, a su vez, se convirtió en padre de todo un pueblo.
Sardá la nombró El Abra, unos dicen que por su posición geográfica, en medio de una abertura entre dos elevaciones de la sierra de Las Casas, mientras otros sostienen que con el nombre el dueño quería evocar la palabra catalana arbre, que en esa lengua significa árbol. En cualquier caso, los árboles abundaban en aquella abertura.
El sagaz inmigrante levantó la casa en tres cuerpos arquitectónicos —una cocina comedor en el centro y, en ambos lados, dos bloques de habitaciones— que recordaban la estructura de las «masías», grandes haciendas catalanas. La familia se mudó a ella en 1869, cuando al otro lado del mar la isla grande del archipiélago echaba chispas por independizarse de España.
Algunas secciones tenían dos tipos de cubierta: una de vigas de madera con tejas y una segunda de guano. La casona incluía cochera y un granero de provisiones para tiempos de escasez que quedaba justamente encima del cuarto que ocuparía el joven Martí.
Un boceto de Sardá
José María Sardá y Gironella era miembro del cuerpo de ingenieros del Ejército español y arrendatario de la cantera La Criolla, donde trabajaban los presos políticos. Allí vio por primera vez a José Martí.
El catalán, hombre influyente que ostentaba la Orden de Caballero de Rosas, era maestro de obras graduado en 1865 en la Escuela Profesional de La Habana y tenía negocios en el área de la construcción. Entre sus contratos con el gobierno colonial se contaron trabajos en la Plaza del Polvorín, la Plaza Vieja y la cerca de la Quinta de los Molinos.
Mariano Martí, que entre sus múltiples trabajos había sido inspector de buques en el puerto de Batabanó, conoció en esa rada a Sardá, así que se animó a pedirle ayuda para su hijo preso. Por el tiempo en que atendió y satisfizo los ruegos en favor del joven, Sardá contaba 46 años.
Doña Trina la buena cubana
María de la Trinidad Basilia Josefa Valdés Amador, «Doña Trina» en la casona, era cubana y mestiza. Si bien su esposo —peninsular y claro beneficiario del sistema penal en la colonia— tuvo un gesto extraordinario al conseguir, sin interés conocido, que Pepe Martí fuera sacado del infierno de las canteras habaneras, dicha acción sería, más que completada, engrandecida por los amorosos cuidados de la mujer, que se dice llegó hasta a llevar la comida a la cama del convaleciente desconocido.
La señora de la casa colocó fomentos en aquellos ojos dañados que tanto habrían de ver, curó las llagas y aplicó remedios a la maltrecha pierna derecha del que más mundo andaría para levantar la patria. Ella estimuló en el joven un agradecimiento profundo que se tradujo en un regalo enviado por él desde el exilio que siguió a la estancia en Isla de Pinos: el singular crucifijo de ébano y bronce, con una carta y una foto inundada de su cariño: «Trina, solo siento haberla conocido a usted, por la tristeza de tener que separarme tan pronto».
La cubana que, literalmente, arropó a José Martí en Isla de Pinos murió en La Habana, el primero de octubre de 1919, con 84 años, así que tuvo una vida larga para entender el servicio que, desde su casa y su corazón, había dado a la patria. Uno tiene derecho a preguntarse cómo «leería» su alma la noticia de la tragedia de Dos Ríos.
Tras el deceso de Doña Trina, su albacea testamentario le entregó sus bienes a los hijos, acto por el que la finca El Abra, gravada por una hipoteca, fue entregada en heredad a José Elías Sardá Valdés, el menor de los varones, quien se encargó del rescate pleno de la propiedad y de gestionar la fundación del museo.
En 1926, los restos de la benefactora de Martí fueron exhumados del Cementerio de Colón y trasladados al panteón familiar de Isla de Pinos.
¿Ciclones, gobiernos…? ¡Pueblo!
Si algunos gobiernos no respetan los azotes de la Historia, ¿qué esperar de los (otros) huracanes? A su paso por Isla de Pinos, el ciclón de octubre de 1926 destruyó la casa de El Abra y el dictador Gerardo Machado —que seis años más tarde tampoco se inmutaría demasiado ante el ras de mar de Santa Cruz del Sur, cuyos más de 3000 muertos certifican todavía la tragedia natural más grande de la nación cubana— dispuso una ayuda de poca monta, y poco monto, que no llegó a la propiedad pinera donde una vez se recuperara José Martí.
Fue el jurista y revolucionario Waldo Medina Méndez, después de su llegada a Isla de Pinos en 1941 y de ser nombrado juez municipal, quien encabezó con José Elías Sardá Valdés la promoción de una campaña por la restauración del sitio.
Ambos crearon en enero de 1943, en la Sociedad Popular Pinera, un Comité dirigido a aunar esfuerzos y sumar el dinero requerido para las obras. Si se pudo acometer la reconstrucción fue porque muchos ciudadanos hicieron suya la causa.
Finalmente, el museo abrió sus puertas el 28 de enero de 1944, con una colección donada por los descendientes de la familia Sardá: la cama, el armario, una lamparita de aceite, un pilón de madera y una cerradura con su llave, a lo que se unió dos cuadros al óleo de Martí y Sardá pintados por Enrique Caravia y Domingo Ravenet, encargados a estos por su amigo Emilio Roig de Leuchsenring, historiador de La Habana y otro de los que hizo mucho por rescatar el sitio y su magia.
Un año después, la familia entregó, bajo acta notarial, la sábana de la cama, los libros de Historia Sagrada sobre el Antiguo y Nuevo Testamentos de la Biblia que llevan en sus márgenes la firma de José María Sardá, y el crucifijo que Martí obsequió a Doña Trina.
Tocando arrugas de siglos
La providencia sabe lo que hace: ni el ciclón de 1926 ni la indolencia de Gerardo Machado pudieron llevarse la cerámica del piso del cuarto ocupado por Martí, que sigue en El Abra, guardando para otros siglos los venerados pasos de aquel adolescente. Lo primero que salvó José Elías Sardá fue esa habitación que es, para el martiano verdadero, sagrada como altar de templo.
La joven técnica de museo Eliet Suárez Domínguez guía la visita. En una vitrina, la réplica del grillete que llevara Martí en las canteras de San Lázaro sugiere los horrores de su andadura. Son auténticos una pesa para los negocios de la familia y el libro La mujer, del médico cirujano español Francisco Alonso y Rubio, que había sido regalado a Martí por Fermín Valdés Domínguez el 19 marzo de 1868, antes del proceso que lo llevó a prisión.
También son originales, en la cocina, los molinos de piedra y hierro, los hornos, con el sello del dueño, y dos cazuelas. Se sale al patio y se aprecia, rumbo al aljibe aun activo, algún que otro tramo de las tuberías colocadas por José María Sardá. Esa red sigue proporcionando a sus descendientes la misma agua que en el sigo XIX sació la sed de Martí.
Por si fuera poco, frente a la casa, el reloj encargado a España por el tronco de los Sardá en 1868 sigue en funciones con terca exactitud —sin arena, cuerda, péndulo, baterías u otros artificios—, recordando que, mientras el mundo se inunda de tecnología, él no ha dejado de marcar, de cara al sol, las más de 1 millón 338 mil horas transcurridas desde que aquel joven tomara de vuelta la calesa familiar, rumbo a la Historia.
Semejantes valores han sido apreciados en El Abra por miles de cubanos y extranjeros, entre quienes se cuentan Fidel y Raúl Castro, el Che Guevara, Camilo Cienfuegos y Alicia Alonso.
Semillero de Sardá
La finca palpita aún. Con el museo —Monumento Nacional y preciado un bien patrimonial del país— y la casona como centro, custodiada por la ceiba traída muy pequeña por descendientes de los tabaqueros cubanos del exilio en La Florida y que hoy, inmensa, parece apretarlo todo con su abrazo de raíces, los Sardá cubanos se han multiplicado. Tal pareciera que han regado sus semillas, porque suman 17 viviendas en el entorno pinero.
Angélica misma vivió siete años en Nueva Gerona y luego regresó para El Abra, compelida por sus hijos y por sus hondos recuerdos. Muy lúcida e informada, la anciana inspira el respeto de los seres de otro tiempo, así que, más que entrevistarla, el contacto con ella fue un dejarle decir y estar atentos hasta a sus anchos paréntesis.
Por propia voluntad, se anima a mostrar la vivienda y a explicar cómo era antes, en estructura y usos. La nieta del viejo Sardá comenta qué había en cada habitación: «Yo me imagino —dice— que Martí venía a la casa, porque Doña Trina era quien lo atendía. La casa siempre fue de tejas, pero no era esta teja, sino una española. Esa habitación —señala— era el comedor; en esta otra hay una puerta, pero lo que tenía antes era una reja de hierro muy bonita. Y el portal era cerrado.
«En este lado lo que había eran tres habitaciones, pero grandes, no estaban divididas, como ahora. La puerta era alta, como la de entrada, pero se unía con esto aquí…», repasa ella, aunque sus interlocutores no puedan entender del todo los planos que ella restaura velozmente en su cabeza.
Mientras Angélica guía a la visita como si rozara con el índice un álbum de fotos familiares, pasa de largo —como un relámpago— su hermana Ana Luisa, quien, al parecer, con la memoria nublada, anda en la casa su propio recorrido por pasillos que solo ella conoce, recuerda o se inventa. Es un hálito de la historia, se piensa al verla como cuando se percibe el paseo de un ángel.
Ya en el patio, la anfitriona señala la cercana colina de mármol de la familia, de la cual fue extraído —apunta orgullosa— el que se usó para vestir el majestuoso Martí de la Plaza de la Revolución, en La Habana.
Todavía los Sardá tienen tierras y animales. «Los jóvenes siembran maíz, viandas y esas cosas. Ahora la finca no está tan productiva como años atrás; necesita abono, regadíos… todo eso que no hay en estos tiempos. Hasta el manantial que nos abastece a veces tiene días en que no lleva el agua a la casa», lamenta.
«No, nunca mantuvimos relación con la familia en España, por lo menos después de que yo nací», susurra Angélica y hace otra pausa, densa como la canícula de la Isla en esa tarde.
Los visitantes le agradecen, se disculpan por tanta pregunta, sin cita previa, y la anciana responde que no, que está dispuesta a ayudar en lo que pueda, pero igual se sumerge en un laconismo que parece mensurar todo el peso del tiempo.
¿Cuánto representa para ella el añoso pasaje penitenciario de 65 días que enlaza a los suyos con el cubano más íntimo y universal? «¡Todo! Siempre tratamos de mantenerlo, de vivir de los recuerdos», contesta entre pausas que remedan eslabones de vieja cadena.
A seguidas, Angélica Sardá Pérez se acomoda en la calesa del silencio y parte a pensar, serena frente al milagro, igual que probablemente hicieron sus abuelos y algunos tíos el 18 de diciembre de 1870 cuando vieron partir de allí, en vehículo parecido, al joven antes marchito que reverdeció con los cuidados de la familia como el arbre más tierno, más alto y más recio que haya visto alguna vez toda la Isla de Pinos.
Imagen de portada: Vista general del conjunto. Foto/ Gerardo Mayet Cruz/Cubaperiodistas