Regreso a las novelas de Abilio Estévez (cinco hasta el momento) con la sospecha de que se trata de un cuerpo narrativo dominado por los espacios. Bastarían palabras centrales de sus títulos para confirmarlo: reino, palacios, archipiélagos. La acción y el destino de sus personajes, en especial de sus narradores, estará determinado por esos ámbitos en que han vivido, o por aquellos que encontrarán, incluso de manera casual, en algún instante de sus existencias. La relación que se establece con ellos, siguiendo a Gaston Bachelard, es de topofilia, es decir, quienes cuentan estos relatos:
Aspiran a determinar el valor humano de los espacios de posesión, de los espacios defendidos contra fuerzas adversas, de los espacios amados. Por razones frecuentemente muy diversas y con las diferencias que comprenden los matices poéticos, son espacios ensalzados. A su valor de protección que puede ser positivo, se adhieren también valores imaginados, y dichos valores son muy pronto valores dominantes. (Bachelard, La poética del espacio, 28)
Al menos en tres de esas obras, la zona de La Habana donde suceden los acontecimientos principales es la misma, con ligeras variantes, y se ubica al oeste, en “un poblado, Marianao, entre dos ríos, en el que había un cuartel general con nombre de ciudad de Carolina del Sur […]” (Tuyo 25). Como es previsible, se trata del ámbito amniótico de Abilio, el sitio donde vivió la infancia, la adolescencia y gran parte de su juventud.
Las novelas, sin embargo, suelen desbordarse, explorar más allá de esos límites. Hay siempre una obsesión por la ciudad, por esta ciudad, ensalzada o, con más frecuencia, detestada, aceptada, en última instancia, como inevitable para quienes nacieron en ella y aún la habitan.
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El tiempo de la fábula está bien delimitado: son los meses finales de 1958. En cambio, una y otra vez el narrador da las espaldas a la temporalidad. La Isla está enclavada en un archipiélago donde el tiempo y, con él, la Historia, transcurre en una sucesión a la que llamaré “normal”, pero quienes viven allí están ajenos a esa cronología. Así como los espacios son cruciales, el tiempo es subestimado, acaso despreciado, con lo cual adquiere una importancia distinta, y con lo que se insiste en el carácter imaginario en que suceden esas vidas. “¿Qué importa la fecha?”, se pregunta el profesor Kingston en una conversación en que se trata de rescatar el momento en que fue levantado el primer edificio de ese lugar, y luego “aclara, socarrón, que la Isla es como Dios, eterna e inmutable” (Tuyo 19). Más adelante, bajo un torrencial aguacero, de noche, la señorita Berta “no sabe la hora ni tiene demasiada importancia (en este libro la hora nunca tiene demasiada importancia)”, confiesa el narrador (Tuyo 93).
Ese desprecio por el paso del tiempo se va ampliando, y páginas más tarde envuelve no solo este espacio específico de la Isla sino el conjunto del país: “(las islas no son países sino barcos varados para siempre –y el tiempo, ay, no pasa en los barcos varados para siempre)” (Tuyo 154), y también es el recurso con el que se desnuda, de nuevo, el carácter ficcional de los sucesos que se están relatando: “Una de las virtudes de la literatura es quizás que con ella se pueda abolir el tiempo o, mejor, darle otro sentido, confundir los tres tiempos conocidos en un cuarto que los abarque a todos y provoque lo que podría llamarse la simultaneidad” (Tuyo 220).
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Dice Bachelard: “La inmensidad está en nosotros. Está adherida a una especie de expansión de ser que la vida reprime, que la prudencia detiene, pero que continúa en la soledad. En cuanto estamos inmóviles, estamos en otra parte; soñamos en un mundo inmenso. La inmensidad es el movimiento del hombre inmóvil.” (Bachelard 221). En el párrafo final de la novela, Sebastián admite que en el presente desde el que escribe no tiene “valor material”. Pasea por su cuarto, se asoma a la calle “donde la vida resulta una alucinación” y cuando sale a la calle, nadie repara en él. Para existir, para ser, tiene que crear esos universos, ingresar en su inmensidad y apropiarse de ella: “Para sentir que vivo, regreso a la escritura”, y al hacerlo, vuelve a estar en lo que fue la Isla, en ese pasado donde tuvo un espacio de protección que ahora solo está en él, quien a los efectos de la novela, ocupa “el lugar de Dios” (Tuyo 345 y 346). La realidad, su realidad ya perdida, ha quedado atrapada en aquel reino que es, a fin de cuentas, el de su memoria.
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En las novelas de Abilio Estévez que suceden en Cuba siempre hay lluvias, refrescantes o devastadoras; en El navegante dormido los aguaceros dominan su trama. Los personajes viven varios días bajo la amenaza de un ciclón, y es eso lo que marca el destino absurdo de uno de ellos. Es ese el conflicto dominante: el joven Jafet ha tomado un viejo bote y, desafiando el mar embravecido y los vientos crecientes, sale a navegar, suponemos que rumbo a los Estados Unidos, como tantos otros jóvenes, y ya no volverá a saberse de él.
Como en Tuyo es el reino, la comunidad que habita en esa casa está bendecida por una extraña armonía que pocas veces se quiebra. Con la familia Godínez como centro, no parece haber relaciones de dominación o de subordinación. Habrá, como es natural, discrepancias entre algunos de ellos, secretos que se ocultan unos a otros, la mayoría por actitudes o acciones motivadas por el deseo o por las tentaciones y, en un solo caso, por desavenencias políticas. Pero están salvados, al menos en lo aparente, de esas perversidades del poder que suelen determinar las filias, las fobias, las fidelidades y traiciones dentro de un universo, aún más si, como este, permanece cerrado a casi todas las influencias exteriores.
Estamos, una vez más, en un espacio de protección, mítico de otra manera. La Historia y sus efectos están presentes, sobre todo cuando se narra el origen de algunos personajes o se anticipa lo que será su vida futura.
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El que siguen los narradores de tres, quizás cuatro de esas novelas, ¿no es el recorrido vital a que estamos destinados todos los seres humanos, de una forma u otra? Primero, la permanencia más o menos idílica o placentera (para usar una palabra más significativa) en un espacio mínimo, donde, aún con una pobre conciencia de lo que nos esperará más allá, comenzamos a existir, nos creemos protegidos, a salvo de las inclemencias del exterior (sean ciclones o tormentas políticas), núcleo al que siempre quedaremos espiritualmente atados, no importa cuán lejos estemos de él, y luego la inevitable salida a eso otro, siempre ajeno, amable u hostil, donde transitaremos hacia un futuro incierto, en constante fuga, hasta el instante de fundirnos con la eternidad: con esos cielos sucesivos en los que se superponen pasado, presente y futuro, porque allí, definitivamente, ya el tiempo carece de importancia.
Estos narradores se instalan en el espacio ficcional de la literatura, viven en ella, por ella y para ella, porque ese es su refugio, el sitio donde, a la vez que están protegidos, pueden dialogar con lo infinito, con aquello que se expande más allá de nuestras vidas: con esos otros espacios, con esos otros tiempos que podemos imaginar, soñar, construir, pero en los que ya, definitivamente, no estaremos. Más que contra la muerte, estas novelas lidian con ella desde ese único espacio desde el que lo inabarcable, lo fatal, se puede visitar impunemente.
Sé, porque lo conozco desde hará pronto medio siglo, que esa manera de concebir las relaciones entre la vida, la realidad y la literatura se debe, en buena medida, a las enseñanzas de Virgilio Piñera, a quien se rinde tributo en varias de estas novelas. La amistad entre ellos comenzó el sábado 19 de julio de 1975,[1] cuando Abilio Estévez era muy joven, es decir, durante años de formación, de absorción intensa de influencias, lecturas, experiencias vitales. Piñera atravesaba, como se sabe sobradamente hoy, ese oscuro período en que fue marginado, negado, y encontró una vez más en la literatura su refugio, su espacio de protección, en el que Abilio también ingresó.
Allí estaba desde antes, desde aquel día de 1955 en que Virgilio le preguntó “¿Te gusta hacer cosas con la mierda?”, Antón Arrufat (Arrufat 17), quien ya había transitado por enseñanzas cercanas a las que esperaban a Abilio en la década de los 70. Esas afinidades electivas, obviamente, estarían marcadas por las singularidades de sus respectivos caracteres, pero tenían en común el estar instaladas en ese reino de relativa autonomía.
En su Virgilio Piñera: entre él y yo, Arrufat reflexiona sobre la naturaleza compleja que suelen tener las relaciones entre escritores, condicionadas, entre otros factores, por la inseguridad ante la obra terminada y también, dice con franqueza, por la envidia. Con estos cuatro adjetivos, “creadora, crítica, dolorosa, acerba”, calificó poco después su amistad con Piñera (Romero 12).
En su testimonio, confiesa que, luego de la muerte de su entrañable amigo, comenzó a leerlo “como nunca antes lo había hecho, con diaria lentitud y dedicación, sin preocupaciones extrañas a la lectura”, y, al hacerlo, ingresó en un estado, digamos, de ensoñación, durante el cual su “antiguo reloj de péndola dejó de sonar, al menos para mi oído”. También, “[l]a habitación, el sillón donde leo, se tornaron invisibles” y su “presente quedó como borrado” (Arrufat 7), hasta el punto en que, dominado por personajes y situaciones procedentes de la obra de Virgilio, se pregunta: “¿Sería una ficción el yo?” (Arrufat 8).
A Virgilio y a esa fe en la literatura que los unió dedicó un párrafo al recibir el Premio Nacional de Literatura: “Lo que a nosotros corresponde (o a mí) es realizar nuestra obra, ser fieles a ella. Aprendí con el ejemplo de Virgilio Piñera que, para un verdadero escritor, su oficio es un absoluto, el oficio más elevado y al que no se debe traicionar. Bien merece la persistencia y la espera. Vivos o muertos, realizada la obra, ocupará su lugar” (Romero 349).
“La sociedad con escritores muertos, acrecentada en mi caso por la amistad, se cuenta entre las más inquietantes, misteriosas experiencias que podemos tener”, escribió Arrufat, y acudió a un término militar, empleado por Unamuno (“la estantigua, la hueste antigua”), para nombrar “la procesión de los muertos, formada por aquellos que hemos leído, cuya lectura nos ha marcado, y por los difuntos que tratamos en vida y algo significaron para nosotros” (Arrufat 9).
En esa “hueste antigua” ingresó Antón Arrufat y, como él lo predijo, lo leeremos y recordaremos, “[s]in rigor cronológico ni causalidad racional”, y en “ciertos días plenos, a ciertas horas peculiares”, participará “en nuestra intimidad hasta un grado conmovedor” (Arrufat 9).
*Fragmentos del discurso de ingreso como miembro de número en la Academia Cubana de la Lengua, el 22 de septiembre de 2023.
Nota:
[1] Debo la precisión, por supuesto, a Abilio.
Tomado de La Jiribilla
Foto de portada: Tomada de Radio Habana Cuba