Sobrepasar la varilla sobre 2.45 metros es un privilegio que, hasta el día de hoy, solo ha podido concretarlo un cubano: Javier Sotomayor. Su récord ya cumplió treinta años y solo el catarí Mutaz Essa Barshim se le ha acercado, aunque en el recién finalizado campeonato mundial de atletismo se quedó bastante lejos. Hay otros récords más antiguos, como el de Jarmila Kratochvílová, conseguido en 1983. Eso, claro, en el universo del deporte, donde la superación de algunas marcas parece pertenecer al dominio de lo sobrehumano.
En política, aparte de la revisión de los viejísimos récords de crueldad nazis —que parecían superados y vuelven a aflorar en ciertas áreas, como acabados de parir— uno de los más antiguos debe ser el Jane J. Kirkpatrick. A partir de la publicación, en 1979, del artículo Dictaduras y dobles raseros, y de la asunción de su tesis por Ronald Reagan, en 1984, durante su campaña presidencial, nadie ha conseguido un resultado tan duradero para apuntalar la política exterior norteamericana, sobre todo hacia América Latina. Durante el período de embajadora de la dama en la ONU, y hasta los días de hoy —aunque las herramientas y los procedimientos variaran— la diplomacia imperialista no ha abandonado ese enfoque de Big Stick, muchas disfrazado de New Deal.
«La doctrina Kirkpatrick» —así se le conoce— establece un patrón evaluativo para los gobiernos que apoyan, y otro para los que se oponen, a la supremacía yanki: las «dictaduras buenas» y las «dictaduras malas» configuran su tipología. A su amparo recibieron apoyo total las cruentas juntas militares de Chile, Argentina, Uruguay, Guatemala… y cuero y candela los gobiernos populares de Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua entre otros. Y también todo el que comulgara, en los días activos de la señora, con la política soviética y el internacionalismo proletario.
La Escuela de las Américas, con su Plan Cóndor adjunto, el apoyo a la contra nicaragüense y la desacreditación y agresiones a Cuba formaban parte de su discurso «democratizador». Hasta alguno de esos gobiernos de facto, como el del repulsivo Pinochet, se autocalificó como «dictablanda», aporte lingüístico que matizó con un nuevo color la performance de la doña Jane. Ya el argumento de las urnas dejó de ser determinante, como es fácil comprobar, en uno y otro sentido; solo el juicio canónico emitido desde Washington podía refrendar el visto bueno para gobernar con tranquilidad.
La Doctrina Kirkpatrick —así se le conoce— establece un patrón evaluativo para los gobiernos que apoyan, y otro para los que se oponen, a la supremacía yanki: las «dictaduras buenas» y las «dictaduras malas» configuran su tipología.
¿Y de qué más disponía esa «Dama Templaria» para implantar y sostener su «marca récord»? La respuesta es fácil: del poderío militar, el chantaje económico, la doctrina mesiánica sobre el papel de su país como gendarme «salvador» del mundo, la autoasignada gracia de Dios y algunos (solo algunos) principios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Claro, también los malos procederes de la izquierda, sobre todo aquella del socialismo real, le fueron útiles. Desde su mismo surgimiento, el respaldo de los medios de comunicación también fraguó las bases para apuntalar el récord. Esos medios —arsenal hoy enriquecido descomunalmente por la Internet— han contribuido más que las armas nucleares a la longevidad de la vetusta doctrina.
Dictaduras buenas y dictaduras malas; democracias legítimas y democracias dictatoriales. Solo con el concurso de esa nueva y demoledora arma que constituyen los dominios en el ciberespacio puede Antony Blinken, canciller del imperio más impositivo de la historia, asegurar que Nicolás Maduro (electo en las urnas) es un «brutal dictador» y que Juan Guaidó es el presidente legítimo de Venezuela. La señora Kirkpatrik pudiera sentirse complacida del aventajado alumno y del terreno favorable donde retoña, con más fuerza que nunca, su particular modo de evaluar gobiernos.
Con inusitado cinismo reconoció Blinken, en octubre de 2021, al visitar la Colombia de Iván Duque: «Hubo momentos en que apoyamos a Gobiernos en las Américas que no reflejaban la elección o la voluntad de su pueblo y no respetaban sus derechos humanos», pero no mencionó los miles de asesinatos, desapariciones y otras atrocidades que esa política propició para esos pueblos.
Claro, a todo lo anterior se añade ese fenómeno de credibilidad pública hondamente erosionado por los vientos de la posverdad y la tormenta de fake news que actualmente ocupan los espacios de privilegio en el universo informativo. Las protestas en Francia, Perú o Chile, con la más cruda represión por parte de las llamadas fuerzas del orden, no son violatorias de los derechos humanos, como sí lo sería en algunos de nuestros países soberanos la detención y procesamiento de quienes, en medio de desórdenes públicos, vandalizan y agreden.
La violencia racial en el territorio de los Estados Unidos pasa como legítimo control del orden, y si acaso se reconociera su crudeza cuando acarrea víctimas mortales, la culpabilidad recae sobre los individuos que la ejercieron, nunca sobre el sistema que las provoca.
La aparición de otros nuevos fenómenos: los lawfare y los golpes parlamentarios han contribuido a darle boca a boca al récord de aquella señora a quien Reagan calificó como «nuestra heroína». De esa forma, con nuevos métodos y nuevas herramientas siguen operando las clasificaciones de los Estados con la regla inventada por Jane.
El uso oportunista y sesgado de patrones que en su momento significaron un avance (no dejo de pensar en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) para tratar de halarlos para su trinchera, constituye un insulto imperial a la inteligencia humana.
Una buena parte de los seres humanos, mareados por los encantos de una Internet que casi clona a la perfección —solo en lo morfológico— las libertades individuales, vive hipnotizada por ese embrujo sin percatarse de que se dejan arrastrar por un algoritmo comunicativo férreamente dominado por corporaciones que censuran sin simular, para proteger con la mentira sus intereses. A esas mismas personas les «comen el coco» y las convierten a contrapelo a un fundamentalismo irracional, sazonado con violencia, que se niega a ver (por fuentes alternativas) otros relatos más creíbles.
Resulta absurdo aceptar, desde una posición que no sea la de los poseedores de acromegálicas fortunas, que esos mismos entes, enriquecidos a costa del empobrecimiento de la mayoría, trabajan para defender, con ideas «altruistas e inclusivas», los legados más nobles, justos y solidarios de la cultura humana.
El uso oportunista y sesgado de patrones que en su momento significaron un avance (no dejo de pensar en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) para tratar de halarlos para su trinchera, constituye un insulto imperial a la inteligencia humana. Solo con el engaño de una doctrina recordista de la infamia, apuntalada por el monopolio de una opinión pública a su servicio, la marca de J. Kirkpatrick seguirá usufructuando su récord como guía ideológico de quienes la esgrimen.
No es posible una lectura racional de la cotidianeidad siguiendo los rumbos que nos propone el consorcio mediático y sus replicadores en las redes (ingenuos o no) solo porque aquellos ganan la mano cuantitativa de la reiteración. Notables inteligencias y talentos hemos visto sucumbir en ese maremágnum, y el saldo es que artistas, intelectuales, obreros, profesionales y personas de cualquier extracción, que en su momento tuvieron actitudes progresistas, acaban prestando servicio al poder cada día más avasallador de un hegemonismo mundial que excluye a la gran mayoría. La humanidad secuestrada por la mentira debe despertar de ese síndrome de Estocolmo que a nosotros nos achacan. Algún día será. Ojalá caiga pronto ese récord.
Tomado de La Jiribilla