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Tecnociencia, tecnopersonas y tecnoexistencia

La emergencia de la tecnociencia está situada en la década de los 80, en Estados Unidos, en un contexto en el que la convergencia progresiva entre ciencia y tecnología se vio agudizada por el surgimiento, desarrollo y expansión de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TICs), sistema que mediatizó cada vez más la investigación científica. Su precedente fue el fracaso estadounidense en la guerra de Vietnam y la amplia contestación social que se suscitó en esa nación, y en la propia Europa, contra la macrociencia o Big Science militarizada.

Proveniente de la filosofía de la ciencia, el científico español Javier Echeverría, autor del libro La revolución tecnocientífica (2003), defiende el término tecnociencia —concepción semiótica que propuso el francés Bruno Latour— para entender el paso de la ciencia a la tecnociencia como un cambio en la estructura de la práctica científica, capaz de afectar a cada una de sus fases: planificación, producción, evaluación, difusión y aplicación del conocimiento; sin olvidar la enseñanza de la ciencia, que resulta clave en cualquier sistema científico-tecnológico.

Otro autor, Manuel Medina, doctor en Filosofía de la Ciencia y catedrático en la Universidad de Barcelona, define que la alternativa tecnocientífica es un intento de superar los preceptos más estereotipados de concepciones heredadas y que contribuye a una nueva visión del impacto social de la cultura científica y técnica.

Asimismo, refiere que el término responde al complejo entramado de la ciencia y la tecnología contemporáneas, que no reduce la ciencia a los científicos ni la tecnología a los tecnólogos, sino que ambas forman parte de complejas redes junto con otros agentes y entornos simbólicos, materiales, sociales, económicos, políticos y ambientales.[1]

Hay quienes conciben que al encuentro del enfoque integral sobre los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología concurre un gran número de disciplinas que proporcionan significativos aportes para determinar los presupuestos teóricos de una nueva visión de ese complejo y multifacético fenómeno que, como peculiar y doble forma de actividad humana, responde al sugerente nombre de tecnociencia.

En palabras del científico cubano, el doctor Jorge Núñez Jover, presidente de la Cátedra de Ciencia, Tecnología, Sociedad e Innovación de la Universidad de La Habana, “el vocablo tecnociencia es un recurso del lenguaje para denotar la íntima conexión entre ciencia y tecnología y lo difuso de sus límites, aunque no necesariamente conduce a cancelar las identidades de la ciencia y la tecnología, pero sí nos alerta que la investigación sobre ellas y las políticas prácticas que respecto a las mismas realicemos, tienen que partir del tipo de conexión que el vocablo tecnociencia desea subrayar”.[2]

El estrecho entrelazamiento entre ciencia y tecnología —escribe el filósofo de la ciencia cubano Carlos Delgado— se vislumbra en términos como “tecnociencia” y tiene formas materiales concretas en los conglomerados que enlazan las actividades de investigación científica, la producción de tecnologías, su uso y las nuevas demandas cognoscitivas y prácticas que se generan.

Numerosos autores comparten, sin embargo, dos rasgos fundamentales, los relacionados con la composición lingüística del término y los vinculados con el esbozo de algunas características de la tecnociencia. En ese abanico de interpretaciones, convergemos más con la caracterización de Echeverría y las tesis que expone en dos de sus obras paradigmáticas Ciencia y Valores (2002) y La revolución tecnocientífica (2003).

En ellas el autor defiende que la tecnociencia es un tipo particular de ciencia, una nueva modalidad de práctica científica o ciencia posacadémica  que se caracteriza por la emergencia, consolidación y desarrollo estable de un sistema científico-tecnológico que da lugar a un nuevo modo de producción de conocimientos, no limitado a describir, explicar o predecir lo que sucede en el mundo, sino que interviene en él y tiende a transformarlo, sea este físico, biológico, social, simbólico o de otro tipo.

Al considerar la práctica tecnocientífica, Echeverría identifica una serie de rasgos distintivos como la financiación privada de la investigación, la mediación mutua entre ciencia y tecnología, el surgimiento de empresas tecnocientíficas y de telelaboratorios o redes de investigación, la pluralidad de agentes tecnocientíficos y la instrumentalización del conocimiento científico-tecnológico.

En torno al primer apartado, explica que la primacía del sector privado sobre el público trajo consigo transformaciones como la proliferación de pequeñas empresas de I+D, sobre todo en el ámbito de las nuevas tecnologías: TIC y biotecnologías. Aunque la tecnociencia también se caracteriza por la inversión mixta de capitales.

Desde la perspectiva de que las acciones tecnocientíficas son inviables sin el apoyo tecnológico, la mediación mutua entre ciencia y tecnología distingue a esta nueva forma de producir conocimientos. Las destrezas técnicas y las innovaciones tecnológicas requieren estar basadas en conocimiento científico, y viceversa.

Asimismo, el propio diseño de los experimentos y de los proyectos de investigación científica es tecnológico y los datos, las hipótesis y los resultados que se obtienen requieren ser expresados en formatos tecnológicos.

La posibilidad de recurrir a simulaciones informáticas, novedad metodológica que caracteriza a las tecnociencias, aumenta considerablemente las capacidades de acción científica. Dicha cualidad, requiere a su vez de la utilización de equipamientos tecnológicos complejos, tanto para la investigación como para la evaluación y la gestión.

En la etapa tecnocientífica, el vínculo entre ciencia, tecnología y empresa, se intensifica radicalmente hasta el punto de que la producción de conocimiento científico y tecnológico se convierte en un nuevo sector económico en el que el conocimiento no solo es un capital, sino además un bien cotizable en el mercado y el marketing de la tecnociencia se convierte en una práctica habitual.

Ello explica que las empresas tecnocientíficas sean transdisciplinares (o transprofesionales), pues la transdisciplinariedad contribuye a incrementar la capacidad de innovación de los grupos que investigan y generan conocimiento, pero también de los que lo distribuyen, difunden y utilizan.

Un rasgo muy visible de esta forma de hacer ciencia es la pluralidad del agente tecnocientífico, que nunca está formado por un solo individuo, ni tampoco se reduce a un grupo de científicos, ingenieros y técnicos; incluye además una diversidad de competencias que desarrollan labores imprescindibles: gestores, asesores, expertos en marketing y en organización del trabajo, juristas, aliados en ámbitos político-militares, entidades financieras de respaldo, entre otros. De esta composición se deriva la importancia del trabajo en equipo como poderosa herramienta encaminada a modificar la actividad científica.

De ese modo, las acciones del sujeto de la tecnociencia están guiadas por un sistema plural de valores, puesto que el propio sujeto de la tecnociencia es plural y cada uno de los actores involucrados aporta sus propios bienes: los científicos, conocimiento; los ingenieros, tecnología; los financiadores, dinero; los empresarios, gestión y beneficios económicos; los políticos, poder.

Al hacerlo, generan valor, pero no sólo para sí mismos, también para los demás agentes tecnocientíficos. Por tanto, la tecnociencia es hecha por grupos, equipos, empresas y agencias colectivas e interdisciplinares.

En tal sentido, el autor de La revolución tecnocientífica subraya la inclusión de expertos en la comunicación del conocimiento a la sociedad y reconoce la importancia crucial de la difusión y recepción de las innovaciones tecnocientíficas, que requieren de la aprobación de diversos sectores sociales.

Otra característica de la tecnociencia que también aporta cambios significativos es el surgimiento de las redes de investigación. Frente al laboratorio aislado de la ciencia moderna surgen los laboratorios coordinados que colaboran en un mismo proyecto y se dividen las tareas a llevar a cabo.

Ocurre lo mismo con los proyectos de investigación en los que suelen participar diferentes equipos de investigadores, empresas y países. Las acciones tecnocientíficas más elementales (obtención y consulta de datos, realización de cálculos, contrastación de hipótesis, intercambio de ideas y resultados provisionales) son mediatizados por las TICs. Semejante trayectoria siguen las publicaciones científicas en formato electrónico.

La informática posibilitó la emergencia de la tecnociencia, cambió la forma de accionar científicamente, de representar el conocimiento y transformó los laboratorios.

Esta nueva forma de actividad científica plantea un cambio de función en el conocimiento y también en las relaciones con el público y la sociedad, al dejar de ser un fin en sí misma para convertirse en un medio para otros fines.

Una crisis de confianza de los ciudadanos con respecto a la investigación tecnocientífica ha condicionado que la admiración por la ciencia se haya mutado a preocupación social.

En consecuencia, la actividad científica ha ampliado sus contextos. El llamado de Educación (enseñanza y difusión del conocimiento científico), incluye dos acciones recíprocas básicas, la enseñanza y el aprendizaje y es el primer ámbito donde la actividad científica tiene vigencia.

En cuanto a la Difusión, Echeverría considera su inclusión en el contexto de Educación, al ser esta la generadora de una imagen social de la investigación, de las teorías y del progreso científico.

La producción de conocimiento (teórico, empírico, informativo, técnico…) prima en el contexto de Investigación e innovación; también, la construcción de nuevos artefactos, notación matemática, instrumento de medida, clasificación, software, un virus desconocido. Y en este queda implícito que la realidad que se investiga siempre está preconstruida socialmente.

El contexto de Evaluación —fuertemente mediatizado por la sociedad, no sólo por la comunidad científica— es el de valoración de la actividad tecnocientífica; también, el de la justificación del conocimiento científico. En el logro de la aceptación de los nuevos hechos, hipótesis, problemas, teorías, descubrimientos e innovaciones está centrada una buena parte de su trama.

La adecuada presentación de la tecnociencia, la capacidad argumentativa y persuasiva, e incluso ciertas técnicas de marketing y relaciones públicas, constituyen con frecuencia variables decisivas para el éxito de una u otra propuesta.

Por eso, en el contexto de Aplicación, las producciones y artefactos científicos sufren cambios todavía más profundos que en los otros. Aquí se vinculan entre sí actividades científicas muy diversas ante el objetivo de producir transformaciones eficaces sobre el medio en que se quiere actuar.

Si la tecnociencia ya era una forma de cultura en el contexto de Educación, ahora vuelve a serlo, aunque su modo de inserción no tiene por qué ser exclusivamente lingüístico: las imágenes, los artefactos, los aparatos y su capacidad para resolver problemas sociales e individuales pasan a ser las formas de implantación de la tecnociencia como cultura en este cuarto contexto de la actividad científica. En dicho ámbito, se incluye la labor de asesoramiento en la toma de decisiones que llevan a cabo los expertos científicos.

Un asunto a tener en cuenta en esta concepción de la actividad científica, es la denominada tecnoaxiología, que se basa en una gran pluralidad de sistemas de valores, y está llamada a atender el impulso transformador de la tecnociencia.

En este sentido, el autor de Ciencia y valores, asume como contextos axiológicos, los educativos, tecnológicos y sociales de las prácticas científicas y, asimismo, profundiza en la naturaleza de los valores científicos los cuales considera como funciones, no como calificativos del sujeto.

De tal manera, la noción de tecnociencia no solo explica y hace visible el por qué la ciencia es como es, sino que también evidencia sus implicaciones y consecuencias, y constituye un robusto instrumento teórico para entender al objeto de estudio, porque da cuenta de la transformación que se ha producido en la producción, distribución, aceptación y utilización del conocimiento, mediante la extensión de la actividad científica a cuatro contextos y a sus interacciones.

Del dicho al hecho

El filósofo y matemático Javier Echeverría, investigador de la Universidad del País Vasco, España, entrevistado por diversos medios en fechas recientes despliega sus ideas en torno al impacto social de las tecnociencias. Es el ser humano —subraya— quien de verdad genera conocimiento, no los algoritmos informáticos. “El cerebro es mucho más eficiente que cualquier máquina.

“Las tecnologías nos han convertido en tecnopersonas dentro de un tecnomundo. Pero, estas tecnopersonas, conectadas a un centro de datos que reproduce su voz y su imagen en una tecnoexistencia, cuando se desconectan siguen siendo personas, en la biósfera, en las aulas y también en las pantallas, pero no sólo en las pantallas”.

En cuanto a la pluralidad de los valores, Echeverría subraya cómo “unos quieren una ciencia útil, socialmente responsable, pero otros quieren una ciencia fundamentalmente rentable, de manera que los beneficios empresariales crezcan y una región, un país pase a ser más competitivo en comparación con otro.

La monitorización, análisis de datos y modelos predictivos en la agricultura pueden hacer la diferencia a la hora de conseguir que un terreno tenga o no una producción efectiva. Imagen: Tomada de Soy Chile

“Este choque entre intereses y valores contrapuestos es típico de la tecnociencia contemporánea. En la ciencia, que se ha transformado en gran medida en tecnociencia, no hay un consenso en absoluto acerca de para qué vale el conocimiento”.

En la construcción de ciudadanía y la toma de decisiones, añade, es cierto que determinadas tecnologías como las redes sociales, permiten vincular entre sí a múltiples ciudadanos y que las formas de participación son mucho más rápidas y directas para pronunciarse sobre cualquier debate y que, por lo tanto, la ciudadanía se ve desarrollada gracias a las tecnologías de la información y las comunicaciones.

Pero, por otro lado, “hay grandes empresas, pongamos Google, Facebook, Twitter, etc., que como saben que hay millones de personas conectadas, tratan de controlar, obtener datos y rentabilizarlos.

“O sea, que con esos datos tenemos también esa doble cara: el uso de las tecnologías favorece a la ciudadanía, pero a la vez genera enormes beneficios económicos a estas empresas; las GAFAs como se les suele llamar (Google, Apple, Facebook y Amazon), construyen así grandes capitales”.

En una entrevista concedida al Observatorio Iberoamericano de Ciencia, Echeverría consideró que lo más importante de las TICs es que son un medio de interconexión mental entre las personas: “detrás de ellas hay cerebros interactuando”, y que su vínculo con la educación, con el aprendizaje, está relacionado con el desarrollo de capacidades, competencias, habilidades y destrezas.

“Porque en esa interacción (educación 2.0) surgen nuevas formas de conocimiento. Tal es el principal desafío que tienen los sistemas educativos: el conocimiento que docentes y profesores trasmiten a los estudiantes solo es una parte. Se sabe que el aprendizaje mediante la interacción que se produce con el uso de las tecnologías pasa a ser tan relevante, o incluso más, que la trasmisión básica del conocimiento y esto supone una fuerte reconstrucción de los procesos educativos.

Aun así, reivindicó los procesos educativos y el papel de los pedagogos en la formación de los seres humanos como organismos que interactúan con un entorno orgánico, con un sistema perceptivo y creativo, porque el transhumanismo “conllevaría a un empeoramiento de las sociedades humanas”.

Al referirse a las industrias creativas o industrias culturales, señaló que las formas de creación humanística o artística generan riquezas: estética y social, pero también económicas (industria del cine, videojuegos, la discografía).

Las nuevas tecnologías han revolucionado a la industria cinematográfica.

“Hay muchas formas de cultura que forjan un sector económico potente. Por tanto, la creación cultural y artística también genera innovación. A ese modelo, que no surge de la ciencia sino de las artes, de la cultura —al que se le ha prestado muy poca atención— se le llama C+D+I.

“Se trata de que las formas culturales originen innovación y puestos de trabajo. Este es un sector económico en el que resulta muy favorable el comercio y los intercambios entre unas culturas y otras”.

Tomado de La Jiribilla

Imagen de portada: Tomada de Confilegal

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Flor de Paz
Periodista y Editora.

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