Pese a su alto nivel cualitativo y de representatividad, a este articulista —que no pretende centrarse en ella ni escribir la reseña ya aportada, y muy bien, por otros— la exposición fotográfica Las manos de Fidel le dejó, junto con el placer de verla, un sabor como de insatisfacción. Así fue aunque disfrutó asistir a su apertura el pasado 9 de agosto en el salón empleado para esos fines en el Memorial José Martí, y recorrerla.
En el vestíbulo presentaban credenciales extrafotográficas el último de los retratos de Fidel Castro pintados por el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, y la escultura del cubano Carlos Arístides inspirada en “Abrazo”, una de las fotos del Líder tomadas por Roberto Chile, quien participó además en el diseño de la exposición. Y daba gusto ver en el salón las veinte imágenes capturadas por el propio Chile y otros ocho maestros cubanos de la fotografía, pertenecientes a distintas hornadas.
De tener ánimo exhaustivo, estas líneas deberían reparar en la generalidad de las obras expuestas: entre ellas, “El machete de Maceo”, de Ismael Francisco, felizmente en plena producción, y tal vez el más joven de los autores incluidos en la exposición. Pero se detendrán especialmente en algunos de los que ya no viven.
La primera foto, de Osvaldo Salas, muestra la composición que era capaz de lograr un gran captador de íconos, como él, o un gran pintor. Para quienes crecieron leyendo textos ilustrados con fotos suyas, el gran Salas es inolvidable, y merece serlo igualmente para las nuevas generaciones.
Otros ejemplos mayores son Raúl Corrales y Alberto Korda. Este último, autor nada menos que del retrato del Che que se considera la foto más difundida en el mundo, reconoció en su colega y amigo Corrales el maestro que fue. Ni Corrales ni Korda establecían límites rígidos entre fotos informativas y fotos artísticas: para ellos todas lo eran todo junto, si estaban logradas.
Los fotógrafos hasta aquí mencionados bastan para ubicar la exposición en un lugar destacado de lo hecho para conmemorar los noventa y siete años del Líder de la Revolución Cubana. Entonces ¿por qué la dosis de insatisfacción mencionada al inicio? La riqueza de la realidad suele ser un desafío, enorme a veces, para su representación, por muy acertada que esta sea.
Las manos de Fidel Castro eran y serán parte de su eficacia comunicativa, de su leyenda, de su magnetismo, de su realidad imperecedera. Quien esto afirma no podría describirlas —para decirlo de modo que se entienda bien— como lo ha hecho Katiushka Blanco, biógrafa del Comandante: desde una ternura conmovedora.
Pero recuerda una de sus conversaciones con Jaime Sarusky, quien le dijo algo que un alumno agradecido de José Antonio Portuondo entendió y compartió: no había visto Sarusky “manos de varón más hermosas que las de Fidel y las de Portuondo”. En ambos casos se trataba de una belleza no apresable plenamente en imágenes estáticas, sino en su peculiar movimiento.
Las manos del Comandante se dirían hechas para apoyar una voz que se permitía parecer frágil, como para apagarse en cualquier momento. De hecho, ocurrió en una comparecencia pública de los primeros años de la Revolución, y la afonía momentánea movilizó aún más el apoyo inmensamente mayoritario del pueblo a su guía.
Lo que faltaba en la exposición era, es, algo que una foto, por grandiosa que sea, solo alcanza a sugerir: el dinamismo. Aunque aquellas estupendas láminas lo consiguen en alto grado, el espectador se queda esperando lo que podría dar un documental basado en imágenes de las manos de Fidel en movimiento. Así que la insatisfacción aludida será responsabilidad —¿culpa?—, no de las fotos, en general magníficas, y que se agradece ver, sino de quien ahora comenta someramente sobre ellas.
Algo similar sucede con la imagen total y las ideas del protagonista. Necesitamos verlas no solo retratadas o descritas, sino en acción, como si él —que a su tremendo modo sigue haciéndolo— aún estuviera vivo entre nosotros, y guiándonos: desde sus manos, y todo él. Nada es irrelevante en quienes encarnan una cabal trascendencia activa.
Eso en el Comandante lo ratifican anécdotas que podrían creerse menudas, como una que el articulista no vivió pero conoció de buen origen. Pensó incluirla como recuadro en “Deberes con Fidel Castro”, pero los límites de espacio y el diseño de la publicación no lo propiciaron, y con el título “Fidel: una anécdota” la insertó en su muro de Facebook el día del natalicio del héroe. La acogida que tuvo le mostró que nadie debe guardar para sí, como propiedad personal, lo que concierna al ejemplo del Comandante.
Ahora cuenta otra anécdota, de la que sí fue partícipe. A finales de 1982, en una recepción que tuvo lugar en el Palacio de la Revolución —y de la cual en parte dio testimonio en un artículo de 2006, “Fidel Castro, el escuchador”, que años después incluyó en “Destellos con Fidel Castro”—, traía en sus manos un coco glasé, ese delicioso helado que se sirve en su vasija natural, y sin darse cuenta pasó cerca del Líder.
Lo notó por el peso de su mirada, que cayó sobre el helado, y no de cualquier manera. Sus ojos, muy abiertos, brillaban con el entusiasmo de un niño goloso, y le dijo al portador del helado: “¡Eso debe estar bueno!”, para añadir con voz como de resignación y con un gesto que desbordaba lo apuntado: “Pero yo me cuido de eso conversando”. Y dijo algo más que podría plasmarse en los términos siguientes: “Si no, ¡cómo me pondría!”.
Quien narra no lo vio probar bocado alguno durante la recepción, que fue larga, y a menudo recuerda aquel breve diálogo. Por razones entre las que deben contarse los límites de espacio, y la magnitud del tema —que rebasa un artículo como este—, no abunda sobre los cuidados que es necesario tener para la salud y la presencia física.
Pero pasan los años y el autor percibe aquellas palabras del eterno guerrillero como expresión de la conciencia de su responsabilidad al frente de un pueblo que bajo el asedio del bloqueo imperialista no paraba —ni ha parado— de enfrentar escollos. No cabe poner en duda que esa conciencia calzaba su voluntad de mantenerse en forma como soldado listo para el combate, y no un soldado más, sino el vencedor de múltiples batallas en distintos escenarios, como Girón, o como el Malecón de la Habana, que él parecía asumir como otra Sierra Maestra.
Dos de esas batallas en el Malecón fueron, una, la que protagonizó frente a la algarada del 5 de agosto de 1994, que, campeador del ejemplo, revirtió como solo él podía hacer; otra, la proclama con que diez años después, el 14 de mayo, rodeado de una numerosa y enardecida representación de su pueblo, desafió al césar estadounidense de turno: “Solo lamento que no podría siquiera verle la cara, porque en ese caso usted estaría a miles de kilómetros de distancia, y yo estaré en la primera línea para morir combatiendo en defensa de mi patria”.
Para Fidel Castro, lo que él mismo llamó el mérito de estar vivo operaba al servicio de su pueblo, y de ese pueblo más vasto que es la humanidad. Nada era irrelevante en él: ni el cuidado de su físico, ni el afán de persuasión reflejado hasta en sus manos.
(Imagen de portada: Fidel Castro en New York, 1955. Foto: Osvaldo Salas).
Muchas gracias Luis, muy justas tus palabras, gracias.
Excelente artículo. Lo demás te lo dije a ti. Un abrazo.
Precioso ,No era de esperar menos tratándose de Ud, gracias