No se trata de buscar una forma de evasión con el pretexto de haber estado últimamente de lleno en asuntos muy serios, a veces dolorosos. Pero también existe el derecho a reír, sobre todo si se hace a costa de uno mismo, sin el narcisismo que inunda las bien llamadas redes.
Por mucho tiempo una interpretación rudimentaria de la genética le hizo a quien esto escribe vaticinar para sí setenta y cuatro años de vida: el promedio de los que sus padres vivieron. Ahora, según ve las cosas, le parece que no será así, porque para esa edad solo le falta exactamente un año. Pero adelanta estas líneas, por si acaso.
Parece común que la muerte se asocie con misterios, o con dudas y temores que llevan a ideas religiosas o de índole afín, derecho que a nadie le discute este autor, quien cree que es ateo gracias a Dios. Pero, por si alguien tuviera la peregrina idea de referirse a él cuando muera —y esto último sí es seguro que ocurrirá—, plasma algunas peticiones, aunque no se le haga ningún caso.
Aspira a que no lo idealicen. Lo crispa ver cómo, al morir personas de quienes otras le han dicho horrores, algunas de estas últimas hacen de ella una santidad que da por ponerse a rezar. Alguien que no malgastaba palabra dijo que “la muerte da jefes”, pero vale añadir que también propicia la fabricación de “santos” (y “santas”), aunque es deseable que a uno lo describan lo más cerca posible de lo que ha sido.
Menos mal que, entre la prosperidad de las cremaciones —que aprueba—, cierto materialismo pedestre, las circunstancias materiales y algún desparpajo en las costumbres, no está el horno para velorios en que las apetecibles tazas de chocolate ofrezcan sabrosas pausas a conversaciones que ambienten, entre otras cosas, los sainetes de la idealización. Va dicho con el debido respeto al poeta que pidió “una carga para matar bribones” y terminar “la obra de las revoluciones”. ¡Falta que hace!
Así como respeta las creencias ajenas, sustenta las propias, y preferiría que no se le deseara paz y reposo eternos, porque supone que a su cadáver, o lo que de él quede, nada de eso le faltará. Pero no depende de él decidir qué se dirá de él. Al fallecer uno de los hijos de un gran revolucionario que había caído heroicamente en campaña guerrillera y tuvo, entre otras cualidades, el ser ateo, hubo quien se dirigiera en estos términos a quien acaba de morir: “Ve tranquilo, que tu padre te espera en el cielo”.
El lenguaje común y las creencias religiosas se entrelazan. Basta citar ojalá, con raíz en “¡Oh, Alá!”, aunque lo ignoren muchos de los que protagonizan contra el Islam y su libro sagrado prejuicios, manquedades y crímenes fundamentalistas. Un saludo tan habitual como adiós ¿de dónde puede venir sino de desearle a la persona saludada que vaya con Dios o llegue a él: “a Dios”?
Allá por los años 60 —contexto que no es para caracterizar ahora— se puso de moda terminar las cartas no con el deseo de que el destinatario fuera bendecido por Dios, sino con otra fórmula: “Revolucionariamente”. No era necesario enfriar el abrazo a la Revolución para entender que no debía parar en mero formalismo lo que debía ser una declaración interior de principios. Según su memoria, el articulista cree haber usado poco —y pronto haber dejado de hacerlo— aquella receta epistolar, que devino manida, como tantas otras. ¿La empleará alguien hoy?
Durante años era habitual que los deportistas consagraran sus triunfos a la Revolución y al Comandante en Jefe. Y ahora cuesta oír algo parecido: los éxitos se dedican de preferencia a familiares y a divinidades, no solo a Dios, porque a la religiosidad sincrética del país no la caracteriza un monoteísmo riguroso, aunque abunden quienes crean en un Ser Supremo sin percatarse de hasta qué punto no lo tienen por único.
El bandazo ateocrático que vivimos quedó en el pasado hace décadas. Pero hay quienes intentan seguir sacando lascas de él, y quienes lo niegan en redondo. En la estela de aquella etapa conversaban Roberto Fernández Retamar y el autor sobre el “ateísmo científico” propalado, y sobre una publicación de fe comunista y atea que asiduamente comentaba creencias religiosas y divinidades de lares remotos, de las que antes ni se habría oído hablar aquí. La publicación lo hacía como aplicando vacunas; pero, oráculo risueño, Fernández Retamar dijo: “Estamos asegurando la proliferación de religiones”.
Está bien que cada persona dedique sus triunfos a quienes desee. La espontaneidad sincera es preferible a corrientes marcadas por la inercia de las modas, para no hablar de yerbas mucho peores, como el oportunismo. Pero hay procesos históricos y seres humanos que merecen gratitud, y en lo que debe ser cambiado no figura sustituir palo por rumba, ni rumba por reguetón. Vaivenes tales no son síntoma de lucidez. En cuanto a despedidas, está dando zancadas una que quizás parecía irrecuperable: “Bendiciones”.
Eso lo nota quien de niño aprendió a pedir la bendición de sus padres y otros familiares, y a recibirla. Y lo estremece una de las más conmovedoras cartas que se hayan escrito, la que, “en vísperas de un largo viaje”, le dirigió José Martí a la madre, de quien se despidió así: “Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición”. Luego de la firma, como para que la prisa necesaria no lo obligara a terminar sin más, añadió: “Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que Vd. pudiera imaginarse. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca”. ¡Qué humano, sincero y orgánico todo! Nada de modas ni etiquetas.
Los tiempos mudan, y —más allá y acá de religiones— bendecir es un acto de buena voluntad: pedir el bien para otros y desear que otros lo pidan para uno. Lo que pudiera molestar, o merecer desaprobación, es acomodarse a vacuidades. Eso es algo que no debe suscitar entusiasmo, vocablo común heredero del arrobamiento, el éxtasis y la fogosidad de “inspiración divina”, acepción que el etimólogo Joan Coromines recoge y la Real Academia Española también valida.
No pocas expresiones parecen insertarse en el indeseable acomodamiento, que tiene curiosos correlatos en consignas de todo tipo, incluidas las políticas. Ahora nadie muere, sino que “viaja a la eternidad”, un vaticinio que, en general, parece desmedido. Eterno, lo que se dice eterno, se prevé que no lo será ni el planeta que habitamos, y sus pobladores —unos, aunque sean menos, lo hacen mucho más que otros— contribuimos a que no lo sea. Lo hemos hecho con un empuje cada vez mayor, digno de mejor causa.
Sin ignorar lo que tenga de poesía, la eternidad sería una carga descomunal para cualquier ser humano, salvo que se trate de la permanencia, por méritos propios, en la memoria colectiva, o de hechos —sagrados en tantos sentidos— como que “morir por la patria es vivir”. ¿Alguien tiene pruebas de que existe la sobrevida en términos religiosos? ¿Cómo entonces prever lo que a cada quien le tocará en ese “más allá”? Por lo pronto, el aquí no invita a querer ser, no ya eterno, ni siquiera demasiado longevo.
En el furor de “los 120 años”, tema que parece olvidado, el autor de estos apuntes llegó a un consultorio médico, y la profesional que lo atendió empezó por preguntarle si no se iba a inscribir en ese plan. Sin necesidad de pensarlo, él respondió: “¿En este mundo? ¡Qué va! Lo que me toca es bastante. Intentaré llevarlo lo mejor posible”.
Si alguien sospechara que lo aquí dicho lleva su dosis de voluntad de sonrisa, o de risa, tendría razón. Quien —seguro que como casi todo el mundo, conoce de golpes tan duros en la vida, y sí sabe— cree que también tiene derecho a reír, aunque, a sus setenta y tres años recabe el auxilio de un trovador y pida perdón a los muertos y las muertas de su felicidad. Por gratitud a ellos, y a ellas, seguirá tratando asuntos serios, graves, y sufriendo junto a quienes compartan con él tan ardua experiencia.
Si quieren, bendíganlo, ¡ojalá! No lo tendrá a mal: lo agradecerá. Un hombre de pueblo y revolucionario, que creía ser ateo —con respetuosa elipsis lo cita el articulista en “Fina y Cintio en granos de maíz” —, dijo algo que vale tener como norma sabia: “Prefiero que haya religiosos con buenas intenciones rezando por mí, y no ateos hijos de […] deseándome la muerte”.
Respondo a tu ateísima crónica pletórica de santísimas verdades:
Querido Luis, bendiciones/ te mereces, y ojalá/ que estires bien, hasta ‘allá’/ tus ateas oraciones./ Sobran miles de razones/ para saberte erudito./ Martiano fiel y exquisito/ defensor del buen decir./ Tienes mucho por vivir,/ y siempre serás bendito.//
Te lo digo, a vuela tecla por Cubaperiodistas, en tu cumplevida, del que Facebook acaba de enterarme; porque no estaré para cuando te toque la oración fúnebre; pero te prevengo que para entonces, y pese a tus simpatiquísimas advertencias, se dirán maravillas de ti.
Muchas felicidades profesor, no importa que unos adoren imágenes y se portan como verdaderos diablillos y otros ateos que propagan supuestas buenaventuras, cuando actúan como los peores enemigos, de todo existe en la viña del señor, busquemos en ser un tilin mejores al decir de Silvio, que la felicidad de usted puede ser el malestar unos pocos para la alegría de otros muchos. Mucha salud y #VamosPorMás para el malestar de esos pocos.
Hermanazo querido, qué bueno es leerte, qué bueno que existas, qué bueno!!! Felicidades en tus 73 y deseamos tenerte aún más
Citando la pegajosa canción:” setenta y dos hacheros pa un palo…” Si ya son más de 73 hachazos de la vida sobre su árbol, y sigue con ese sentido del humor, burlando a la Pálida Dama, pues entonces : ” risueña sobre vida, en obras, le deseamos”. Felicidades y, Amén.