Existe el consenso de que hemos salido peor de la pandemia. Nos exigió aislamiento y coincidió con la agudización de la polarización política. El aislamiento no se transformó en una celda solitaria solo porque teníamos algunas ventanas abiertas, como las redes digitales. Pero la polarización política irrumpió en la esfera de la emoción, no en la de la razón. Y de modo muy diferente a polarizaciones anteriores, en las que los debates se apoyaban en autores dotados de luces (Marx, Smith, Gramsci, Keynes, Lenin, Arendt, etc.) y en propuestas para el futuro de la humanidad.
Ahora no hay citas, proyectos ni propuestas. Hay disputas recrudecidas por el odio, la difamación, la infamia, en fin, la violencia. El adversario es visto como un enemigo. No hay que convencerlo, sino que vencerlo. Y asesinarlo virtualmente, y en ocasiones, literalmente.
¿Qué nos ha llevado a ese nivel de deshumanización? ¿Por qué tantas relaciones de parentesco y amistad han sido sumariamente rotas? ¿Por qué el debate le ha cedido su lugar al odio, la exclusión, la invalidación?
Hay muchas respuestas e hipótesis. Entre ellas, la de que la dependencia psíquica de las redes digitales quebrantó los vínculos sociales. Hoy más de cinco mil millones de personas están conectadas a internet (la población mundial es de ocho mil millones), y Brasil ocupa el quinto lugar en el número de usuarios. En nuestro país hay más smartphones (249 millones) que habitantes (203 millones).
Somos literalmente tragados por las burbujas por las que transitamos. Y ellas exacerban nuestro individualismo y nuestro narcicismo.
Somos espectadores de nosotros mismos. Abrimos la herramienta digital como quien corre la cortina del teatro o el velo que cubre el espejo. Es a mí mismo a quien quiero ver. El otro solo me interesa como público de lo que publico. Y si manifiesta algún desacuerdo con lo que publico lo hago víctima de todo tipo de agresiones o simplemente lo silencio al borrarlo. Ya no soporto convivir con la diferencia, el pluralismo, la diversidad.
Si es así, ¿por qué millones de usuarios de las redes votarían por candidatos tolerantes y democráticos? Prefieren a los que están hechos a su imagen y semejanza: irascibles, sectarios, violentos. A hombres y mujeres les importa un pimiento el debate democrático. Están imbuidos de certezas, aunque se les desafíe a probarlas.
¡Hemos caído en las redes como peces atraídos por suculentas carnadas! Y ellas nos consumen tiempo y energía psíquica. Nos aceleran la ansiedad. Nos exigen una atención múltiple. Nos inducen a tomar partido ante cada tema expuesto. Aplaudimos lo que refuerza nuestro punto de vista y demonizamos a quien se opone a nuestra opinión. Huis clos: como si estuviéramos encerrados en una de esas cajas de laboratorio donde colocan a ratones sometidos a reacciones automatizadas. Reaccionamos por instinto, no por lógica.
La enfermedad más en boga en la actualidad es el estrés. Hipnotizados por el smartphone, no podemos dejar de estar conectados a él aunque estemos en la mesa de la comida, en un culto religioso, en el trabajo o en el transporte. «Dormimos» con él encendido, porque mantenerlo apagado es casi un autodestierro. Si la televisión es la extensión de nuestros ojos y el radio, de nuestros oídos, el celular es la de nuestro ser. La sensación de formar parte de una tribu nos alivia la soledad, aunque nuestras relaciones sean meramente virtuales. Y las redes digitales suscitan serios desafíos éticos, como el libre acceso a la pornografía, sitios que incentivan el terrorismo y el neonazismo, ruptura de la privacidad familiar y personal, delitos cibernéticos, etc.
No hay que estar contra la innovación tecnológica. Incluso hay que reconocer que las redes tienen mucho de positivo, como democratizar la información (a pesar de las fake news), romper el monopolio ortofónico de los grandes vehículos de los medios de comunicación, facilitar el contacto entre las personas, difundir ideas y propuestas, brindar cursos online y acceso a obras de arte, agilizar investigaciones (Google procesa más de nueve mil millones de búsquedas al día, y Brasil es uno de los cinco países que más lo utilizan).
Pero permanezcamos atentos: es necesario crear marcos regulatorios para las plataformas digitales a fin de perfeccionar la democracia. Como señala Eugênio Bucci en su excelente libro Incerteza, um ensaio (BH/SP, Autêntica, 2023): «En el totalitarismo el núcleo del Estado está totalmente opaco y blindado, mientras que la privacidad personal es transparente y vulnerable (al poder). Ahora bien, cambie la palabra “Estado” por la palabra compuesta “capital-técnica” y tendrá un retrato fidedigno de nuestros días. No somos sino seres observados, vigilados, escudriñados, inspeccionados y capitalizados en el espectáculo del mundo. En cuanto al centro nervioso y financiero de ese espectáculo, no se realiza para nuestros ojos y mucho menos para nuestro juicio crítico. El nombre de eso es totalitarismo, un totalitarismo diferente, lo admito, pero totalitarismo al fin» (p. 133-134).
Tomado de PL