Tenía los ojos azules, la piel muy blanca y rapada la cabeza que alguna vez coronaron cabellos rubios. En una esquina de Berlín o París, cualquier perdido lo habría elegido para orientarse. Pero en la calle 23 de La Habana, que desandaba al ritmo de su fatigado corazón o del de su inseparable perro Igor, creo que nunca nadie lo confundió con un extranjero.
«No hombre, no», habría respondido jocosamente a quien se atreviera a desconocer su auténtica estampa de monte al amanecer y ese extraordinario amor por los arroyos de la Sierra, donde su polvo surcará la eternidad, por decisión propia y de la infinita familia de amigos que fundó después que toda la suya se fue de Cuba.
Tenía cierta predilección por la F: a la gente cercana y querida las llamaba «flacos» o «feos», incluidas las hembras, a las que su «fea» nos sonaba al piropo más hermoso del mundo. Su amiga Celima, reina y señora del significado de las palabras, podrá explicarlo mejor, pero yo tengo mi propia interpretación de aquel código: él nos miraba por dentro, al revés de como suele mirarse el común de la gente, así que nos llamaba también a la inversa de como lucíamos donde otros no ven.
En cuanto a la F, dije cierta predilección, porque en el caso de Fidel, aunque lo escribiera con todas las letras, lo llamaba el Gigante. Pero ahí sí que no podría pensarse en el código del revés y no solo porque el nombrado es exactamente igual por dentro que por fuera, sino porque quien lo bautizó así fue Camilo Cienfuegos, ese ser del que Guillermo heredó tanto —sin tener parentescos de sangre— por la línea de lo cubano y quién sabe si también por el influjo de sus inolvidables charlas con Ramón, el padre del héroe.
Según las rígidas normas del calendario, vivió más de 60 años, pero todo el mundo sabe que Guillermo fue la juventud perpetua. Por eso miles de jóvenes lo leían y lo seguían a todas partes y él vivía inventando aventuras que los involucraban a ellos. «Lo obsesionaba enamorarlos de nuestra historia», decía su entrañable Katiuska Blanco con los ojos abiertos de lágrimas y fijos en un punto inexacto del lugar donde los numerosos parientes que se dio a sí mismo, pusieron bandera, velas, medallas y pendones con regalos de jueves.
«¿Qué más hizo para ser tan querido?», me preguntó un joven que solo conoció sus columnas de JR. «Hizo escuela», dije y le conté de su trabajo fundador desde la editora Abril, las expediciones periodísticas por rutas históricas, los reportajes de investigación, los corresponsales de guerra, el Instituto José Martí, el Costillar de Rocinante, los libros recuperados, los Hemingway y los Kapunchinski que nos enseñó a leer sin orejeras, las mil y una bromas y los mil y un inventos para librarnos de la rutina y el esquema, la coletilla que firmaba Guillermo Tell.
Y su sección A vuelta de correos, seguramente el único rincón de su periodismo que alguna vez fue amargo y punzante por culpa de la burocracia y otros dolores, pero desde la cual hizo obras tan memorables como salvar nuestras playas de una peligrosa ola de prohibición de paso que se coló en el turismo con la crisis de los 90.
Mucho, hizo muchísimo Guillermo Cabrera Álvarez, tanto que si todos los que le conocieron pudieran escribir su epitafio, hasta el cielo se llenaría de epigramas para él. Por eso no habrá lápida.
Pero hay periódicos, donde sus parientes por parte del amor al oficio, podemos ejercer el privilegio de volver a nombrarlo.
El mío diría que «Guillermo fue ese raro intelectual que regalaba ideas». Sé que no lo resume todo, pero dice al menos una parte de lo mejor de él. Las ideas son la propiedad más cara de un intelectual. Casi ninguno las da sin crédito y casi todos las reclaman a cualquier riesgo. Pero Guillermo las daba como si por cada una que regalara le nacieran cientos. Y cuando no las daba, encendía la chispa para que nacieran.
Ayer mismo alguien me pidió prestada una idea por la que hace varios años gané aplausos en una reunión femenina: «la mujer y el hombre de esta época viven en desencuentro porque ellos se pasan la vida buscando a una mujer que ya no existe, y ellas se la pasan buscando a un hombre que todavía no existe».
La idea en realidad me la había regalado Guillermo, pero se negó cuando quise darle crédito. Según me dijo a él también se la habían regalado. «Dime entonces el nombre de quien te la regaló, para citarlo», le dije. «No fea —me respondió— fue una mujer cuyo nombre sí que no te puedo regalar».
Aquel hombre que vivió solo la mayor parte del tiempo, era llamado y visitado sin piedad en sus oficinas de G y 21 por gente que siempre se iba cargada de ideas. Las que regalaba en privado están por todas partes, lo mismo en libros que en periódicos y vallas, firmadas o no por nombres diferentes al suyo. Las otras las repartía colectivamente. Y como era genio, siempre le aparecían muchísimas para sus regalos del jueves.