Bloqueo a Cuba
COLUMNISTAS

Infancia y Rubicón

En circunstancias conocidas, y que para otros —no para él— podían significar asfixia o justificación para la renuncia, Fidel Castro convocó a “salvar la patria, la Revolución y las conquistas del socialismo”.

En uno de los textos donde lo sostuvo, precisó: “hoy lo esencial no es si construimos un socialismo puro, o tal como lo soñamos”.

Pero apenas una semana más tarde, al honrar los sucesos del 26 de Julio de 1953, dejó bien claro: “Ahora nuestro país tiene una tarea prioritaria, como la hemos definido: salvar la patria, la Revolución y las conquistas del socialismo. Digo las conquistas del socialismo porque es por lo que podemos luchar hoy, pero sin renunciar jamás al socialismo”.

No pocas conquistas que cuidar con esmero y decisión había (hay) entre las aludidas, pero cuesta imaginar una que superase en peso propio y en valor simbólico a la concentrada en la atención a la infancia: a niñas y niños, para emplear una formulación más concreta. Quizás ningún otro logro haya influido más que ese en el respeto que Cuba ganó ante el mundo. O de las personas honradas que en él saben respetar.

No importa de quién haya sido la voz que, en momentos asimismo cruciales, proclamó que de los millones de niñas y niños que andaban por el mundo esclavizados, hambrientos, sin atención médica ni escuela y durmiendo en las calles, ninguno era cubano. Esa era una verdad que nos enorgullecía, y que merece ser mimada y salvada, además de seguir viva en su esencia y por entero.

No era una realidad absoluta, porque siempre caben las veleidades personales y casos que pueden escapar a las estadísticas y a las mejores ideas. Hace alrededor de treinta años, a la vera de una plaza de Trinidad —adonde habíamos ido mi familia y yo acompañando a una amiga española—, una niña de cinco o seis años, completamente desnuda, pedía limosnas. Unos dos metros detrás de ella estaba la madre, con una cara que para qué contar. La escena podía verse en otras zonas turísticas, no solo en aquella, y siempre valía asociarla a la picaresca individual, o a la desvergüenza, aunque tampoco entonces debía resultarles ajena a nuestras instituciones y autoridades.

Hoy puede multiplicarse con las penurias económicas agravadas, en primer lugar, por el bloqueo imperialista, y también por deficiencias, imprecisiones y lentitudes nuestras. Las penurias se manifiestan en el aumento de personas —el autor prefiere no describir casos particulares vistos con sus propios ojos— que hurgan en contenedores de basura buscando “prendas”. Sería irresponsable y demasiado cómodo suponer que todos esos “buzos” son enajenados mentales o sencillamente seres sin escrúpulos. Hace mucho tiempo se sabe que entre sicología y sociedad operan nexos tremendos.

Aunque es un asunto para que no se le quite a uno de la mente, quien esto escribe lo ha recordado con particular intensidad, y dolor, al leer “Los hijos de los otros”, de Liudmila Peña Herrera, publicado recientemente. Incluye testimonios de interés, y facilita remitir a él en busca de ejemplos de los que gracias a eso puede prescindir el autor del presente artículo. Es tema en el que no hay detalle de poca monta ni que deba pasarse por alto.

Al articulista no se le ocurriría creer que el cuidado de nuestra infancia pueda haberse excluido u opacado entre las urgencias que nuestro proyecto revolucionario debe seguir atendiendo con la mayor prioridad. Pero teme a lo que se puede estimar una peligrosa tendencia a acostumbrarnos a ver hechos y tragedias que nos laceran y frente a los cuales parecería que nada podemos hacer. Si no pudiéramos, tendríamos que inventar cómo revertirlos, porque es algo en que nos va la vida política, social y ética de la nación: nos va la patria, o —en tributo a Miguel de Unamuno— la matria.

No son pocas las cosas indeseables a las que parece que nos acostumbramos, o hay quienes se acostumbran —¿será que no las ven?— en medio de penosas condiciones de vida agravadas por una pandemia a la que pudo Cuba sobreponerse ejemplarmente gracias al carácter socialista de su proyecto, no por obra y gracia de empresas privadas, cualesquiera que sean sus tamaños. Pero estamos sufriendo también los estragos de un proceso llamado de reordenamiento y que, si era necesario desde mucho antes, hay razones para estimar que se aplicó en los momentos menos propicios. Quizás porque se entendió que ya no se podía esperar más.

Incluso se admitió que los responsables de orquestar y aplicar dicho proceso se habían extralimitado. Pero —hasta donde sabe quien esto escribe— nunca se informó quiénes se habían extralimitado ni en qué consistió su extralimitación, dicho sea en singular, de modo genérico, y menos aún qué sanción se les aplicó a quienes incurrieron en ella. La insuficiencia informativa parece haber acompañado en general a otros males a los que no debemos acostumbrarnos, otro indicio de lo mucho que puede hacer la Ley de Comunicación Social recientemente aprobada.

Entre los males ninguno sería más grave que menguar —no digamos ya abandonar— la atención que debe seguir dándose a la infancia no solo de modo general, sino en lo más específico y localizable, aunque sean anomalías particulares o familiares. Nada cabe descuidar.

No solo el día en que incurramos en semejante descuido, sino que no seamos capaces de darle la máxima atención a tan vital asunto —con todas las de la ley y todos los esfuerzos y razonamientos—, ya ni siquiera estaríamos salvando las conquistas del socialismo: estaríamos renunciando al reclamo del Comandante de no renunciar jamás a construir ese modelo de justicia.

Habremos cruzado el Rubicón y tomado, no precisamente hacia la victoria y la luz, un camino del que sería más que difícil retornar.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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