La construcción de las nuevas relaciones de producción que supone el socialismo implica un enorme desafío histórico, ya que el hombre debe prepararse para participar de forma consciente en este proceso.
En Cuba, el pueblo llegaba al triunfo de la Revolución después de siglos de preponderancia de los intereses individuales y de su materialización a través de la propiedad privada.
La implantación de la propiedad social sobre los medios de producción no suponía meramente un acto jurídico, sino una raigal transformación de la mentalidad del ser humano que debía aprender a conjugar, en un período de tiempo muy breve, sus intereses individuales con los intereses sociales, aceptando –además– la prioridad de estos últimos como premisa para el avance de los proyectos personales.
Ello suponía un proceso político e ideológico de adaptación a las nuevas condiciones sociales que no podía transcurrir sin atravesar complejas circunstancias y profundas contradicciones, especialmente si se tiene en cuenta la tradición que durante siglos llevó al ser humano a enfrentarse a sus semejantes para lograr la supervivencia, basado primero en la existencia de la producción mercantil simple asociada personalmente a su trabajo y después a la producción mercantil capitalista, al servirse del trabajo ajeno.
El hecho de que durante la transición al socialismo no fuera posible eliminar a corto plazo las condiciones que engendraban la producción mercantil y las categorías mercantiles, a partir del bajo nivel de desarrollo alcanzado, reforzaba en el individuo la noción del carácter “natural” y permanente que durante siglos ya tenía la producción de mercancías.
En la medida en que los factores subjetivos no se desarrollaron suficientemente como para permitir una comprensión de este complejo proceso, fue hasta cierto punto lógica la aceptación primero y la asimilación acrítica después, del mercado en el socialismo. Si a ello se añade la complejidad técnica presente para el desarrollo de las nuevas formas de dirección económica de la sociedad a través de la planificación,[1] parecería a muchos que la misma no hacía más que entorpecer la actuación “natural” del mercado.
No es de extrañar entonces que la búsqueda de resultados económicos más eficientes a nivel microeconómico se encontraran casi siempre potenciando el aislamiento social de las empresas frente a la planificación estatal que, en las condiciones del socialismo europeo, resultaba ineficiente en muchos aspectos.
Ese fue el rumbo que comenzaron a tomar las reformas económicas de los países socialistas europeos en los años 60 del pasado siglo,[2] a través de las que se abrieron espacios cada vez más amplios para los mecanismos de mercado limitando, por su supuesta o real ineficiencia, la aplicación de la planificación social que, además de sus carencias de orden técnico, se asociaba a la ausencia de participación popular en la toma de decisiones que se adoptaban central y burocráticamente en el denominado socialismo real.[3]
Una ilustración histórica del papel de los factores políticos e ideológicos y sus vínculos con una dirección socialmente planificada ineficiente, se pone de manifiesto en la historia económica de Europa Oriental y muy especialmente en el caso de Yugoeslavia, donde el desarrollo de la autogestión obrera a nivel de empresa no encontró otro camino para su inserción en la economía que acudir a los mecanismos de mercado, desechando la planificación; en Hungría, que proclamó la identidad entre socialismo y nivel de vida alimentando una suerte de consumismo insostenible y eliminando la planificación centralizada en 1968, o el caso de Polonia, donde ni siquiera las reformas orientadas al mercado tuvieron una funcionalidad mínima ni una aceptación social para hacerlas viables.[4]
La interpretación de las relaciones monetario-mercantiles como un fenómeno propio del socialismo y por tanto, no contradictorio con este sistema, condujo a que se extendiera el modelo de socialismo de mercado en los años 80, hasta que solo quedó el mercado y nada del socialismo con la desaparición de la URSS en diciembre de 1991.
(Continuará).
[1] Ya a finales de los años 20 del pasado siglo los ideólogos del liberalismo burgués se encargaron de impugnar la posibilidad de alcanzar decisiones económicas racionales a través de la planificación, por las dificultades técnicas que ello suponía. En tal sentido la refutación inicial a estas impugnaciones de autores como Ludwig Von Mises por parte del economista marxista polaco Oskar Lange se estructuraron a partir de una suerte de simulación del mercado con los instrumentos de la planificación. Surgieron así las primeras variantes de lo que sería después el socialismo de mercado.
[2] Una visión ya completamente afín a la existencia del mercado en el socialismo había sido adoptada desde 1950 por el modelo de autogestión yugoslava.
[3] La enorme significación del componente democrático de la sociedad y por tanto de la planificación para su adecuado desarrollo, sólo fue incorporado formalmente al debate económico en el llamado socialismo real. Sobre el tema se han desarrollado diferentes estudios en la búsqueda de una planificación participativa. Ver de Michael Albert y Robin Hahnel “The Political Economy of Participatory Economics”, Princeton University Press, Princeton, 1991 y de Pat Devine “Democracy and Economic Planning” Polity Press, Cambidge, 1988.
[4] Ver el análisis de Alec Nove en “La economía del socialismo factible”, Editorial Siglo XXI, Madrid, 1991, Tercera Parte.