No fueron pocos los que, durante una protesta aislada en Cuba el sábado pasado, clamaron por la invasión desde sus cómodos sofás en Florida. El incidente ocurrió en Caimanera, una ciudad de unos 10 mil habitantes, de geografía semidesértica y golpeada duramente por la crisis económica que asola a la isla, bloqueo mediante. De los 361 kilómetros cuadrados que tiene el municipio de igual nombre, 115 están ocupados por la Base Naval de Guantánamo que mantiene Estados Unidos contra la voluntad de los cubanos.
La manifestación pacífica, cuya demanda principal era el envío de alimentos, duró algo más de una hora e involucró a una fracción de vecinos. Muy pocos transmitieron en directo o postearon comentarios en Facebook, y no por falta de oportunidades o acceso, porque la penetración de Internet sobrepasa las dos terceras partes de la población. Con escasos testimonios y grandes fantasías intervencionistas, la operación de influencia extranjera en las redes convirtió 60 minutos de protesta en tres días de zafarrancho digital. Y digo «extranjera», porque menos de cinco por ciento de los contenidos publicados en Twitter y Facebook se originaron en la isla y, si se revisa la conversación con la palabra «Caimanera», cualquiera puede ver que la mayoría de los residentes en Cuba que la mencionan no son adversarios del gobierno.
Desde que existen las plataformas sociales, las movilizaciones políticas en un país suelen ser acompañadas por ciudadanos locales en una proporción aproximada de nueve mensajes originados en redes internas por uno externo. Solo en contadas ocasiones no ha sido así, como en Bolivia en 2019, cuando se crearon misteriosamente más de 68 mil cuentas falsas en Twitter para generar la percepción de acompañamiento popular al golpe de Estado contra Evo Morales. O en Irán, durante la llamada la Revolución Twitter o la Revolución verde iraní de 2009, donde más de 60 por ciento de los mensajes antigubernamentales provenían de usuarios estadounidenses. Un análisis del semanario Business Week, publicado en junio de ese año, demostró que en Irán se habían expresado contra el gobierno menos de 100 usuarios, de los 8 mil que en ese momento estaban activos en ese país.
Desde entonces el discurso del odio en Internet ha afrontado retos específicos que derivan de la singularidad de la red. Su carácter trasnacional convierte el ciberespacio en un lugar sobre el que los gobiernos nacionales tienen poca capacidad de control, o peor aún, terminan subordinados de facto a la ley estadunidense, a la cual se subordinan las grandes plataformas sociales que controlan 80 por ciento de los datos y el tiempo de vigilia de los usuarios de Internet en el mundo. Como recuerda la investigadora Zeynep Tufekci en su libro Twitter y gas lacrimógeno: el poder y la fragilidad de las protestas en la red (2017), estas empresas siguen sin chistar la lista del Departamento de Estado para los «patrocinadores del terrorismo», por lo que vigila especialmente a las organizaciones y países que aparecen en el inventario anual que publica esa agencia gubernamental. En casi cualquier país enemigo de Washington, añade Tufekci, «los tipos de personas que tienen más probabilidades en Twitter y Facebook son a menudo aquellos que están de un lado del conflicto, el lado con más poder y privilegios».
La naturaleza patentada, opaca y personalizada del control algorítmico en la web impide saber qué impulsa la visibilidad en las plataformas, lo que ven la cantidad de personas y cómo y por qué. A diferencia de la televisión abierta, que transmite lo mismo para todo el mundo. Sin embargo, ni siquiera esa nebulosidad explica procesos sumamente extraños que ocurren en el territorio digital cubano. En Caimanera, por ejemplo, bastaron 12 minutos para que una directa por Facebook alcanzara miles de visualizaciones. El usuario que lo emitió tenía apenas 100 seguidores.
Si no fuera Cuba, seguramente algún experto estaría sorprendido con estas estadísticas y por la fascinación que tienen ciertos estadounidenses, la mayoría afincados en Miami, por provocar estallidos violentos, guerras civiles y hasta invasiones fuera de sus fronteras. Quizás hasta podría conectar a estos grupos con el libertarismo reaccionario que llevó a la toma del Capitolio en enero de 2020, seguidores más o menos conscientes del modelo hitleriano, al que a veces parodian en sus expresiones y gestos.
Hace unos días el experto en comunicación política Antoni Gutiérrez-Rubí llamaba la atención sobre la naturalización de los excesos en las redes, en nombre de la libertad. «En la sociedad de los gritos, los insultos y las mentiras solo parecen más ruido», dice. Y clamar en Twitter por una invasión al país vecino mientras se mordisquea una pizza, algo de lo más normal.
Tomado de La Jornada