Había nacido el 7 de abril de 1930 y su espíritu de rebeldía, cultivado desde la casa e influenciado por ideas de avanzada de profesores exiliados llegados a Cuba después de la Guerra Civil Española, despertó más aún con el golpe del 10 de marzo de 1952, de Fulgencio Batista, cuando ella no había cumplido los 22. Vilma Espín pensó que era el colmo que los tramposos no respetaran ni siquiera la receta de la llamada democracia representativa.
Cuando en su aula se enteraron del zarpazo, un profesor dijo, solo como un chiste, que si aquel «madrugón» era verdad había que alzarse, pero ella no lo sintió como broma: pensaba que sí, que en serio… ¡había que alzarse!
Así que cuando los soldados comenzaron a subir a su Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba, Vilma y su amiga Asela de los Santos no solo tomaron las bocinas con aquellos versos de Guillén —«No sé por qué piensas tú, soldado que te odio yo, si somos la misma cosa…»—, sino que se les encararon, decía ella que «de frescas», a los intrusos que llevaban fusiles al lugar donde solo debía haber libros y lápices.
«¿Usted qué quiere…?», desafiaba ella, delgadísima y enérgica, a un militar grandón al que, muy probablemente, se le puso chiquita… la gorra.
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Eran los tiempos de las sayas bien puestas. En la mismísima Universidad de Oriente, con ayuda de los bedeles, comenzaron a escribir panfletos y a repartirlos por todo Santiago. Tomaron hasta un plano y se dividieron la ciudad entre varios compañeros, pero al principio las mensajeras fueron solo las muchachas, que escondían los papeles en… ¡las faldas!
Fue entonces cuando Vilma le puso cierta «postdata» a unos versos de José María Heredia, coterráneo suyo y gran poeta de todos los cubanos. Resulta que, bajo una estrofa del bardo que había escrito aquello de que «…si un pueblo su dura cadena no se atreve a romper con sus manos, bien le es fácil mudar de tiranos, pero nunca libre será», Vilma agregó un verso hexasílabo claro y potente como las aguas del Niágara: «¡Abajo Batista!».
El panfleto fue descubierto y al final todo se pareció al relato español de Lope de Vega, sobre el triste final de un comendador de Fuenteovejuna: cuando, en Santiago de Cuba, un militar preguntó al profesor que estaba allí quién había escrito aquello, este no pudo más que encogerse de hombros y responder: «¡Heredia, señor!».
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Todavía muchos se preguntan cómo Vilma burlaba a tantos soldados que la buscaban por todo Santiago. ¿¡Cómo se les escapaba!? La respuesta casi parece «sencilla»: Lo mismo era Vilma, que Alicia, que Mónica, que Deborah, que Mariela. Si una sola era un problema para los batistianos, cómo serían tantas juntas, al mismo tiempo, en la misma ciudad. Se disfrazaba, se cambiaba de casa… como diría mucho después, en Caracas, una pintada sobre cómo ponía Hugo Chávez —el gran amigo de Fidel y Raúl— a los imperialistas: ¡Los tenía locos!
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Vilma era mucha Vilma. La capitana del equipo de voleibol —les decían Las mambisas— también bailaba, lo mismo El lago de los cisnes que una danza húngara o arrollaba en el carnaval. Sí, ella gustaba mucho de los boleros y la música instrumental, pero decía que no había nada tan sabroso como una conga en Santiago de Cuba. Hacía de chofer de sus compañeros, sabía disparar, cantaba… ¡era mujer al completo!
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Aquella mañana de julio de 1953, la de la Santa Ana, los tiros en el Cuartel Moncada despertaron a Vilma, que vivía cerca de allí, en la calle San Jerónimo. Su papá se preocupó porque, cuando la vio inquieta, creyó que estaba en el asunto, pero lo que le intrigaba a ella era quiénes serían los asaltantes. Al otro día se fue con Asela de los Santos para el cuartel y le dijo a un soldado —muy «amable» él, después que habían matado a tantos prisioneros— que querían ver a los heridos. El militar quiso hacerse el listo: «¿Qué heridos?», pero ya ella tenía otro nombre mejor para definirlos: «¡Venimos a ver qué cara tienen los valientes!»
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Vilma también vivió unos meses en «el monstruo» y le conoció sus entrañas. Para alejarla del peligro, su papá la envió a Boston, a un posgrado de nueve meses. Ella ya había visto en Santiago lo que eran marines yanquis, tan cerca de la tierra que nos robaron, cerca de allí, en Caimanera, pero en Estados Unidos adquirió experiencias para lo que vendría, así que a la vuelta pasó por México, para conocer a la tropa que preparaba la expedición en el yate Granma.
En el aeropuerto de México le llovieron las sorpresas: la esperaba Fidel, con una orquídea en la mano. Los cubanos eran un montón, y se fueron en un carro, apiñados, unos sobre otros.
Después, Fidel le dio instrucciones y cartas, sobre todo para Frank País. Ahí fue donde conoció al amor de su vida. Mucho tiempo después escribiría: «El primer encuentro con Raúl fue en México. ¡Qué lejos estaba una de pensar nada!». Se demoró, pero cuando Vilma pensaba algo, le salía bien.
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Era una mujer hermosa y elegante, que sabía idiomas y normas de protocolo, ¡pero nada de frágil! Si hacía falta, se adaptaba a la situación y se volvía más fuerte que nadie. Cuando ella y la Sierra Maestra comenzaban a conocerse y a tratarse de montaña a montaña, unos campesinos les llevaron bastante comida a los guerrilleros y ella, que había llegado hacía poco de la ciudad, no tenía mucha hambre. Dejó buena parte de su arroz con pollo y malanga, que en seguida aprovecharon unos rebeldes hambrientos. Vilma dudaba: «¿cómo darles sobras…?». Con el tiempo se le quitó la duda, porque escribió: «En la guerra nadie dejaba una sobrita. Todo el mundo se la repartía».
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Un día, en la Sierra, le presentaron al Che, que no mostraba mucha «etiqueta» en el vestir. ¡Su pantalón ya estaba descocido y se le salía parte de su ropa interior! Vilma bromeó con él sobre su edad: había escuchado tanto de la historia de él que pensaba que era un viejo. Entre ella, Haydée Santamaría y Celia Sánchez remendaron no solo sus pantalones, sino también la ropa de todos los guerrilleros.
Vilma le comentó: «Tú no hablas como argentino…», y el Che le respondió: «¡Es que soy internacional!». Al cabo, la Revolución Cubana tuvo en ellos a dos de sus mejores embajadores ante los pueblos del mundo. ¡Y ante la Historia!
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Ella sabía que el Apóstol siempre salva a los cubanos. Cuando llevaba en su carro, de Santiago de Cuba a Manzanillo, a combatientes que iban a hacerse guerrilleros, los soldados los paraban para averiguar quiénes eran, adónde iban… y ella, muy serena, solía responder que iban a la calle Martí de este o aquel pueblo. La fórmula casi siempre funcionaba, no solo porque en Cuba las calles son como bustos infinitos del Maestro, sino porque el Maestro, ni entonces ni ahora, nunca nos abandona.
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Si no llenara toda la altura de una mujer, ella no hubiera podido relevar en la dirección del Movimiento 26 de Julio en Oriente a Frank País, ese ángel combatiente que Santiago entero sigue llorando, todos los días. Y allá por la mitad de 1958, ya «quemada» en la ciudad por su intensa ejecutoria, Vilma Espín se quedó en la Sierra Maestra.
Ella hubiera querido seguir desafiando peligros en la ciudad de calles empinadas, pero Raúl (que entonces se firmaba Juan Carlos) intercedió y le explicó en una carta a otra combatiente que quería a Vilma en la capital de Oriente: «… por Frank hacer lo mismo, ya no lo tenemos luchando a nuestro lado. Insisto en que la “rabi-larga” venga para acá. Si la agarran la van a descuartizar, tú te morirás de remordimiento y cargo de conciencia y el movimiento habrá perdido dos grandes compañeros». Y así, la “rabi-larga” se quedó en las lomas. Ese mote singular se debía a su pelo, largo y rubio.
Bajo el pelo brillaba una cabeza preciada. Vilma se convirtió en delegada nacional del 26 de Julio en el Segundo Frente Oriental, que se llamaba como Frank y comandaba Raúl. Aquello era, como ella dijo, una República: organizaron direcciones de comunicaciones, transporte, educación… ¡Los guajiros estaban asombrados de que unos pocos guerrilleros llevaran allá arriba lo que gobiernos enteros no daban ni en las ciudades! Allá hicieron, entre combate y combate, la primera campaña de alfabetización. Mientras su amiga Asela se ocupaba de las escuelas, el doctor José Ramón Machado Ventura dispuso la primera salud pública… ¡pública de verdad!
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Al final de la guerra, Fidel preparaba un ataque conjunto a Guantánamo y a Santiago para acabar de derrotar a Batista. Lo llevaría a cabo con sus fuerzas, las de Raúl y las de Juan Almeida, pero no hizo falta: el dictador se fue volando, literalmente, cargado de maletas con dinero ajeno. Así que, en lugar de ir a pelear a Guantánamo, que era su idea, Vilma se fue con todos —especie de conga inmensa con toques de Revolución— a su querido Santiago, donde le emocionó ver a las mujeres en la calle, a los hombres celebrando hasta en piyama, a la gente alegre… Y caminó con todos ellos al Ayuntamiento, a escuchar a Fidel, cosa que nunca dejó de hacer. Entre ellos fueron grandes interlocutores. Aun con Vilma fallecida, Fidel siguió el diálogo en una Reflexión.
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La Federación de Mujeres Cubanas (FMC) es otra historia. Cuba era un país de amas de casa. Demasiado «amor» a la casa, pero poco por sus mujeres. Cuando triunfó la Revolución, en el país el 90 por ciento de ellas trabajaba —o pasaba trabajo— solamente en el hogar, sin profesión ni oficio. Y en el campo era peor, así que muchas le proponían a Vilma que les creara una organización que terminara esa discriminación. Cuando ella consultó a Raúl, él respondió con tres palabras: «Trabaja en eso». ¡Y mira que trabajó!
El 23 de agosto de 1960 se hizo la constitución oficial, pero todo estuvo listo desde antes, lo que pasaba era que Vilma quería que Fidel presidiera el acto y Fidel, que tampoco renunciaría a estar presente, porque esa era parte de su gran batalla, tenía miles de urgencias que atender. «Bueno, ¿cuándo…?», le preguntaba ella, y él: «En cuanto tenga un chancecito vamos a constituirla». Y sí, apareció el chancecito y, con el líder al frente, ese otro 23 de la Historia las muchachas de Cuba también «rompieron un corojo»… en la palma de la igualdad.
Fidel dijo entonces: «Y hoy se reúnen las mujeres y constituyen esta Federación de Mujeres Cubanas, unidas en esa palabra: cubanas, y unidas en esa bandera que llevan en sus manos». Ellas, con Vilma de estrella, eran también franjas de la bandera.
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Desde el principio de la Revolución, Fidel afirmó que, si se eliminaba el desempleo, las mujeres podían trabajar, pero había un problema: ¿quién cuidaba de sus niños? Así que Vilma, al frente de la Federación, puso manos a las obras. No solo se construyeron nuevos edificios, sino que hasta en casonas abandonadas por los burgueses y donde antes solo se criaban uno o dos «niños rubios con ojos rubios y dientes rubios», ahora se cuidarían a los hijos de trabajadoras que cualquier origen, de toda condición y «colores» múltiples.
Se trataba no solo de construir o adaptar locales: había que formar a las educadoras y asistentes, fijar un programa, atender los presupuestos, crear la red de servicios. ¡Eso solo lo podía garantizar una guerrillera que, después del triunfo, fue cualquier cosa menos clandestina! ¡Vilma no paraba, estaba en todas partes!
Todas las cubanas aportaron ideas para sufragar los primeros círculos: pequeñas fiestas, encuentros, propaganda… Compraban materiales y llevaban herramientas. Crearon hasta la campaña de la tacita de café de cinco centavos: tres por tomarlo y dos para los círculos. ¡Café con aroma de… federadas, ideal para comentar, en tertulias de Marianas (Grajales) las buenas nuevas!
¿De dónde salieron tantas? Las mismas mujeres que antes estaban encerradas en las casas se convirtieron en albañiles, maestras de obra, carpinteras, electricistas, plomeras… ¡y ahí están los círculos que ellas hicieron, muy bonitos todavía! Ah, ¿pero quién era la gran jefa de obra?: ¡Vilma Espín!
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A la heroína le gustaban las flores, ¡pero no todo a su alrededor era color de rosa! ¿Quién podía engañar a la revolucionaria perspicaz? Una vez fue a un círculo infantil y se sentó a conversar con los niños. Todos brillaban en vestuario nuevo, desde los tenis de blanquísima suela hasta los pulóveres.
El ambiente era impecable, como el de un laboratorio de biotecnología. «¡Ay, qué ropita más linda!», «¡Qué camisita más linda!», «¡Qué blusita tan linda…!», piropeaba la querida madrina y los chiquillos de preescolar, que en seguida se sintieron en confianza, le respondieron: «¡Sí, nos vistieron para la visita!». Ella ya se había dado cuenta; solo buscaba comprobarlo en la palabra de los que no saben mentir.
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Hay muchas maneras de ser hermosa. Vilma era bella, dulce, pero a la hora de pelear por las cubanas era todo menos mansa. Decía claramente que quienes abusen del poder para impedir el acceso de una mujer preparada al trabajo, deben ser sancionados.
En cierta ocasión escribió que se daba el caso «… de mujeres que no son aceptadas en un cargo para el que están capacitadas, a pesar de que presentaron la solicitud de empleo con anterioridad al que fuera seleccionado. O de administradores que prefieren mujeres jóvenes, solteras y, por qué no decirlo, más bonitas». Ella, que ya lo era por fuera, se hacía más hermosa porque las defendía a todas por igual.
Enfrentó mucho más. Otro día criticó un caso de la convocatoria para un curso de dependientes de tiendas de productos industriales en el que se exigía, solo a las aspirantes femeninas, presentar un «certificado de moral».
«¿Qué organismo tiene potestad para emitir tal documento?», preguntaba entonces. Nadie podría responderle.
Ella misma escribió sobre un caso peor: en una cafetería sacaron de su puesto a una mujer por haber sido infiel a su esposo, pero el hombre que tuvo relaciones con ella, también casado, no tuvo problema alguno. Era clara en sus juicios: lo considerado inmoral para ellas tendría que ser inmoral para ellos, y también contra esa justicia había que aplicar la vigilancia revolucionaria.
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Vilma Espín puso luces nuevas no solo en la vida de antiguas prostitutas. Miles de jóvenes campesinas llegaron a La Habana, además de a aprender corte y costura y a curarse, a vivir por primera vez (en) sus vidas. Médicos, dentistas, profesores y maestros de oficios, conferencistas… se dedicaron por completo a sacar la oscuridad de su cuerpo y sus cabezas.
Se hizo tanto por ellas que, muy pronto, temerosa de la amenaza que sería que más de 14 000 cubanas llevaran semejante verdad a sus familias del campo, la contrarrevolución creó los fantasmas de siempre: que las iban a prostituir o a mandar para la Unión Soviética para hacer con ellas carne en conserva.
Algunos campesinos, analfabetos la mayoría, se creyeron la mentira, pero cuando llegaban a La Habana a «rescatar» a sus niñas y veían las mujeres en que las habían convertido Vilma y Fidel, en vez de llevárselas, se ponían a llorar de emoción.
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Fue la mano más poderosa de la Revolución para salvar de la prostitución a miles de mujeres y niñas. Las censaban y les atendían la salud, muy mala, por cierto. Se les daba un empleo o un lugar para aprender un oficio. Para ellas se crearon escuelas y centros artesanales donde encaminarlas hacia trabajos dignos.
Aida Ballester, una antigua prostituta, recordaba cómo, al frente de un grupo, Vilma llegó un día a la casa donde ella «trabajaba» y, como hizo Fidel con Cuba, ¡mandó a parar!
A la muchacha le habían quitado el sueño de celebrar sus 15, pero Vilma y Fidel llegaron a tiempo para rescatarle una sonrisa que su cara ya no recordaba. Aida estaba impresionada de que, después, gracias a la Federación, una madre cubana le llevara a su niña de 13 años para que ella, nada menos que ella, le enseñara a leer y escribir. «¡Esa madre confió en mí…!», escribiría con letras nuevas, sin salir del asombro.
Pero la joven recibió más: se casó de blanco, tuvo una hija y dos nietos, aprendió varios oficios. Aida fue elegida ¡delegada al Séptimo Congreso de la FMC! y se vio de repente sentada en un teatro con las personas más prominentes del país. Tan pronto pudo, se acercó a Vilma y le dijo: «¡Gracias. Te debo mi vida!», y Vilma le respondió que no le agradeciera a ella sola, sino a mucha gente.
Más tarde, Aida Ballester, la prostituta en los tiempos de Batista, fue hasta a una escuela del Partido y, cuando le preguntaron quiénes habían sido sus profesores, no tuvo que pensar mucho para decir: «¡Vilma y Fidel!»
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Dejó historias por todas partes. En cierta ocasión, en una cárcel de mujeres, una muchacha reconoció, llorando, que con el proceder que la llevó a ese sitio había «traicionado a Vilma», a quien había conocido en los tiempos en que la heroína visitaba el hogar de niños sin amparo filial donde ella había crecido.
«Nos revisaba la ropa, las camas, las libretas. Iba a la cocina a ver la higiene y qué estaban cocinando», dijo la joven antes de prometer que saldría y le cumpliría a la presidenta de la FMC siendo buena federada.
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Es que era una gran acompañante, un escudo de pueblo bordado con los hilos de la sensibilidad. Allá por el año 2003, en otro hogar de niños sin amparo familiar, en Sancti Spíritus, después de saludar y esas cosas, sentó en sus piernas a Felipe, el más pequeño del grupo. En seguida se percató de que el muchacho no veía bien. Preguntó y le dijeron que, además, tenía afectado su desarrollo intelectual.
Se fue, pero al día siguiente llamó a Sancti Spíritus, desde La Habana, donde había coordinado un examen para Felipe en el prestigioso hospital del Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas (CIMEQ). Encima, le buscó un alojamiento con jardín, para que durante su estancia en un lugar extraño, el pequeño pudiera jugar.
Vilma le llevó juguetes y en toda la semana de investigaciones médicas llamaba al director del hospital para saber de ese espirituanito que aparentemente, ¡solo aparentemente!, no tenía a nadie en este mundo.
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Otra vez, en una escala en Holguín del avión en que viajaba, subieron un médico y una enfermera con una niña en una incubadora. Vilma se ocupó de sentarse al lado y preguntarle a la joven madre todo sobre la pequeña, le dio sus teléfonos y al rato, cuando el doctor comprobó que quedaba poco oxígeno, Vilma envió a su ayudante a la cabina para hacer que llamaran al hospital y dispusieran una ambulancia, con oxígeno, en el aeropuerto.
Su desvelo no acabó ahí: cada día, su asistente debía darle un parte de la situación de aquella familia tunera desconocida. La niña, que tenía una malformación congénita, murió, pero Vilma le dio entonces seguimiento a la joven madre, que junto con su pareja fue alojada y estudiada por los médicos. Al cabo, pudieron tener un segundo bebé. El papá de la pequeña llamaba a cualquier hora, con la certeza de que su angustia familiar era compartida en La Habana nada menos que por Vilma Espín.
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El verde era su color preferido. Aunque vistiera otros tonos, siempre llevaba, en el alma, su traje verde olivo. Como el «chaleco moral» de Fidel, ella nunca se quitó ese uniforme del espíritu, ni en su tierra ni fuera de ella. Una vez en Suecia, durante la primera sesión del Congreso Mundial contra la Explotación Sexual Infantil, anunciaron de repente que iban a aprobar el documento final. ¿¡El documento final!?
Al parecer, las otras delegaciones extranjeras se hicieron más «suecas» que los propios anfitriones y dejaron pasar el anuncio, pero la cubana no. Dicen que Vilma salió como una bala, asaltó el podio y la palabra: ¿cómo iban a aprobar lo que no se había discutido? ¡Con lo caro que costaban los pasajes, cómo les van a faltar así el respeto a Cuba y a otros países! Los aplausos del auditorio pusieron la justicia y el honor en su lugar.
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Con tales atributos, no fue extraño que ella fuera la segunda cubana en hacerse ingeniera química. Será por esa habilidad con los átomos, las moléculas y con la gente —porque estamos hechos de átomos—, que encontró las formas para unir a todas las mujeres y ganar para ellas el respeto de los hombres, empezando por Fidel, el guía que cuando pensaba en las cubanas llamaba: ¡Vilma! Pero donde se lució como ingeniera de la especialidad fue haciendo su química personal con Raúl.
Mucho combate, sí, pero ella y Raúl fueron, ni más ni menos, dos jóvenes en la guerra. Se hicieron novios un día de noviembre, en la Sierra Maestra. Estaban hablando y él, de pronto, recostó su cabeza en el hombro de ella.
Vilma le preguntó qué pasaba y Raúl respondió. «¡Que estamos enamorados!».
Pura táctica y estrategia, a lo Mario Benedetti, pero con las balas cerca: «Y tú, ¿cómo lo sabes?», ripostó ella. Y él atacó hasta con el filo del asombro: «¡¿Ah, pero tú no lo sabes?!».
Así empezó el noviazgo. Hicieron planes para casarse «por todo lo alto», en la Sierra Maestra, a finales de diciembre, pero vino el final de la guerra, la «rebambaramba», como decía ella, y resultó hasta mejor, porque finalmente celebraron la boda el 26 de enero, no solo en Santiago de Cuba, sino ¡en Revolución! ¡Hay que mirar aquellas fotos para para entender también, en ellas, la esperanza compartida de todo un pueblo que recuperaba el blanco para la luz de sus días y hasta para los zapatos de las hijas de los carboneros!
Vilma era una novia especial que, igual que en la clandestinidad y en las lomas, sabía que emprendería una lucha, hasta el final, por su felicidad. Hacía un mes y medio que había hecho un pequeño autorretrato y se lo había dedicado a su novio, con esta nota: «Espero que estemos siempre juntos y no sea necesario que cuando quieras verme apeles a esta foto ¿Verdad? Te quiere, tu Vilma».
Pasó el tiempo y pasó el amor sobre el mar. Ella partió el 18 de junio de 2007 y sus restos descansan en el Mausoleo del Segundo Frente Oriental Frank País, en las estribaciones de la montaña de Mícara.
Raúl no solo le cumplió el deseo de que se vieran constantemente, sino que, después de la marcha de su amada, reservó un espacio a su lado, bajo el cielo guerrillero de Segundo Frente, para algún día volver a recostarse, de nuevo, en su hombro. Para siempre.
Nota: Este texto es una versión del escrito por el propio autor el año pasado para el guion de la gala de la Compañía de Teatro Infantil «La Colmenita», dedicada a los 92 años del natalicio de Vilma Espín. Los datos fueron tomados, en lo fundamental, del libro Vilma, una vida extraordinaria, de Juan Carlos Rodríguez, y de varios trabajos periodísticos sobre la heroína.
Como siempre Milanés me deja sin palabras, que manera de escribir depurado, limpio, con el corazón puesto en cada frase. Un abrazo amigo.
Gracias, Chabela. Ojalå consiga eso que dices. Abrazo para ti.