La penetración cultural propalada desde el Imperio es instrumento de la desideologización, y para el resurgimiento de un anticomunismo que viste ropaje neofascista
La posmodernidad y su arte conceptual generan sus modas. Estas modas ya no son tendencias estéticas o sugerencias de modales, sino verdaderas direcciones ideológicas para afiliar y redirigir nuestro pensamiento. Una de las bases del paradigma de estos tiempos es hacernos entender que todo es relativo, que hablar de las verdades absolutas es un signo de ignorancia, intolerancia o conservadurismo de perdedores y desadaptados.
Recuerdo una exposición de luces en el centro de Santiago de Chile hace varios años. Era un mundo de oscuridad relleno de tubos fosforescentes, de varias formas, tamaños y colores, uno se sentía parte del plancton en las profundidades del abismo oceánico, donde de vez en cuando pasaban cardúmenes de los escolares, guiados por los elocuentes intérpretes del paisaje que explican «qué quiso decir el artista». Me daba miedo pensar. Entendía que el arte ya dejó de ser arte y cualquier construcción publicitaria con algo de presupuesto y un par de efectos ópticos y psicodélicos se puede presentar como un nuevo mundo revolucionario, donde tenemos que ser evacuados de nuestra falta de fantasía y esta pobre desteñida realidad.
Recordé con nostalgia los tiempos cuando el arte todavía dependía de las habilidades técnicas de la persona, tenía sentido y razón y en vez de desconectarnos del mundo hasta más nos reafirmaba en este nuestro aquí y ahora. Era parte de nuestra búsqueda de lo humano, de lo bello, de lo justo, de lo absoluto.
Ahora estoy tratando de proyectar esa sensación de asombro cuando veo las noticias y los titulares sobre «los rebeldes» que se alzan contra las «corruptas tiranías» con el apoyo del Departamento de Estado de EE.UU. o de los gobiernos de los países miembros de la OTAN. Hoy en las calles de la capital georgiana Tbilisi, al igual que hace 9 años en Kiev, aparecen manifestantes empuñando las banderas estadounidenses. ¿Qué tenía que pasar en nuestro mundo en las últimas décadas para que un relativismo histórico y descriterio total se apoderasen de nuestros pueblos, dejando de manifiesto al mundo, que las drogas propagandísticas en las venas de las redes sociales y de los cables televisivos nos hacen ver el mundo con los ojos de sus dueños?
¿Alguien podría imaginar al Che, a Lumumba o a Ho Chi Minh recibiendo las armas del Ejército norteamericano como «un apoyo táctico circunstancial», «aprovechando las contradicciones entre las superpotencias» en la lucha «contra un enemigo común»?
Es cierto que no todos los «luchadores antimperialistas», realmente defendieron a sus pueblos y más de un villano y aventurero político buscó el poder con fines muy diferentes. Pero todos los que fueron a gobernar nuestros países con el apoyo o beneplácito del Gobierno del imperio norteamericano han sido los enemigos de sus pueblos, más allá de las obvias diferencias circunstanciales económicas, culturales o geográficas. Si hay banderas que siempre y sin excepción alguna, significaron para los pueblos del mundo las guerras, la miseria y la injusticia, son esas banderas de rayas y estrellas.
La mirada posmoderna, impuesta por los medios, obliga a relativizar lo absoluto y empuja a construir ideas basadas en la nada, ya que está tan de moda ser «de mente abierta» y entender que «este mundo no es el de antes». Gran parte de las construcciones artísticas del sistema hacen recordar el cuento del rey desnudo, su mensaje político es aún más claro: olvidémonos de los términos absolutos y perdámonos entre los matices, así nos aseguraremos de que las causas de las luchas del futuro sean siempre promovidas desde el poder de arriba que controla todo, el mismo poder quedará diluido entre más de mil metáforas de moda y nunca será nombrado.
Así, mientras los activistas sociales siguen discutiendo el número correcto de géneros y los derechos de insectos de «nuestres hermanes zancudes», los pobres seguirán muriendo de hambre (ahora por las estimaciones más conservadoras un poco más de un millón cada mes), las sanciones económicas criminales condenarán a países enteros a la miseria, la salud seguirá convirtiéndose en un privilegio para la casta de los elegidos y la educación con la cultura continuará mutando en fábricas de ignorancia y ordinariez; mientras tanto en el corazón de Europa, los «jóvenes radicales de ultraderecha» seguirán destruyendo los monumentos a los vencedores del fascismo y profanando sus tumbas, presentando estos actos casi como unos nuevos «performances» artísticos en un mundo lleno de libertades, donde todo es relativo y por ende permitido.
Si el siglo pasado no logró generar un referente histórico del bien absoluto, el del mal absoluto sí: el fascismo nazi. Durante varias décadas, entre los países con diferentes sistemas sociales se mantuvo un claro consenso en torno a eso y la memoria de las víctimas del fascismo y el agradecimiento a los soldados que lo combatieron, fueron absolutos. Con el cambio del siglo, el imperio decadente e incapaz de generar y proyectar hacia el futuro nada nuevo, en complicidad con los grandes dueños de las industrias, tecnologías, capitales y medios de comunicación mundiales tomó la decisión de reformatear el mundo que ya no les aseguraba niveles del poder de antes. Los arqueólogos del futuro explicarán a nuestros nietos por qué la terrible pandemia terminó con los primeros disparos de la guerra entre Rusia y la OTAN.
Los grandes capitales del planeta, al igual que hace casi un siglo, unieron su proyecto con la ideología nazi, la que ahora fue adaptada a las sensibilidades de nuevas generaciones, ya no debe ser ni antisemita ni homofóbica ni proclamar la superioridad de la raza aria. Ahora le basta con el anticomunismo (si ese anticomunismo proviene de la «izquierda democrática» es mejor), la ignorancia y una intolerancia total para cualquier cuestionamiento de fondo o desacuerdo. Su bandera es el «progreso» donde el rubio supermán alemán es reemplazado por un medio hombre-medio robot del sueño transhumanista, que representará una nueva especie humana de la gente bonita, sana, inteligente, competitiva y tal vez eterna, que tendrá que desplazar de la faz de la Tierra a todos los que sobramos, es decir feos, pobres, enfermos, mortales, malpensantes y disidentes (los llamados «impuros» en aquel primer nazismo).
La bandera de Estados Unidos hoy simboliza esta lucha. No es una guerra contra Rusia o Irán o la mismísima China, es una guerra contra la humanidad y nuestra posibilidad de unirnos, abrazarnos, organizarnos y construir para el futuro una sociedad un poco más decente. Las banderas norteamericanas se levantan en todas las trincheras del antihumanismo y con su presencia, lo contaminan todo. No puede haber luchas justas con la complicidad o el apoyo del enemigo de la humanidad. Este enemigo hoy es tan poderoso que cualquier relación con él, en lo más mínimo que sea, abre abismos imposibles de saltar. El otro lado simplemente desaparece. Estados Unidos no tiene ni conoce relaciones con amigos o aliados, que sería algo parecido a la paridad. Esta geometría del poder siempre es vertical y la única forma de relacionarse con ellos es convirtiéndolos en su cómplice, su herramienta o su vasallo. En el mundo hay muchos colores y matices, pero es algo absoluto e inexplicable desde su arte conceptual.
Para buscar las causas justas hay que encontrar las trincheras de enfrente.
(Tomado de Russia Today. Fecha de publicación: 13 de marzo de 2023)