Leyendo un artículo de Harold Bloom sospeché un tema que quizás sea el más abarcador y necesario, el de las relaciones de la política, el pueblo y la poesía. Dicho así, puede parecer asunto manido o demagógico, por la falta de seriedad con que estos términos se han manejado en su más burda interrelación, la manipulada por la política al uso y por lo antipolítico de moda. Pero las especulaciones de Bloom sobre «Poesía y represión», con independencia de su brillante ironía dialéctica y del insondable resentimiento en que se fundan a partir de Vico y Nietzsche, culminando en una retórica freudiana que no se priva de la Gnosis ni de la Cábala, me hacen pensar, o más bien sentir, que el concepto real de la poesía y de la crítica de la poesía que protagonizan esas páginas, deudoras de la cultura universal, no ha sido objeto ni remotamente, de exploraciones semejantes ni mucho menos aproximativas o, para decirlo mejor, integradoras.
¿Qué papel juega el pueblo, quiero decir, la vecinería, la gente común, innegable substrato del mundo en que vivimos, en que hemos vivido siempre, dentro de la historia y la vivencia de esa «poesía fuerte» que tan agudamente estudia Bloom y con él, por lo menos desde Platón y Aristóteles, una legión de filósofos de la literatura? Los ciudadanos que constituyen el tejido social en que se mueven los sucesivos señores Bloom, y que, entre otras cosas, los alimentan para que puedan pensar, ¿no tienen nada que ver con el objeto de sus indagaciones? Y ese objeto, el más subjetivo de todos, ¿estará radicalmente divorciado de las esferas donde, para bien o para mal, se gobierna o desgobierna la vida social de las gentes? He aquí la cuestión de la que somos de tal modo partícipes que intentar dilucidarla nos produce una especie de vértigo, y sin embargo sospechamos que en no intentarlo se esconde algo así como una vergüenza, como un escándalo del ser. Quede para otra ocasión ese intento, mientras abordamos el tema que hoy nos convoca, el cual, a su vez, súbitamente, se nos presenta como una respuesta cenital.
La respuesta cubana y americana a esa vergüenza, a ese escándalo, se llama José Martí, porque en él la política, el pueblo y la poesía constituyen -a diversos niveles de significado- una sola cosa: la vida real, saturada de imaginación, no esa bruma inapresable que ahora llaman «el imaginario». La costumbre de leerlo, el hábito de citarlo, nos ha alejado de los supuestos de una obra que no estuvo ni quiso estar nunca separada un segundo ni un milímetro, no obstante su impulso siempre trascendente, de la vida corriente y circundante.
La política fue para él un asunto del alma. La originalidad individual fue para él algo que debemos a la comunidad universal, de lo que cada pueblo es como un poeta diferente, un creador distinto. La poesía, en cuanto significa creación, fue para él la consistencia de todas las cosas. Es por eso que, cuando arrecian los problemas concretos de los hombres y seres de carne y hueso que nos rodean, forman nuestra atmósfera vital y en cierto sentido nos constituyen, podemos acudir a Martí, en primer lugar, como a una inteligencia y a una sensibilidad sin compartimentos estancos, tan interesados en la vida de los insectos como en las bodas de la luz, como en los mecanismos del ferrocarril como en las leyes de la economía como en los resortes de un poema como en los sistemas de gobierno, y sobre todo interesado en la redención real de los hombres. «La esclavitud de los hombres», dijo, «es la gran pena del mundo», y a redimir o consolar esa pena dedicó su vida, en la que estuvo siempre actuando el amor a lo que Ernesto Guevara llamó «la humanidad viviente», no la humanidad abstracta de los filósofos ni de los políticos al uso, sino la humanidad terriblemente individualizada de las madres, la vecinería entrañable, ese pueblo hacia cuyos rastros personales iba su palabra y que por fin conoció en la entera desnudez poética y política de sus últimos Diarios.
Hoy nuestro pueblo no sólo tiene grandes problemas y afronta graves peligros, sino que es un pueblo en carne viva. A las escaseces de todo tipo se suma el desgarramiento de los que se van y de los que, incluyendo niños, han muerto en ese intento. Sabemos de sobra quiénes son los principales responsables de ese éxodo masivo, pero hay un hecho implacable que está más allá de toda explicación o argumento: los que se van, asumiendo mortales riesgos, son cubanos a quienes la palabra de Martí no ha llegado. ¿Culpa suya o culpa nuestra?
No importa ya. Nuestro deber es que eso no siga ocurriendo porque Martí vivió para ellos y murió también por ellos. Nuestra educación revolucionaria no ha sido bastante efectiva «para el bien de todos». Tal vez la masividad que era su obligación conspiró contra la calidad que era su ideal. En todo caso, a casi 36 años del triunfo de la Revolución, comprobamos crecientes zonas de descreimiento y desencanto en los jóvenes tanto iletrados como pertenecientes a minorías intelectuales. Sabemos que este fenómeno del nihilismo juvenil, filosóficamente articulado por la corriente llamada «postmodernismo» es un fenómeno universal y que en nuestro país no es un fenómeno mayoritario. Pero en este campo las minorías tienen un peso específico imprevisible y la Revolución, por muy masiva que sea, tiene que ver en cada joven desmoralizado, escéptico político, marginal o antisocial, un innegable y doloroso fracaso.
La Revolución no se puede resignar a este tipo de fracaso, por relativo que sea. La Revolución no puede conformarse con decir de los que se lanzan al mar en embarcaciones frágiles y arriesgan las vidas de sus niños y ancianos son delincuentes, son irresponsables, son antisociales. En todo caso son nuestros delincuentes, nuestros irresponsables, nuestros antisociales. La Revolución también se hizo y se hace para ellos, no puede admitir que sigan siendo subproductos suyos. Hagamos nuestro máximo esfuerzo porque la palabra de Martí llegue a ellos con algo más que pueriles juegos de manos en la televisión.
Imaginemos a un ciudadano, nacido dentro de las peores circunstancias económicas y familiares, a quien, de niño, en el Círculo Infantil y en el preescolar, le hayan hablado adecuadamente de Martí; que entre los cinco y los once años, le hayan leído los cuentos de La Edad de Oro y él mismo haya leído algunos poemas de Ismaelillo y el prólogo de los Versos Sencillos, con el contexto biográfico e histórico asequible a su edad; que de los doce a los catorce años, en la Secundaria Básica, ampliando las lecturas anteriores y siempre con la iconografía correspondiente, haya entendido la dedicatoria de Ismaelillo y el prólogo de los Versos Sencillos, mediante una breve explicación de lo que fue la Primera Conferencia Internacional Americana, así como, con análoga contextualización biográfica e histórica, textos como «Céspedes y Agramonte», «Rafael María de Mendive», «Mi Raza», «El General Gómez», «Antonio Maceo», «Mariana Maceo», el prólogo a «Los poetas de la guerra» y las «Cartas a María Mantilla», que, ya en el noveno grado, ha sido capaz de redactar una síntesis de la vida y obra de Martí, con sus impresiones personales de las lecturas realizadas. Ese adolescente, en tránsito hacia la primera juventud, continúe o no estudios preuniversitarios o politécnicos, de los quince a diecisiete años, debiera tener a mano, como compañía vitalicia de un maestro cuyo gusto ya ha adquirido, «El Presidio Político en Cuba», las cartas a Gómez y a Maceo del 20 de julio de 1882, «Vindicación de Cuba», el discurso «Madre América», fragmentos de las crónicas sobre el Congreso Internacional de Washington y la Conferencia Monetaria, «Nuestra América», «Con todos y para el bien de todos», «Los pinos nuevos», las Bases del Partido Revolucionario Cubano, la carta abierta a Enrique Collazo, «El tercer año del Partido Revolucionario Cubano», «La verdad sobre los Estados Unidos», «Los pobres de la tierra», las cartas a Federico Enríquez y Carvajal y de despedida a la madre y al hijo, el Manifiesto de Montecristi, el Diario de Campaña, las últimas cartas a la familia Mantilla y la carta trunca a Manuel A. Mercado.
¿Parece mucho pedir, mucho esperar? Probemos la esperanza, sistemáticamente, sin burocracia pedagógica, la invencible esperanza, hagamos el experimento de una formación martiana que vaya desde el Círculo Infantil hasta las especialidades universitarias y que solo termine con la vida.
En esta hora de Cuba, en víspera del Centenario de la caída en combate de José Martí, considerando que él es el centro de nuestra historia y de nuestro proyecto cultural revolucionario, no creo que tengamos más segura tabla de salvación nacional.
No cometo la ingenuidad de aspirar a que cada ciudadano sea un especialista en la vida y obra de José Martí, pero si cometo la ingenuidad (fuerza del espíritu en que siempre he creído) de aspirar a que cada cubano sea un martiano. Y si llega a serlo aunque solo haya alcanzado una escolaridad de noveno grado, como vimos en nuestro ejemplo, y aunque se dedique a las tareas más disímiles, ¿llegará un día a ser un marginal de la patria, un irresponsable, un antisocial? ¿No es Martí suficiente vacuna contra esos venenos ambientales? ¿No es Martí capaz de hacer de cada cubano, por humilde e iletrado que sea, un patriota? ¿No es capaz de inspirarle resguardo ético, amor profundo a su país, resistencia frente a la adversidad, limpieza de vida?
Para ello, en realidad, habría que renovar y completar la campaña de alfabetización. Muchas veces se ha dicho que esa campaña, memorable proeza de nuestro pueblo, se inspiraba en las ideas de un artículo de Martí: «Maestros ambulantes». Básicamente esto fue cierto, pero se soslayaba el contenido espiritual de lo que podemos llamar la campaña de alfabetización martiana. Así el mencionado artículo comienza diciendo: «Hay un cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí, y son, sin embargo, la clave de la paz pública, la elevación espiritual y la grandeza patria». Lo del ala de colibrí, como el primer gesto que nos enamoró en una muchacha, no se olvida nunca. El encanto de este maestro está en lo que dice y en cómo lo dice, dos contenidos inseparables. Las «verdades esenciales» que debieran ser el Credo de todos los cubanos están en el ala del colibrí de su obra llena de gracia.
La campaña que ahora necesitamos, en un pueblo que sabe leer y escribir y que ha alcanzado niveles científicos admirables pero que en su mayoría conoce mal su historia y por lo tanto el argumento de su propia vida, es una campaña de espiritualidad y de conciencia.
Sobre todo para la parte más rudimentaria de nuestra población sería preciso partir de estas premisas estampadas en «Maestros Ambulantes».
La mayor parte de los hombres ha pasado dormida sobre la tierra. Comieron y bebieron; pero no supieron de sí. La cruzada se ha de emprender ahora para revelar a los hombres su propia naturaleza, y para darles, con el conocimiento de la ciencia llana y práctica, la independencia personal que fortalece la bondad y fomenta el decoro y el orgullo de ser criatura amable y cosa viviente en el magno universo.
Este es el lenguaje que el mundo está olvidando y que nosotros no podemos olvidar, porque está en la raíz de nuestra cultura. Si lo olvidamos, nos quedamos vacíos. Es el lenguaje que los más cultos debieran usar siempre con los más incultos, el lenguaje de la sabiduría que se dirige directamente a cada persona, el lenguaje de la gran filosofía y de la gran poesía que se sabe deudora de los más humildes, que se siente obligada a servirlos, y que por eso no desdeña el arte de la política sino que más bien quisiera hacer de toda experiencia y actividad humana una forma superior de la política entendida no solo como el arte de gobernar a los hombres sino también de gobernarse los hombres.
Si cada ciudadano, en efecto, conquista su independencia personal y aprende a gobernarla en beneficio común, el gobierno de la bondad y del decoro está asegurado junto con la independencia nacional y la pertenencia al «magno universo».
«En suma», escribió Martí en 1884, «se necesita abrir una campaña de ternura y de ciencia, y crear para ella un cuerpo, que no existe, de maestros misioneros». Ternura y letras llevaron nuestros inolvidables alfabetizadores a los más remotos rincones de la Isla, convencidos por Martí de que «la escuela ambulante es la única que puede remediar la ignorancia campesina». Hoy nuestro mayor problema espiritual, sin excluir los campos, está en las ciudades, y la ignorancia que hay que remediar es de otra especie. Es en verdad la ignorancia de sí mismo, de la propia historia, de la propia naturaleza, de la propia alma. En cuanto a esta, no ignoraba por cierto Martí que era un campo de tentaciones y batallas, por lo que también advertía «que quien intente mejorar al hombre no ha de prescindir de sus malas pasiones, sino contarla como factor importantísimo, y ver de no obrar contra ellas, sino con ellas». Sorprendente advertencia para quienes se han hecho una imagen edulcorada e irreal de Martí. No se lidia con los hombres sin conocerlos, y él los conoció a fondo, en ocasiones hasta la náusea y el horror. Pero también los conoció en su posibilidad de ennoblecimiento, de heroísmo y de luz, a cuyo servicio había que poner las fuerzas egoístas, «lo que», según dijo en este mismo artículo, «tiene de bajo e interesado el alma humana». Para ello hay que ir, como él va siempre, a la raíz de la humanidad, que es en primer término, en lo individual como en lo nacional originalidad y por lo tanto independencia, pero una independencia que debe ponerse al servicio de la justicia común. Por eso, refiriéndose a los Lunes de «La Liga» de Nueva York, donde él era maestro, afirmó que «la epopeya renace con cada alma libre: quien ve en sí es la epopeya», porque ese «ver en sí» descubre la veta de lo humano superior, de lo humano más profundo, de la poesía del alma, luz propia del alma original, a lo que añade: «Y artesanos o príncipes, esos son los creadores. Epopeya es raíz». Epopeya, fijémonos bien, no es sólo el estruendo de las batallas exteriores; esas mismas batallas son huecas y estériles si no tienen savia de epopeya íntima, raigal, de entrega libre. Y por ese camino llega Martí a su formulación política más terrible y diamantina, en la que todos los días de Dios tenemos que meditar:
«O la república tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio íntegro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre, o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos».
¿Será necesario saber sánscrito, física nuclear o semiótica para entender lo que es «carácter entero», lo que es «hábito de trabajar con sus manos», lo que es «pensar por sí propio», lo que es «ejercicio íntegro de sí», lo que es «respeto al ejercicio íntegro de los demás», lo que es «honor de familia» y «decoro del hombre»? Ningún lenguaje más político, ni más poético, ni más popular, sobre todo cuando se concluye que, sin esas virtudes, «la república no vale una lágrima de nuestras mujeres», en un país en que las madres, las esposas y las hermanas han tenido que llorar tanto, «ni una sola gota de sangre de nuestros bravos», en un país en que se han derramado ríos de sangre por la libertad y la justicia. Estas son algunas de las «verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí». Otras son las siguientes:
Por maravillosa compensación de la naturaleza aquel que se da crece; y el que se repliega en sí, y vive de pequeños goces, y teme partirlos con los demás, y sólo piensa avariciosamente en beneficiar sus apetitos, se va trocando de hombre en soledad (…) La felicidad existe sobre la tierra; y se la conquista con el ejercicio prudente de la razón, el conocimiento de la armonía del universo, y la práctica constante de la generosidad. El que la busque en otra parte, no la hallará: que después de haber gustado todas las copas de la vida, sólo en esas se encuentra sabor.
¿Por qué no enseñamos estas cosas, todos los días, y con sus palabras consustanciales, en nuestras escuelas? ¿Por qué no escribimos cada mañana en el pizarrón sentencias como esta, para que los niños, los adolescentes y los jóvenes las interpreten en diálogo abierto: «Los hombres han de vivir en el goce pacífico, natural e inevitable de la libertad, como viven en el goce del aire y de la luz»? ¿Se trata, por desventura, de sentencias ininteligibles para una cabeza normal y un corazón cubano?
¿Por qué no comentamos ampliamente con nuestros alumnos mayores el artículo de Martí en Patria sobre «El remedio anexionista», en el que advierte que «la idea de la anexión, por causas naturales y constantes, es un factor grave y continuo de la política cubana», y prevé, como si estuviera viendo nuestros días actuales: «Mañana, por causas menos atendibles de nuestra política interior, perturbará nuestra república»?
Realmente, si no acudimos constante y copiosamente a este guía y maestro, no tenemos perdón, pero cuidando de no convertirlo en una asignatura que hay que aprobar, en un «teque» que hay que soportar, en un sonsonete que hay que recitar.
Maestros inspirados en él necesitamos, maestros de verdad, por humildes que sean. Maestros capaces de ser todos los días alumnos suyos, maestros con la profunda vocación de «formar», no sólo de informar, pero que no confundan la formación con ningún tipo de imposición y mucho menos con ese burdo refinamiento del paternalismo que consiste en «enseñar» a ser libre, creativo y audaz. Tales cosas o son innatas o se aprenden por indirectos modos, pero nunca se aprenden como libertad, creatividad y audacia «dirigidas» y «orientadas» hacia un fin previsto, y si así se aprenden, son inútiles o nocivas. Acerquemos sencillamente el niño, con la menor intervención nuestra, al hechizo del «hombre de La Edad de Oro»; despertemos «la fantasía maravillada» del adolescente con la eticidad y entendimiento de su verbo; propongamos al adulto el sentido de la vida que se desprende de toda su obra; y dejemos que en cada edad, en cada individuo, esa semilla obre. Si la tierra no es absolutamente estéril –raro caso–, la planta de pensamiento propio y sentimiento noble crecerá sola pero enemiga de la soledad egoísta; sola y solidaria. Se habrá formado un martiano.
¿Y por qué no aspirar a que todos los cubanos lo sean? No martianos redichos, huecos, repetitivos y falsos. Hombres entrados en su propia originalidad, en su propia independencia, en su propia vocación individual y nacional, en su propia humanidad universal, en su propia epopeya.
¿Cuántos cubanos así llegarían a ser algún día lo que hoy dolorosamente llamamos «antisociales»? Pudiera haberlos, sí, antisocialistas, inconformes conscientes que abandonarán el país, pero nunca, ni en Cuba ni fuera, tendríamos que avergonzarnos de ellos. Y la patria sería más fuerte aún, porque en la hora actual de Cuba sabemos que nuestra verdadera fortaleza está en asumir nuestra historia, y que el escudo invulnerable de nuestra historia se llama José Martí.
Foto de portada: Fragmento de un cuadro del pintor cubano Ernesto Rancaño.
Este texto se publicó originalmente en el periódico Juventud Rebelde, el 18 de septiembre de 1994.