Como la caja de Pandora de la mitología griega, desde hace casi ocho años, una real se destapó en México con el caso Ayotzinapa, tras los hechos relativos a los 43 estudiantes de la Escuela Normal de esa localidad que en la noche del 26 de septiembre de 2014, desaparecieron en la ciudad mexicana de Iguala, en el estado de Guerrero, y nunca más se supo de 40 de ellos.
La vuelta del suceso a los planos estelares del escenario mediático la trajo la calificación de “Crimen de Estado”, dado por la Comisión de la Verdad, encargada de la pesquisa ordenada por Andrés Manuel López Obrador desde su llegada a la presidencia de la nación hace cuatro años.
El dictamen, hecho público en días pasado, se centra en la implicación de funcionarios del “más alto nivel del gobierno” en el hecho, informó el subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, quien encabeza la indagación designado por el presidente López Obrador, del Movimiento Regeneración Nacional (Morena).
Con ello cae por tierra el primer informe oficial denominado “Verdad histórica”, con el cual la anterior administración del entonces mandatario Enrique Peña Nieto (2012-2018), del Partido Revolucionario Institucional (PRI), creyó cerrar las averiguaciones y el expediente del delito.
Familiares de los desaparecidos, analistas, peritos y una parte importante de la opinión pública local consideraban que la “Verdad histórica” fue una acción destinada a cerrar el crimen lo antes posible para que el fuego que provocaba el escándalo no llegara finalmente a las oficinas del gobierno federal.
El nombre del referido expediente se le debe al entonces procurador general de México, Jesús Murillo Karam, quien estuvo al frente de esa primera indagación oficial.
Luego de hacerse público el nuevo pronunciamiento, Murillo Karam fue detenido bajo la acusación de “desaparición forzada, tortura y obstrucción de la justicia”, a lo que se sumó el ocultamiento de los vínculos del crimen organizado con las autoridades federales, incluido el Ejército.
Medios internacionales exponen que a lo largo de estos ocho años la narrativa sobre el suceso se tejió diciendo que los estudiantes desaparecidos se proponían boicotear el acto electoral de María de los Ángeles Pineda, esposa del entonces alcalde de la localidad de Iguala, José Luis Abarca, lo que provocó la persecución y detención de los estudiantes normalistas.
La “Verdad histórica” recoge en sus legajos, recordó la BBC, que los jóvenes fueron trasladados a la comandancia de la policía de Iguala y entregados al crimen organizado. La relatoría expone que sicarios de Guerreros Unidos los incineraron en el basurero de Cocula, al “confundirlos” con rivales de Los Rojos, y los restos fueron lanzados a un río cercano. En síntesis, la culpa y el castigo criminales quedaron en las instancias local y regional.
Para entonces, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes que venía desde el principio inquiriendo el horrendo acto de sangre y aportando pruebas, refutó el documento por inexacto y alejado de la realidad.
Tras la publicación del informe del “Crimen de Estado”, López Obrador afirmó que el caso Ayotzinapa “no está cerrado” e instó a “castigar a los responsables” para “la no repetición”.
Narcopolítica
Ríos de tinta han corrido sobre este escándalo político reforzando la matriz de opinión de que el caso Ayotzinapa es el ejemplo más aberrante y brutal de un mal mayor que, desde hace mucho tiempo, corroe a la sociedad mexicana: la narcopolítica y la magnitud de violencia que desata cuando ve amenazado su poder.
Sobre el asunto, el escritor y activista uruguayo Raúl Zibechi, dedicado al trabajo con movimientos sociales en América Latina, meses antes de la desaparición de los estudiantes normalistas había definido al Estado mexicano como una institución criminal donde se fusionan el narco y los políticos para controlar la sociedad.
Valdría recordar la matanza acaecida el 2 de octubre de 1968 cuando francotiradores del Ejército y el grupo paramilitar Batallón Olimpia dispararon contra miles de personas que se manifestaban en la plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, Ciudad de México donde se estiman murieron unos 400 personas y heridas mil. Aquella multitud protestaba por la fuerte represión del que era objeto el movimiento estudiantil bajo el mandato del presidente Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) del PRI.
A su ministro de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez (del mismo partido de Díaz Ordaz) se le imputó la cacería humana. No son pocos quienes señalan con amarga ironía, que el “premio” por la feroz represión le allanó el camino a la presidencia mexicana en el sexenio 1970-1976 por parte de la clase política dominante.
Con el tiempo, la Matanza de Tlatelolco, recogida así en la memoria histórica, fue reconocida como un acto de terrorismo de Estado. Por cierto, ese hecho guarda una conexión simbólica con los 43 estudiantes de Ayotzinapa, pues ellos formaban parte de un grupo de cien de sus condiscípulos que el día de su desaparición iban hacia a la capital mexicana para asistir una marcha homenaje a los caídos en aquella ocasión.
Lo de Tlatelolco devino escándalo mundial (como lo es el de Ayotzinapa) que forma parte prominente de la llamada “guerra sucia” en México entre los años 60 y parte de los 80, cuya dirección estuvo enfilada a reprimir violentamente cualquier manifestación de descontento contra el poder, recuerdan por estos días líderes de izquierda.
Artículos publicados en torno al reciente informe del crimen de Iguala, hacen referencia a pronunciamientos de la ONU donde se insiste en el esclarecimiento de los grados de responsabilidad del Estado mexicano en las desapariciones en el país.
Esos subrayados ponen la mira en la identificación de casos donde los agentes del Estado participaron directamente en ellos, y otros donde hay una clara colaboración entre crimen organizado y autoridades.
Los números también denuncian: desde el 2006 hasta mediados del 2013, habían desaparecidos 26 121 personas en zonas mexicanas marcadas en rojo por la violencia del narco.
A lo anterior se suman los datos aportados por del luchador independentista y analista político puertorriqueño, el jurista Alejandro Torres Rivera, quien señala que en el sexenio del presidente Felipe Calderón (2006-2012), del Partido Acción Nacional (PAN), se produjeron 102 969 homicidios y en la de su sucesor, Enrique Peña Nieto, las muertes ascendieron a 23 640.
Estadísticas indican que los dos años más violentos en la historia de México a saber son 2019 y 2020 con 34.681 y 34.554 asesinatos, respectivamente.
Otro ejemplo de blanco predilecto de la violencia en México son los periodistas. Los hechos demuestran que el tema más peligroso para los reporteros del país es averiguar los vínculos entre el crimen organizado y los políticos.
Denuncias de organizaciones profesionales del gremio sostienen también que los periodistas son objeto de ataques de los grupos de narcotraficantes y de políticos locales cooptados por los carteles de la droga; asimismo, el 99% de los asesinatos quedan impunes. Como botón de muestra, en los ocho meses transcurrido de este año han sido asesinando 13 colegas.
Con este panorama reseñado se comprenderá que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha heredado la narcopolítica como la carga más pesada y compleja a enfrentar en su administración, y la resolución del caso Ayotzinapa se convierte en una suerte de línea de flotación en el crucial asunto.
Tras el pronunciamiento preliminar de la Comisión de la Verdad, están pendientes por contestar interrogantes como esclarecer dónde están los restos de los estudiantes desaparecidos a tenor con lo expresado en el informe de que “no hay indicios” de que los estudiantes sigan con vida; también, encontrar los mensajes de ejecución y desaparición de éstos como pruebas irrefutables.
En la hoja de ruta de la entidad pesquisadora están aún por elucidar, además, la participación de otros componentes del sistema político en el hecho. Y no por último menos importante, profundizar en la implicación del Ejército en los hechos que parece ser significativa.
Y como un mal menor, digamos, intensificar la exploración en la intrincada selva burocrática de la justicia mexicana que apaña y obstaculiza, directa o indirectamente, el camino para llevar ante los tribunales al resto de los autores intelectuales y materiales del crimen.
Por lo pronto, el tiempo corre a contrarreloj, pues al sexenio del presidente Andrés Manuel López Obrador le quedan tan solo dos años para encontrar toda la verdad.