Como su Reportaje (al pie de la horca), esta crónica comienza con la noche de abril de 1942 en que Julius Fucik fue capturado por la Gestapo y llevado, casi de urgencia, a una sala de… tortura. Como su propias letras —¡tinta en vena o sangre en pluma, qué sé yo…!— estos trazos apuntan, más que a la rabia recurrente de cada 8 de septiembre por la forma en que murió uno de los nuestros, a la entereza del periodista que, mientras veía caer sus dientes sobre un charco escarlata, pensaba en el amor que rebrotaba en la ciudad, terco e inmune al peor de los fascismos.
Sus colegas hemos escrito, en negro y negro, tanto luto en su nombre que a menudo soslayamos al Fucik primordial: el prisionero asomado perennemente a la belleza que no permitió ahorcaran, con él, su visión del porvenir.
Solo con un amor semejante pudo blindar su flor de escritor sensible, para el reporte noticioso y la reposada crítica, con la espina del guerrero. Así, respondió al torturador que apelaba a su «inteligencia» para que colaborase: «¡Qué razonamiento! Ser inteligente: traicionar. ¡No soy inteligente!».
¡Benditos los no inteligentes de este gremio, ahora que hay en el mundo medios completos, y hasta cadenas de ellos, dedicados sin rubor a ese «periodismo inteligente» que traiciona no a un hombre, sino a pueblos enteros!
Ni en la cárcel de Pankrác, donde escribió Reportaje al pie de la horca, ni en la de Plötzensee, donde fue ahorcado al pie del reportaje —a esas alturas, completado y escondido en fragmentos clandestinos— el profesor Horák (ese era su nombre de guerra) rindió sus esperanzas.
Era un Quijote, sí, pero pleno de cordura y, en amores, más que bien correspondido. Su esposa Gusta Fucíková, que le quería a él tanto como a sus ideas, sufrió cautiverio en el campo de concentración de Ravensbrück, donde supo que Julius había sido sentenciado.
«Al volver a mi patria liberada busqué y rebusqué las huellas de mi marido. Hice lo que hicieron millares y millares de personas. Me enteré de que había sido ejecutado en Berlín el día 8 de septiembre de 1943, quince días después de su condena. También supe que había escrito algo mientras estuvo en la cárcel», escribió Gusta.
Ese «algo», que resultó este reportaje inmarchitable, fue salvado también por la bondad. Adolf Kolínsky, un militar de las SS de origen checo que se declaró alemán para ayudar a los suyos en Pankrác, fue quien un día dijo a Julius, como al descuido: «Si quiere escribir…», y acompañó la frase con el regalo de un lápiz y un trozo de papel.
Fueron 167 tiras de papel higiénico que el reo llenó con la pasión de un estudiante de periodismo y la síntesis de un curtido maestro de las primeras planas, mientras Kolínsky vigilaba en el pasillo para después sacar el texto que, pasada la guerra, traduciría denuncia y fe, en partes iguales, a más de 80 lenguas.
Julius era filósofo, militante comunista desde los 18 años, crítico literario y teatral, y redactor de las publicaciones de avanzada Rudé Právo y Tvorba, pero terminó demostrando que su competencia mayor era amar a la humanidad. Pocos lo demostraron a tal grado, en trance semejante.
Sencillamente espantaba el llanto. Por eso advirtió, poco antes de ser ejecutado a los 40 años: «Este es mi testamento para ustedes, camaradas, para todos aquellos que he querido. Si creen que las lágrimas borrarán el triste torbellino de la pena, lloren un momento. Pero no se lamenten. He vivido por la alegría y por la alegría muero, sería un agravio poner sobre mi tumba el ángel de la tristeza».
Pongamos entonces, sobre su tumba, un ángel de la alegría. Le quedaría mejor al color de sus alas. Lo merece el periodista que tasó así todos los brillos de la hidalguía: «Cuando la lucha es a muerte; el fiel resiste, el indeciso renuncia, el cobarde traiciona, el burgués se desespera y el héroe combate». No hay que decir cuál fue su elección.
Él se aplicó la frase su última madrugada, rumbo a la horca. Comenzó a cantar La Internacional y los guardias de la SS lo amordazaron, pero entonces otros presos continuaron el coro, que le sirvió de despedida de este mundo que tanto quiso.
Así murió. O eso parece… Derrotada la guerra con los nazis vencidos, su Gusta publicó el libro. En su patria nacieron esculturas de Julius y en 1958, durante el IV Congreso de la Organización Internacional de Periodistas (OIP) en Bucarest, se proclamó la fecha de su caída, 8 de septiembre, como Día Internacional del Periodista.
Luego, ya se sabe, el mundo cabeza abajo: quebró el socialismo europeo, se cambiaron fronteras y, en la sacudida, cayó, con los monumentos, el recuerdo de héroes como Julius Fucik.
Periodistas, Julius nos ha amado; estemos alertas, cabría convocar hoy que volvemos a su biografía. Precisamos no solo rescatar su figura —tan subversiva ahora como en su tiempo— sino además armar una organización mundial de periodismo progresista. Está más que probado: hay que hacer reportajes al pie de Julius Fucik porque alejarse de él acerca los fascismos.
Tenemos que buscarlo como hiciera una vez el mismísimo Pablo Neruda, quien plasmó su indagación en un poema:
«Por las calles de Praga en invierno cada día/ pasé junto a los muros de la casa de piedra/ en que fue torturado Julius Fucik./ La casa no dice nada, piedra color de invierno,/ barras de hierro, ventanas sordas./ Pero cada día yo pasé por allí,/ miré, toqué los muros, busqué el eco,/ la palabra, la voz, la huella pura del héroe./ Y así salió su frente/ una vez, y sus manos otra tarde,/ y luego todo el hombre fue acompañándome,/ fue acompañándome…»
Describiendo al que crece, los versos recuerdan al «combatiente» muerto «al fin de la batalla» en el poema Masa, del gran poeta peruano César Vallejo, quien dibuja al luchador caído que, de tanta compañía popular, «echóse a andar». Tras su búsqueda intensa, Neruda hace un hallazgo similar:
«Por las calles de Praga/ tu figura,/ pero no un dios alado,/ sino el pálido rostro perseguido/ que después de la muerte nos sonríe».
No, no hablemos tanto de su caída, cuando sigue su ascenso por los 8 de septiembre. No tapemos esa sonrisa que impactara al autor de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, con el oscuro manto que tendió sobre todos nosotros su tortura. No pensemos que, 79 años después de mirarle sereno los ojos a la muerte, Julius delate nuestras fallas de humanos compañeros —un error ortográfico o un ético horror— «frente a los instrumentos».
Avisó a tiempo: «No hablaré. Confiad en mí. Después de todo, mi fin ya no puede estar lejano. Esto ahora es sólo un sueño, una pesadilla febril: los golpes llueven, los esbirros me refrescan con agua. Y nuevos golpes. Y otra vez: ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla! Pero aún no consigo morir».
Es 8 de septiembre. De nuevo. Lo han visto los forenses de la Historia: el fascismo cayó en aquella guerra y hoy echa otra, peleando como un zombie. No es corta la trinchera de la prensa, pero estamos en ella, disparando párrafos, pasándonos reportajes cual cigarros, tranquilos de tener al lado, para aprender a escribir y a deletrear los amores, a Julius Fucik, el alegre colega que no logra morirse.
Ilustración de la portada: Daniela Parera Monzote
Gracias, Milo. Qué bueno saberte en el bandonde.los “no inteligentes”, donde también me apunto.