El Watergate es sistémico. Una práctica, una manifestación institucional de la estructura política estadounidense. El famoso escándalo ni siquiera empezó en 1972, hace 50 años, cuando cinco hombres fueron detenidos a las 2:30 de una madrugada de junio en las oficinas del Comité Nacional Demócrata, en Washington. Estaban instalando micrófonos y tomando fotografías, cosa que ya habían hecho antes en la Embajada de Chile y en el consultorio de Daniel Ellsberg, el analista del gobierno que había filtrado los “Papeles del Pentágono” y puesto en jaque la narrativa oficial sobre la guerra de Estados Unidos en Vietnam.
Fueron conocidos como The plumbers, los plomeros, porque una vez detenidos declararon: “Si nos contrataron para evitar filtraciones, es que somos plomeros”, es decir, agentes especiales encubiertos. Habían sido empleados por Howard Hunt y Gordon Liddy, dos hombres vinculados al Comité de Reelección del Presidente, un equipo formado por militantes del Partido Republicano creado por Richard Nixon y al que el mandatario había encargado su campaña en los comicios de noviembre de 1972.
Los cinco llegaron el 17 de junio de ese año a la capital desde Miami, y ese mismo día se alojaron en el hotel Watergate. No es un dato menor que este grupo sea conocido, además de por “los plomeros”, como “los cubanos”. Tres habían nacido en la isla y los otros dos, estadounidenses, estaban directamente involucrados en los planes terroristas de la CIA contra el gobierno de La Habana. Bernard Barker, Eugenio Martínez y Virgilio González habían emigrado a Estados Unidos después de 1959, mientras que Frank Sturgis y James W. McCord habían participado en decenas de operaciones encubiertas de la Agencia para acabar con Fidel Castro.
Bernard Barker, de madre cubana y padre estadounidense, reconoció que toda su vida se había relacionado “con los paramilitares, el movimiento de inteligencia y la gente que vive según sus propias normas… Ni siquiera me fío de los políticos”. Cuando un comité especial del Senado lo interrogó por su participación en el caso que costó la presidencia a Nixon, el expolicía de Fulgencio Batista ascendido a matón de la CIA, dijo que estaba allí “para cumplir órdenes, no para pensar” y que buscaba pruebas para demostrar que el Partido Demócrata recibía financiamiento del gobierno cubano.
Desde 1959 la misma gente de Miami e idéntico abecedario se ha involucrado en siniestras tramas de espionaje político, sobornos y uso ilegal de fondos que han llevado directamente hasta la Casa Blanca. Antes, durante y después de Watergate los vínculos carnales del ejecutivo estadounidense con ciertos cubanos terroristas de Miami son la variable común de la invasión por Playa Girón, el golpe militar en Chile contra Salvador Allende, el Plan Cóndor, el escándalo Irán-Contras… y el asalto al Capitolio, el 6 de enero de 2021.
Todavía no han aparecido los Bob Woodward y Carl Bernstein que sigan la pista al dinero que conecta a siete cubanos que participaron en el asalto al edificio legislativo de Washington con el Partido Republicano y la Casa Blanca de Donald Trump. En las elecciones del 2020 los cubanoamericanos Gilbert Fonticoba, Pedro Barrios, Nowell Salgueiro, Chris Bárcenas, Gabriel García, Alan Chovel y Bárbara Balsameda, todos miembros del grupo violento de extrema derecha Proud Boys, fueron elegidos para integrar el Comité Ejecutivo del Partido Republicano del condado de Miami-Dade. Entre ellos hay tres que enfrentan cargos penales por participar en el ataque. Los siete tienen o han tenido relaciones o han trabajado directamente en las oficinas de prominentes políticos de la Florida como el gobernador Ron DeSantis y el senador Marco Rubio.
No se trata de mera coincidencia, sino de la infiltración deliberada para hacerse cargo del Partido Republicano del Sur de la Florida, según una investigación publicada recientemente por el New York Times que no ha llamado demasiado la atención, como ocurrió inicialmente cuando fueron descubiertos los delincuentes de Watergate y no había aparecido aún Garganta Profunda. Es célebre lo que un asesor le dijo a Nixon cuando “los cubanos” fueron atrapados por un vigilante despistado en el interior del edificio: “No se preocupe, señor presidente, esto es una historia de tres días”.
Como tantos otros grupos “rebeldes” creados en territorio enemigo por Washington, que patean cuando ya no les sirven, los diligentes plomeros cubanos son obra de la élite política estadounidense que siempre deja a ellos el trabajo sucio. Los Proud Boys infiltrados en el Partido Republicano del Sur de la Florida ni siquiera son un remake del Watergate. El antiguo caso se destapó con Nixon, pero es mucho más extenso, transversal, sistémico y aburridoramente repetitivo de lo que nos contaron los legendarios Woodward y Bernstein.
(Publicado originalmente en La Jornada de México)