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La discreta garra

Las dentelladas de la discriminación nos tocan a todos, de una u otra forma. En carne propia o ajena. Siempre he dicho que todo aquel que tenga voz, que la levante, que ponga el hombro para lograr una sociedad más inclusiva, más justa, más contemporánea.

Cuba nos necesita a todos.

La discreta garra es un libro en preparación que recoge testimonios que me han sido confiados. Son retratos íntimos de una sociedad que sigue buscando indudables caminos hacia la inclusión, pero donde prejuicios y discriminaciones se abroquelan y nos siguen mordiendo.

Son historias tristes, lacerantes; pero reales. Con permiso de los testimoniantes, aquí tenemos tres de ellas.

Tristear

No tengo una lágrima para mi madre, ni una sola… Sabes, el día que ya no pude más y le dije a mi madre, el día que la llamé después de muchos meses de dudar, aquella tarde en que le confesé que yo quería a Miriam, mamá, que es más que mi compañera de estudios, más que mi amiga, mamá… y busqué un atisbo de comprensión, mi madre me miró con asco. No tengo otra palabra. Se levantó y de un portazo se encerró en su cuarto.

Fueron muchos días buscando una respuesta, un gesto, una reacción… pero mi madre no dejó de censurarme con la mirada. Antes comíamos juntas. Desde entonces, ella cambió su horario, para esquivar el momento.

Cuando le dije de dividir este caserón viejo, de hacer una entrada de la calle a mi biblioteca, me recordó a mi padre, a mi abuelo… se revolverían en su tumba… qué dirá la gente… me vas a matar, yo sé que eso es lo que quieres.

Cuando ya no se pudo más y Miriam entró, ya no como estudiante, ya no como amiga, sino como lo que era, mi madre calló, sí; pero estrenó un mutismo lacerante, seco… Se plantaba en medio de la sala como una guardiana. Y una tarde ―que tarde esa― cuando Miriam subía la escalera hacia mi biblioteca, le dijo… ¡¿A dónde crees que vas?! No me he muerto todavía, en mi casa no permito indecencias…

Miriam salió corriendo con el rostro en sus manos. Y no hubo nada que le dijera, nada en este mundo que la hiciera regresar.

Han pasado los años, he tenido que salir de mi casa para lograr un instante de felicidad, he tenido que arrancarlos por ahí, por allá, en lugares donde nunca pensé estar. Jamás he tenido un abrazo cerca de mis libros, un beso de mujer en la cabecera de mi cama, un orgasmo en mis paredes. Jamás.

Ahora ya estoy vieja. Mi madre está revieja. La he visto llorar por los rincones, la he visto tristear; pero no tengo lágrimas, ya te dije. Me he quedado seca.

El que no quería marcarse

Yo lo admití así, a Carlos. Amigos para el resto del mundo, pero una vez que cerrábamos la puerta, nos amábamos intensamente. No fue un día ni dos, fueron tres años y tanto, casi cuatro. Sus padres vivían lejos y solo hablábamos por teléfono.

―Mira, mamá, mi amigo Yoriel, quiere saludarte… le decía siempre.

Era muy amable la señora, siempre agradeciéndome que ayudara a su hijo, siempre tan educada.

Por qué no le dices de una vez, le comenté un día. Una palidez le fue cubriendo el rostro como si fuera una máscara.

―No, nunca, eso no, por favor…

Y lo seguí admitiendo así.

Una vez fui a su trabajo y escuché como lo llamaban con sorna, con demasiado énfasis, estirando las sílabas: Carrrrlossss. Y lo vi bajar contrariado…

―Te dije que no me buscaras en mi trabajo, por favor, que no lo hicieras…

Carlos era así, temeroso, “discreto”, decía él. No quería “marcarse”. Yo lo quería tanto que traté de entender lo que ya no entendía. Ya llegará el día, siempre me dije.

Era muy inteligente y se ganó una beca en Alemania. Me dio mil rodeos para decirme que había sido admitido. Mil más para decirme que se iría pronto y que sus padres querían venir a despedirlo, si se podían quedar algunos días en la casa… Por supuesto, que vengan, le respondí.

―Recuerda que para ellos solo somos amigos, recuérdalo…

Otra vez se lo admití. Y durante cinco días, los últimos en que lo vería en mucho tiempo, dormimos separados. No pudimos intercambiar caricias en el desayuno, ni darnos el beso en la puerta. Ni eso, ni nada.

Llegó el día. Aeropuerto. El llamado. Carlos se abrazó a sus padres, me tendió la mano como a un buen amigo… y lo vi perderse por el largo pasillo.

El regreso fue terrible. No sé si son peores las partidas o las quedadas. No supe contener el llanto, no pude. Incluso el padre de Carlos, me dijo unas palabras dulces.

Al llegar a casa, la madre me apretó contra su pecho, me acunó. Fue un largo, larguísimo abrazo, Y entonces, vino aquello que jamás imaginé:

―Estos son dos abrazos. El mío, y el que me hijo no te supo dar.

Ese hombre se odiaba                           

Era una eminencia cuando escribía, una eminencia… pero yo que estaba cerca, yo que lo cuidé hasta el  último de sus días, lo vi sufrir lo indecible. Era un ser humano que vivió sufriendo, sufriendo sin decirle nada a nadie. A la callada.

No quería aceptar que le atraían los hombres, que era lo que en verdad le gustaba, que era homosexual. Era un suicidio a cuentagotas.

Ese hombre se odiaba por eso.

Una vez noté que tuvo una excitación con un joven, un escritor que  buscaba asesoría con alguien de mayor experiencia. Trató de disimularlo de mil maneras, pero la naturaleza es como es… Fue una coincidencia. Al asomarme al enorme salón para llevarle la merienda, al acercarme, vi su pantalón abultado por debajo de la mesa. Una mujer sabe de eso.

No hubiera querido tener que compartir con él aquel instante, porque sé que murió de la vergüenza, como si hubiera cometido un crimen.

Se encerró en su cuarto y ha de haber llorado mucho, mucho. Lo sentí gemir por detrás de la pared. Y toqué… me atreví a tocar…  Me respondió el silencio. Se tragó inmediatamente sus ayes, sus lágrimas y no me abrió. Tiene que haber librado una batalla feroz.

Era muy recto con sus cosas, un tirano  de la puntualidad, un devoto del preciosismo. Creo que a veces se pasaba, era como un desquite, una venganza.

Yo hice lo que pude, intenté hablar con él; pero jamás salió de su concha. Jamás. Era una eminencia cuando escribía, una eminencia… pero me pregunto si alguna vez se derramó, si acaso tuvo una gota de felicidad,

Creo que se escondió tanto que acabó perdiéndose. Siempre me he preguntado cuánta culpa tuvo él mismo y cuánta la sociedad que le rodeó.

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Reinaldo Cedeño
Periodista, poeta y promotor cultural. Ha ganado en dos ocasiones el Premio Nacional de Periodismo Cultural. Premio Latinoamericano de Crónicas (Portal Nodal Cultura, 2016). Creador del Concurso Caridad Pineda in Memoriam de Promoción de la Lectura. Entre sus libros: El hueso en el papel (Editorial Oriente, 2011), A capa y espada, la aventura de la pantalla (Fundación Caguayo-Editorial Oriente, 2011), Poemas del lente (Hermanos Loynaz, 2013) y La noche más larga. Memorias del huracán Sandy (compilación, Ediciones Santiago, 2014 y 2015). Actualmente es redactor-reportero de la emisora Radio Siboney, miembro del Consejo Nacional de la UNEAC y vicepresidente del Comité Provincial en Santiago de Cuba. (Santiago de Cuba, 1968)

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