El pasado 28 de marzo se cumplieron 80 años de la muerte en prisión del poeta español Miguel Hernández. A inicios de la Revolución cubana, era frecuente ver publicados artículos sobre tres de los poetas hispanos más notorios de la primera mitad del pasado siglo: Antonio Machado, Federico García Lorca y Miguel Hernández.
Las razones eran más que obvias; ellos habían tenido un destacado protagonismo en el ámbito literario de la República española. Y los tres, de manera directa o indirecta, habían encontrado la muerte a causa de sus posiciones políticas a favor de esa República: Machado en el exilio, Lorca frente al pelotón de fusilamiento y Hernández en una prisión franquista.
A ocho décadas de la muerte del gran poeta alicantino, hoy lo recordamos con el mismo interés y admiración con que lo hicimos en los años 1960. En esta ocasión, sin embargo, nos parece más que oportuno hacerlo a la par de ese otro gran combatiente y periodista cubano-puertorriqueño que fuera Pablo de la Torriente Brau, hermano de ideales y trincheras de Miguel Hernández.
I
La realidad de la Guerra Civil española, implicó para Torriente Brau que su vocación periodística lo llevara más allá del rutinario parte de guerra, comprometiéndose con la causa republicana desde la línea del frente. De él no se podía esperar otra actitud. En consecuencia, el comandante republicano Valentín González —a quien la tropa apodaba “el campesino”, y que conocía a Pablo desde su incorporación al frente de guerra en la Sierra de Guadarrama—lo nombrara comisario político del batallón que comandaba. Y es así que, en tales funciones, conoce a Hernández.
Por su parte, Miguel, en entrevista concedida al poeta cubano Nicolás Guillén, le testimonia lo siguiente: “Conocí a Pablo en Madrid, una noche en la Alianza, esperando yo a María Teresa León, que no venía (…) Esa noche, recién amigos, bromeamos como antiguos camaradas. El sentido humorístico de Pablo era realmente irresistible. Quien estaba a su lado tenía que reír siempre, porque él sabía encontrar como pocos el costado grotesco de las cosas más solemnes. (…) Yo lo quise mucho.
“Después de aquella noche nos separamos durante varios meses. Nos volvimos a encontrar en Alcalá de Henares, a pesar de que habíamos estado juntos, sin saberlo, en los combates de Pozuelo y Boadilla del Monte. ‘¿Qué haces?’, me preguntó alegremente al abrazarnos. ´‘Tirar tiros’ le contesté yo, riéndome también. Pablo era entonces comisario político del Batallón de El campesino. […] Me ofreció hacerme también comisario y le habló en este sentido a Valentín González, El campesino, que le quería entrañablemente”.[i]
Si atendemos el testimonio del poeta español, él conoce a Pablo en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, en Madrid. Sin embargo, la imaginación nos tienta a ir a lo que hay detrás de sus palabras, tratándose, como es de advertir, de un testimonio con ribetes de evocación, en razón de que fuera dado meses después de la muerte en combate del amigo.
En la referida espera de Miguel en la Alianza, a no dudar, Pablo, como todo buen cubano, debió de llevar la voz cantante. En este primer encuentro, la poesía quizá no tuvo un peso real en la conversación. Miguel, a lo sumo, se le presentó como poeta
Pero son tantos los poetas que crecen en la propicia tierra que abona las grandes convulsiones sociales, que Pablo debió de darle solo el crédito justo que ameritaba el momento. “Uno más”, tal vez pensó para sí, que calzaba “esparteñas” y vestía con sencillez, y, por supuesto, con el que había transmitido en la misma frecuencia por un buen rato.[ii]
II
Un mes y medio después, aproximadamente, del citado encuentro en la Alianza, Miguel estaría en las trincheras. En su artículo “Peleando con milicianos”, Pablo escribió: “Descubrí un poeta en el batallón, Miguel Hernández, un muchacho considerado como uno de los mejores poetas españoles, que estaba en el cuerpo de zapadores”. [iii]
Es como si hubiera conocido a otro Miguel, el cual, al parecer, no se le mostró —o no tuvo tiempo de mostrársele— en su primer encuentro en la Alianza. De hecho, los milicianos y soldados ya lo reconocían como tal. Y de ellos debió de llegarle la primicia a nuestro periodista, ahora, en sus funciones de comisario político.
Al igual que Pablo, Miguel no se contenta con servir a la causa desde los salones y oficinas de la Alianza, sino que va a la primera línea de fuego donde está la verdad de la hora, por más dura y áspera que esta fuera.
Pablo, que en sus inicios literarios en Cuba, incursionara en la poesía —hasta el presente solo se conocen nueve poemas de su autoría— y se hermanara con un poeta y hombre de acción de la talla de Rubén Martínez Villena, vio en Miguel a otro Rubén.
Al reclamarle a la vida su destino, tal vez, pensó, que el “descubrimiento” de aquel poeta en el lugar menos indicado para la poesía —aunque esta nunca ha tenido lugar indicado para manifestarse— constituyó la mejor prueba de que el camino elegido era el correcto. Y no de un poeta cualquiera, sino de uno que llegaría a estar entre los grandes de la lengua.
Entre las tareas que el comisario político Pablo de la Torriente Brau le asignó a Miguel Hernández, estaba la publicación de un periódico que llevó por título Al ataque, la alfabetización de milicianos y soldados, y realizar recitales de poesía para levantar la moral de la tropa.
A partir de entonces, las trincheras se iluminaron con su poesía. Tal es el testimonio que nos legara la foto que recoge a Miguel en pleno recital, con la mano derecha crispada por la tensión de las estrofas declamadas, mientras el primer plano lo ocupan los cascos de los anónimos soldados que llenan tan particular auditorio.
Esta foto ha devenido una de las más divulgadas del alicantino, tanto por el contexto que recrea, como por el momento que fija para la posteridad, al entregarnos una imagen de acción impar: la de un poeta en guerra.
La relación entre ambos se estrechó. Miguel admira del cubano su humor, valor y sentido crítico para sopesar o enfrentar las más disímiles situaciones. Pablo reconoce en Miguel la voz de la tierra que pisa y defiende con pluma y Máuser.
Miguel lleva en su mochila una libreta de escolar y un pequeño lápiz que, al empuñarlo, se le pierde entre sus dedos de hombre de campo. Pablo, las cuartillas de la última crónica, las que guarda con celo para que ni los estragos de la lucha, ni la entrada del invierno en la Sierra, las aviente.
III
El 19 de diciembre de 1936, a una semana de cumplir 35 años, Pablo de la Torriente Brau cae abatido cerca de Majadahonda. Dos días después, al rescatar su cadáver, los hombres del comandante Policarpo Candón advirtieron que vestía la zamarra de piel de cordero que le había regalado el poeta-pastor, ante la insistente queja del cubano por el frío de la Sierra.
La muerte de Pablo, aun cuando ocurría en una guerra que se anegaba en sangre y crueldades, no fue una más para Miguel Hernández. Dolida como estaba su sensibilidad de ver mutilados o muertos a tantos compatriotas y compañeros de lucha, de entrar “en los algodones como en las azucenas”; su amistad con el cubano, nacida en las trincheras, donde el principal familiar pasa a ser el que está a tu lado, necesariamente, tenía que trascender a la poesía. Nace así Elegía segunda, la que leyó al pie de su tumba en el cementerio madrileño de Chamartin de La Rosa, el 23 de dicho mes y año.
Me quedaré en España, compañero,
Me dijiste con gesto enamorado,
Y al fin sin tu edificio tronante de guerrero
En la hierba de España te has quedado.
Ni el “Adagio” de Albinoni hubiera expresado mejor este momento. Días atrás, Miguel había concluido el poema Rosario, dinamitera, en homenaje a aquella brava española, que al decir del poeta, “sobre tu mano bonita / celaba la dinamita / tus atributos de fiera”. Ahora, sumaba otro poema; pero, no uno más, sino uno mayor en honor a Pablo, en el que se reconocerían todos los cubanos y combatientes internacionalistas que lucharon por la causa de la República española.[iv]
“Elegía segunda” pasó a engrosar el índice de lo que sería el emblemático poemario Viento del pueblo, que Miguel publicó en la primavera de 1937. A fin de cuentas, fue ese viento el que los unió
Notas:
[i] Nicolás Guillén: “Un poeta en espardeñas. Hablando con Miguel Hernández”, publicado en la revista Mediodía, La Habana, noviembre. I, 1937, pp. 11, 18.
[ii] Esparteña: f, nombre de un calzado hecho con la yerba conocida como esparto. De ahí que esté mal escrito en el título del artículo antes citado. No obstante, se respeta la ortografía del original.
[iii] José Luis Ferris. Miguel Hernández: pasiones, cárcel y muerte de un poeta. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2009, p. 357.
[iv] Nicolás Guillén: “Un poeta en espardeñas. Hablando con Miguel Hernández”, publicado en la revista Mediodía, La Habana, noviembre. I, 1937, pp. 11, 18.
Un gran poeta y ser humano