Este es un testimonio que años después de Girón escribió el fotógrafo Tirso Martínez. Muestra momentos de la lucha. La entrada a Playa Girón fue de espanto: los mercenarios nos tiraron con todo.
Tirso Martínez, fotógrafo del periódico Revolución (ya fallecido) contó en un artículo que publicó la revista UPEC (nro.13, 1971): ¿Fuiste a Girón como combatiente o como fotógrafo?, nos preguntan los compañeros del trío durante el crecimiento del Partido en nuestro centro de trabajo. -Fuimos con el uniforme de las milicias, una cámara y un fusil colgado a la espalda. Después nos dijeron que habíamos sido corresponsales de guerra. Decimos que fuimos porque el director del periódico nos había dejado en “stand by” en La Habana, y por la libre nos largamos para allá. En realidad, aún no hemos podido determinar si nuestra actitud fue indisciplina o combatividad. Llegamos a Jagüey Grande la noche del 17 de abril, y llegamos buscando a Fidel. No habíamos tenido noticias de que estaba en Girón, pero hubiéramos apostado la vida a que Fidel estaba allí. Y, efectivamente, lo hallamos en un improvisado puesto de mando en el central Australia. Estuvimos un rato a su lado, estaba hablando por teléfono con energía. Más tarde nos decidimos a dar una vuelta por el pueblo, y vimos a un pueblo confiado y seguro de su destino. Fidel se encontraba allí. Vieron desfilar a nuestras milicias, a los oficiales de Matanzas, a la policía, a la gloriosa Columna Uno, en fin, a nuestro pueblo uniformado. Ya amaneciendo nos trasladamos a lo que llamamos “frente”. El enemigo hacía resistencia por la zona de San Blas y por el otro lado, Playa Larga. Dejamos el jeep y nos colocamos en un camión lleno de milicianos que se dirigía hacia Playa Larga, o hasta donde pudieran llegar. A mitad del camino la desagradable voz de ¡avión!, ya esta voz se nos había hecho familiar en el frente de Las Villas con la Columna Ocho. De un salto, caímos sobre el diente de perro, la cámara por un lado y nuestra humanidad por otro. Cuando el “zorro” con los motores apagados atravesaba la carretera, ya nosotros estábamos aplastados dentro de una maleza de “tocino”, que con sus espinas laceraban nuestro cuerpo. Y fue tan rápida nuestra reacción que, ya tendidos, pudimos ver con claridad al artillero de cola, con una pierna por fuera de la torreta, disparando sin cesar hacia abajo. Estos fueron momentos indescriptibles. ¿Volverá?, ¿habrá matado a alguien? Seguimos el ruido de los motores con verdadera atención. Al fin otra voz: ¡de pie! Cuando procedimos a buscar la cámara, que se nos había extraviado, un miliciano la sacó de su bolsillo y nos preguntó: ¿es esta? Como consecuencia de nuestra tirada sobre el “tocino” a los pocos días: fiebre, médico, bandas de esparadrapo alrededor del pecho…y a otra cosa. Volvimos a montar el camión y hallamos una sorpresa: tres mercenarios, que se encontraban instalados en un hueco a la entrada de Playa Larga, y que mantuvieron funcionando sus piezas a fin de garantizar la retirada del enemigo hacia Girón, habían sido liquidados por nuestras fuerzas. El odio que sentimos por esa gente era tan grande que nuestra primaria reacción fue arrancarle en el acto, a uno de ellos, del brazo, un distintivo con la bandera cubana, y una cruz (lo de la cruz no nos interesaba, lo de la bandera, sí). Todavía tenía sus extremidades flexibles y no fue difícil arrancársela; este distintivo lo conservamos aún como trofeo de guerra. La entrada a Playa Larga, después de haber costado un buen número de vidas, se hizo con serenidad y precaución. Al estar convencidos de la retirada del enemigo, procedimos a buscar agua: la sed era tremenda. Al fin hallamos, dentro de unas naves, unos barriles de 55 galones de agua fría. Los mercenarios habían dejado esa agua; y a pesar de algunas advertencias de que fuera posible que la hubieran envenenado, la tomamos hasta saciarnos; casi todos corrimos el riesgo. Un poco más tarde emprendimos nuevamente la ruta hacia Girón. Estos fueron otros cantares. Aquí, la lucha fue de perros. El recibimiento a nuestras tropas fue de espanto; esos tipos nos tiraron con todos los hierros. La primera andanada nos sorprendió caminando por el centro de la carretera; inmediatamente nos aplastamos y ganamos la orilla; caímos entre las piernas de un compañero del batallón de la Policía. El las abrió para facilitar nuestra posición; viramos la cabeza y vimos que el compañero que iba a con nosotros estaba en medio de la carretera y, con la idea de suavizar su infortunio por haberse quedado rezagado en medio de aquel ensordecedor estrépito de metralla, le gritamos: ¡pareces un majá! Un poco más adelante se hallaba un combatiente aplastado detrás del tronco de un árbol seco, y por entre las piernas de “nuestro compañero de cuarto” alzamos un poco la cabeza y le hicimos una foto. Este compañero se levantó y emprendió una corta carrera, a fin de mejorar su refugio; y en medio de su frustrado intento, fue alcanzado por una ráfaga enemiga que lo fulminó instantáneamente. En ese instante hicimos funcionar el obturador de nuestra cámara y así obteníamos, desgraciadamente, la foto más dramática de la guerra: con sus brazos estirados y sus manos crispadas dejaba caer su fusil para siempre aquel joven combatiente. Pasado un rato amainó el fuego enemigo. Quedaba en silencio transitorio aquella playa, regada con sangre cubana, cuando al otro extremo de la carretera se escucharon débiles ráfagas de una ametralladora nuestra, y se oyó un vozarrón que advertía: ¡Calla esa mierda que nos van a matar a todos! El enemigo debió haberse retirado, porque en esa oportunidad no volvieron a presentar combate. Nuestra tropa nuevamente continuó su avance y en ese intervalo un grupo de compañeros descubría a un mercenario, agazapado dentro de una maleza; lo capturaron y lo sacaron al centro de la carretera. Se lo querían comer vivo, y sólo lo salvó la intervención de un oficial, que corrió hacia el lugar, gritando: ¡no lo maten! Fidel ha dicho que los quiere vivos. Mientras esto ocurría nuestros hombres continuaban su impetuoso avance. Nuevamente el enemigo arremete, pero en esta oportunidad nosotros nos hallábamos un poco distantes. Volvimos a tirarnos al suelo, como era lo usual, y desde allí observábamos el tremendo barraje que desplegada el enemigo tratando de evitar lo que fue inevitable: la rendición. Aquí la metralla dañó a alguno de nuestros tanques; y otros se detuvieron, entonces, un hombre, a quien no conocíamos, salió al centro de la carretera, en medio de aquellas infernales andanadas de fuego, y exhortaba a nuestros tanquistas, agitando sus brazos en alto: ¡Adelante compañeros, coño!, ¡Adelante! Ese hombre está loco, dijimos al compañero Leante* que nos acompañaba. ¿Sabes quién es? Es un bravo. Pues de verdad que es un bravo, respondimos. Al poco rato, cesó nuevamente el fuego, y el enemigo se retiraba. En esta oportunidad, además de acompañarnos el periodista César Leante, lo hacía el chofer de nuestro jeep. –¡Cardosa! ¡Cardosa!, llamamos repetidamente, y Cardosa** no aparecía. Nos han matado al mulato, dijimos a Leante. Pero no, allá venía Cardosa, cargando nuestro M-52, que se lo habíamos entregado porque nos molestaba para trabajar. Nos sentamos a la orilla de la carretera y vimos que nuestro fusil estaba atascado de arena. –Mulato, mira esto, tal parece que te enterraste en la arena– Poco faltó, nos respondió. Proseguimos caminando y…¡Tirso, tírame una foto! ¡No jodas! que la cosa no está para fotos; era Adalberto Núñez, del batallón de la Policía, querido compañero nuestro de luchas revolucionarias. Más adelante, Adalberto caía con su pecho constelado a balazos. Después
, ¡cuánto sentimos no haberlo complacido! Fallamos. Pero en otro sentido la guerra lo endurece a uno: Y es que vimos derramada tanta sangre joven… A otro, casi un niño, con sus brazos arrancados por la metralla y un enorme boquete en su pecho, aún con vida, que levantaba su cabeza, tratando de besar una medalla colgada del cuello del compañero que corrió a su auxilio. Estas cosas llegaron a insensibilizarnos totalmente. En aquellos momentos, es posible que no hubiéramos aquilatado en toda su intensidad el valor de nuestros combatientes; es posible que al fragor de la lucha nos pasara inadvertido. Después, serenos, recordando aquellas cosas nos dimos cuenta de que caían unos y avanzaban los otros, volvían a caer y seguían avanzando. –Creíamos que ustedes eran chinos o que eran rusos, manifestaron después los mercenarios. –¡No, cobardes, eran cubanos! *César Leante, escritor y periodista, traicionó la revolución. Vive en España y ha escrito numerosos artículos en la prensa de Miami y Madrid en contra del pueblo cubano y su obra de justicia social. **Cardosa era chofer del periódico Revolución. Hermano del periodista Santiago Cardosa Arias, quien alcanzó el Premio Nacional de Periodismo José Martí por la obra de la vida.