Cualquier patriota dormido hubiera quedado más que satisfecho: sus padres esclavos le habían comprado, desde el vientre, la libertad por 26 pesos oro, luego lo matricularon en el «privilegiado» colegio para negros Nuestra Señora de los Desamparados, en La Habana, y más tarde lo enviaron nada menos que a París a aprender el oficio de construcción de carruajes.
A Juan Gualberto Gómez nada de eso le era suficiente. No admitía la esclavitud ni entendía que la libertad tuviera tarifas, sentía que todos los colegios debían amparar a todas las personas, de cualquier color, y junto con el dinero para sostenerse en Francia perdió el interés en carruajes lujosos que aceptarían a hombres de su piel solo en calidad de… cocheros.
Ahora que se viaja más y, a menudo, se piensa menos, los cubanos —y no solo los periodistas— debemos consultar más a este hombre que cada 5 de marzo, en el aniversario de su muerte, inspira una peregrinación de reporteros a su tumba, en el capitalino cementerio de Colón. Hay que aprender, también, a andar con frecuencia con el colega vivo.
Juan Gualberto nos hace mucha más falta los otros 364 días del año, y aun el puñado de periodistas que atesora el Premio anual que lleva su nombre es plenamente consciente de que recibirlo no resulta un beneficio personal sino el martiano llamamiento de descolgar las esencias del diploma en la pared para seguir al patriota en su peregrinar constante por los complejos caminos de Cuba.
Más que la mordida del látigo en su piel, que no conoció, Juan Gualberto Gómez sufrió una humillación peor: el desarraigo forzoso de su raíz de origen con la imposición, a su padre primero y luego a él mismo, del apellido de Felipe Gómez, el dueño del ingenio Vellocino, donde nació en 1854. La patria pondría las cosas en su sitio: mientras él se ha instalado en la Historia, del propietario esclavista nadie se acuerda.
Su alumbramiento patriótico se produjo en la Ciudad Luz, donde conoció a Francisco Vicente Aguilera y le tradujo al francés un artículo que rebatía los ataques de la otra prensa —¡siempre hemos tenido enfrente otra prensa!— a la justa guerra de Cuba.
Ese pasaje inició su vida, dedicada sin reservas a la causa, no de una, sino de todas las libertades. Después, en marzo de 1879, en el bufete del abogado Nicolás Azcárate, conoció a José Martí y comenzaron una amistad que muchos fechan hasta la muerte del Apóstol, pero que en realidad —blanco con negro, héroe con héroe guiando a un pueblo— continúa hasta hoy.
Con pluma plena de resonancias magnéticas, Martí haría este diagnóstico del alma de su hermano mulato: «…quiere a Cuba con ese amor de vida y muerte, y aquella chispa heroica con que la ha de amar en estos días de prueba, quien la ame de veras». Nadie, hasta hoy, le ha pintado mejor.
Su amistad de entonces sigue dándonos ejemplo. Ya en La Habana, Juan Gualberto Gómez fue testigo privilegiado del coraje de Martí. Cierta vez, cuando su hermano blanco le invitó a almorzar en su hogar, la velada fue interrumpida —a la altura del café— por el inesperado toque a la puerta.
Martí fue al cuarto, recogió algo y le susurró algo a su esposa Carmen. Luego, en el comedor, le dijo a su invitado, con la mayor tranquilidad del mundo, que quedaba en su casa, que no apurara su café, pero él tenía algo urgente que hacer. ¡Le llevaban preso!
Juan Gualberto —que para ver adónde le llevaban siguió el coche colonial con la misma angustia con que años más tarde Quintín Bandera perseguiría a los captores del cadáver de Martí— rescató del despacho del Maestro valiosos documentos sobre la lucha por Cuba. Obviamente, aquel café tan preciado quedó a medio sorber.
Hermana, como ellos, fue su suerte: como Martí, Juan Gualberto conoció la deportación a España. Ni la mismísima metrópolis pudo apagar el fuego conspirativo que ardía en ese par de pechos. Allá, muy lejos de casa, en diferentes momentos y contextos, ambos harían periodismo y conspiración, que en tiempos de guerra suelen ir de la mano… de quien escribe.
Más adelante, aunque uno estaba en Estados Unidos y el otro en la patria, no cesaron de comunicarse. Martí le nombró representante del Partido Revolucionario Cubano en la Isla y a inicios de 1895 no tenía en ella a hombre más confiable para dar el aviso de levantarla. «Es joya grande y el único que prepara en masa la opinión», afirmaría, pleno de certezas, el Delegado.
Recibida la orden dentro de un tabaco, Juan Gualberto no solo propuso el día —24 de febrero, domingo de carnavales—, sino que luego de dar los avisos se alzó él mismo en Ibarra, Matanzas, donde fue capturado y enviado a España.
Al regresar, ya acabada esa guerra —para él iniciaba otra, la guerra contra los yanquis—, puso todo el filo de su periodismo al servicio de la Convención Constituyente, en la cual fustigó el bochornoso licenciamiento de los mambises y erigió su prestigio en estatua viviente contra un engendro llamado Enmienda Platt.
No por gusto, Leonard Wood, el infausto gobernador militar impuesto por Estados Unidos a Cuba en el primer período de ocupación, le temía tanto: «Hay unos ocho —escribiría el intruso a su Gobierno—, de los treinta y un miembros de la Convención, que están en contra de la aceptación de la Enmienda. Son los degenerados de la Convención, dirigidos por un negrito de nombre Juan Gualberto Gómez…».
Por fortuna, ese «negrito» forjó con su ejemplo a otros millones de «degenerados», negritos nuevos que no aceptamos la Enmienda Platt. Juan Gualberto no se quebró ni siquiera en tiempos de la renqueante República Neocolonial, que puso a prueba tantas virtudes políticas.
En 1929, quién sabe con qué objetivo, el dictador Gerardo Machado decidió imponerle a Juan Gualberto la Orden Carlos Manuel de Céspedes, en el grado de Gran Cruz, las más alta condecoración del país. Aunque se había apartado de la política, el viejo horcón de caoba fue a la ceremonia y aceptó el agasajo, pero no tardó mucho en aclararle a Machado: «No tengo esta noche ideas distintas a las que tenía ayer. ¡El Juan Gualberto con Cruz es el mismo Juan Gualberto sin Cruz!».
Así murió el 5 de marzo de 1933, más firme que la casita de madera en que dijera adiós a la patria. No hay recuerdo para los politiqueros que fueron a figurar en la velada: en lo que reparamos todos, incluido el propio Juan Gualberto, es en los viejos mambises que custodiaron su marcha ataviados con las insignias del Ejército Libertador. Son los mismos guerreros que, en nuevos rostros, encabezan cada año la peregrinación periodística al cementerio de Colón.
(Imagen de portada: dibujo de Isis de Lázaro).