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En la estela de(l) Ulises

El 2 de febrero de 1922, día del cumpleaños de James Joyce, vio la luz su novela Ulises. No fue una coincidencia. Alguna vez le confesó a su benefactora Miss Harriet Weaver esa conexión, entre supersticiosa y cabalística, que tenían sus libros con los cumpleaños: el Retrato del artista adolescente, por ejemplo, había comenzado a aparecer por entregas en la revista que ella misma dirigía, The Egoist, también un 2 de febrero (de 1914), y terminó de aparecer el 1 de septiembre del año siguiente, cumpleaños de ella. Ulises, por su parte, lo comenzó un 1 de marzo, fecha de nacimiento de su amigo Frank Budgen, y lo terminó el 30 de octubre, cumpleaños de Ezra Pound, quien para entonces era uno de los grandes admiradores y promotores de Joyce, y quien llegaría a afirmar que aquel fue el último día de la Era Cristiana. “Me pregunto”, comentaría Joyce a propósito de su nuevo libro, “cuándo será publicado” (carta a Harriet Weaver, 1 de noviembre de 1921). No hubo nada azaroso, por tanto, en el hecho de que el día en que James Joyce cumplió cuarenta años apareciera en París, publicada por Shakespeare & Co., la más afamada de sus novelas.

En su riguroso panorama sobre la ficción latinoamericana del pasado siglo (Journeys through the Labyrinth. Latin American Fiction in the Twentieth Century. Londres: Verso, 1989), que incluye un capítulo titulado “Into the Labyrinth: Ulysses in America”, Gerald Martin reconoce la enorme influencia que ha tenido Joyce, más que ninguno otro de los grandes autores de la vanguardia europea, en la literatura de nuestro Continente. Es cierto que puede rastrearse la más importante biografía del irlandés, la de Richard Ellmann, y no se hallará nada similar a lo que Rubén Gallo ha llamado Los latinoamericanos de Proust (2016), al referirse a la relación de este con el venezolano Reynaldo Hahn, el argentino Gabriel de Yturri, el cubano-francés José María de Heredia, y los mexicanos Antonio de la Gándara y Ramón Fernández.

Shakespeare and Company fue la editorial que publicó por primera vez Ulises en 1922
Sin embargo, la presencia de Proust entre los escritores latinoamericanosno es equivalente, ni de lejos, a la del autor de Dublineses. Siguiendo a Martin, Jorge Ruffinelli sintetizará en una reseña titulada “Los hijos de James Joyce en tierras latinoamericanas” (Casa de las Américas núm. 186, 1992, p. 131): “Joyce aparece ‘transculturado’ por los latinoamericanos por su uso moderno del mito; por su ‘orientación’ hacia el humor lingüístico, la parodia y la sátira; por ‘la exploración de la naturaleza y la experiencia de la conciencia en la narrativa’; por la búsqueda de la totalidad; por la importancia del viaje físico y metafísico; por la apelación a la cultura popular y al ‘otro’ que es, especialmente, la mujer; y finalmente, por su estilo conformado insólita, pero eficazmente por el simbolismo y el realismo a la vez”. Alejo Carpentier hubiera añadido otros “usos”, como cuando expresaba –en “Problemática de la actual novela latinoamericana”– que la gran tarea del novelista americano era “inscribir la fisonomía de sus ciudades en la literatura universal”, del mismo modo que “fijó Joyce la de Dublín”.

Con altibajos, la presencia joyceana ha sido recurrente entre los escritores de nuestra región, y a nadie extraña que uno de los autores latinoamericanos más celebrados y estudiados de las últimas décadas, Roberto Bolaño, escribiera en 1984, al alimón con Antonio García Porta, una novela cuyo título (parodiando el de un poema de su amigo Mario Santiago) fue Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce. El propio Bolaño dijo alguna vez –repitiendo, según él, palabras de Harold Bloom– que “la mejor poesía del siglo veinte en el mundo se hizo en prosa. En el Ulises de James Joyce está contenida La tierra baldía de Eliot, y el Ulises es mejor que La tierra baldía”.

La celebridad del Ulises en Hispanoamérica precedió con mucho a su tardía traducción, de 1945. Catorce años antes, en su conocido prólogo a Los lanzallamas, Roberto Arlt aludía a ella con sorna. Algunas personas, decía allí, “se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco”. Se burlaba Arlt “del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises, un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes”. Y vaticinaba: “James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados”.

Menos de un mes después de la muerte de Joyce, ocurrida el 13 de enero de 1941, el semanario Marcha le dedicó un artículo firmado por Periquito el Aguador, seudónimo que Juan Carlos Onetti usó entre 1939 y 1941. Recordaba allí que la mayor parte de las notas necrológicas sobre el autor del Ulises aparecidas hasta entonces, escasas y breves, habían sido adversas. Se apresuraba a advertir, sin embargo, que “los ataques no se dirigían contra el talento literario de Joyce”, pues bastaba leer el Retrato del artista adolescente o las primeras páginas del Ulises –“el más asombroso mundo que puede crear un hombre”– “para saber, de una vez por todas, que no hay escritor viviente capacitado para juzgar a Joyce como artista literario”, dado que el aporte a la literatura de ese “pandemónium […] sin posible más allá”, diría, “es, con el de Marcel Proust, el más grande que haya sido hecho por un solo escritor”.

La novela Ulises apareció en español por primera vez editada por Santiago Rueda
La novela, como es bien conocido, apareció en español por primera vez editada por Santiago Rueda, quien consiguió en su envidiable carrera hacer traducir y publicar, entre otros, a Proust, Freud, Hemingway, Fitzgerald, Faulkner, Sherwood Anderson y, por supuesto, a Joyce (no solo el Ulises sino también el Retrato del artista adolescente). La traducción de aquella, recordaría José Emilio Pacheco, “provocó un cambio radical en nuestra narrativa. Puede comprobarlo quien reflexione un momento en las novelas publicadas en nuestros países después de 1945, fecha en que Salas Subirat dio a conocer en Buenos Aires su versión del libro de Joyce”.[1]

Carpentier lo diría de modo más contundente en “Papel social del novelista” (1967): “Después de Ulises, hay que decirlo, los novelistas quedan atónitos. Podía rechazarse todo aquello. Podían negarse sus cualidades, pero el Ulises estaba allí”. Y si su obra reultaba inquietante era “sobre todo porque Joyce cerraba una época, un modo de vida del hombre sobre la Tierra”. Coincidiendo en cierto sentido con lo dicho por Pound, Carpentier afirmaba que “ante nuestros ojos comenzaba otra época”. Y sentenciaba: “Se han publicado muchas novelas después de Ulises. Pero la novela después de Ulises, sufre de un complejo de Ulises. […] En la prodigiosa ejecución del capítulo final de su libro, se cierra una época”.

Borges, en cambio, no fue un apasionado lector de Joyce, menos aún de sus novelas más “experimentales”. El admirador de autores “menores” como Chesterton y Stevenson se resistía a ellas. En su Introducción a la literatura inglesa, escrita en colaboración con María Esther Vázquez, concedía que “el innegable genio de Joyce era puramente verbal; lástima que lo gastó en la novela, no, como pocas veces lo hizo, en la composición de bellos poemas”. No era el único de los grandes que tenía reparos ante el desborde experimental del irlandés. Casi cuarenta años después de escribir aquella necrológica en la que hablaba del autor de Ulises como un “pandemónium […] sin posible más allá”, en una “Conversación con Eduardo Galeano”, Onetti diría que entre todos los autores prefería a Faulkner y, de este, Absalón, Absalón “la más Faulkner de todas. El sonido y la furia tiene demasiado Joyce para mi gusto”.

Un recorrido por ciertos libros deudores del Ulises en América Latina nos obligaría a recordar a Marechal y su gran novela de la ciudad: el Adán Buenosayres. Siguiendo el ejemplo de Joyce, Marechal acotó el tiempo y lugar de su historia, y reconstruyó un día en la vida de su protagonista. Por otro lado, José Emilio Pacheco, a propósito del Ulises criollo, hablaba de “la extrañeza de ver que Joyce y Vasconcelos nacieron con pocos días de diferencia”, y asociaba esa coincidencia con el hecho de que ambos pusieran sus libros bajo la advocación del mito de Ulises. También José Trigo, de Fernando del Paso, ha sido leída como una de las estaciones de esa estela de la novela del irlandés.

La Casa de las Américas reeditó la novela en 2019

Pero habría que recordar sobre todo, obviamente, una de las más célebres novelas latinoamericanas del último siglo. A propósito de una infortunada crítica de Juan Carlos Ghiano a Rayuela que demostraba, según Cortázar, que aquel no había entendido su libro, le comentaba el propio Cortázar a su editor Francisco Porrúa en octubre de 1963 que algo parecido debió haberle pasado a Cervantes con el Quijote. “Supongo que eso debe ocurrir siempre”, arriesgó; “no conozco las críticas contemporáneas de Ulysses, pero por ahí debe haber andado. ‘Mr. Joyce escribe mal, porque no escribe con el lenguaje de la tribu, con el estilo de Thomas Hardy o de John Galsworthy…’”.

Si bien José Lezama Lima, en el prólogo a la edición cubana de Rayuela (“Cortázar y el comienzo de la otra novela”), se aventura a evocar no ya el Ulises sino el Finnegans Wake, al afirmar que en la novela del argentino se cruzan un idioma ancestral “y un esperanto, un idioma universal”, al que define como “aquella ensalada filológica del último Joyce, que coloca detrás de lo inmediato verbal una infinita escenografía, un dilatado concentrismo que procede por dilatadas irradiaciones”; lo cierto es que no abundaron las comparaciones entre ambos autores. Y de alguna manera, Cortázar lo resiente.

En 1970 Lida Aronne de Amestoy escribió “Ulysses vs. Rayuela, dos etapas de la odisea del siglo xx” (que sería publicado al año siguiente en la Revista de Literaturas Modernas, de Mendoza). Después de leer el manuscrito, Cortázar le envió una carta el 1 de agosto de 1970 en la que le agradecía, más que el interés mostrado, sus premisas y resultados. Confesaba él que después de haber leído cientos y cientos de páginas sobre Rayuela, en todos los idiomas que era capaz de entender, se sentía “calificado para decirle que su trabajo me parece admirable en todo sentido”, pues “curiosamente, las eventuales relaciones entre Bloom y Oliveira (para no citar a los autores de estos niños terribles) son algo que hasta ahora se le había escapado a casi todo el mundo, empezando por mí mismo”.

Cortázar recordó que cuando “un tal Murena se precipitó a demoler Rayuela”, “hizo alguna alusión al plagio, no sé si en relación directa con Joyce o por la vía de Adán Buenosayres”, de manera que el estudio “sirve entre muchas otras cosas para probarme hasta qué punto todo lo que cuenta para nosotros en la literatura contemporánea es siempre, de alguna manera, Ulysses; y que usted haya tenido la inteligencia (y yo diría incluso la generosidad) de llegar a la conclusión de que el viaje interior de Oliveira empieza allí donde termina el de Bloom, es una manera fecunda, ‘abierta’ como diría Eco, de mostrar, prolongándola, la presencia inevitable y casi terrible del gran íncubo de Dublín”.

Para su colega y amigo Gabriel García Márquez –cuya papelería, por azares (no solo del destino) se encuentra, como la de Joyce, en los fondos del Harry Ransom Center de la Universidad de Austin– la lectura del Ulises fue, después de un primer tropiezo, una revelación. Lo recordó en su volumen de memorias Vivir para contarla:

Jorge Álvaro Espinosa, un estudiante de derecho que me había enseñado a navegar en la Biblia y me hizo aprender de memoria los nombres completos de los contertulios de Job, me puso un día sobre la mesa un mamotreto sobrecogedor, y sentenció con su autoridad de obispo:

–Esta es la otra Biblia

Éra, cómo no, el Ulises de James Joyce, que leía a pedazos y tropezones hasta que la paciencia no me dio para más. Fue una temeridad prematura. Años después, ya de adulto sumiso, me di a la tarea de releerlo en serio, y no sólo fue el descubrimiento de un mundo propio que nunca sospeché dentro de mí, sino además una ayuda técnica invaluable para la libertad del lenguaje, el manejo del tiempo y las estructuras de mis libros.

Pocos autores latinoamericanos, sin embargo, han leído y aprovechado tanto a Joyce como Ricardo Piglia. Basta ver los tres tomos de Los diarios de Emilio Renzi, escritos a lo largo de décadas –en los que Joyce y el Ulises aparecen citados decenas de veces– para percibir su pasión por él: durante años lo lee, lo cita, lo estudia, lo confronta con otros escritores. En El último lector, por si fuera poco, dedica el último capítulo a revelar “Cómo está hecho el Ulysses”.

Hay, además, un leitmotiv que aparece lo mismo en el diario, que en varias entrevistas y en la novela Respiración artificial: el de esa genealogía en que Piglia intenta inscribir a su personaje y alter ego Emilio Renzi, cuyos antecedentes serían el Stephen Dedalus de Joyce, el Nick Adams de Hemingway, el Quentin Compson de Faulkner, el Jorge Malabia de Onetti. Se trata, dice en algún momento, de “el joven esteta […] que no hace más que vivir en medio de sus sueños y que en lugar de escribir se la pasa exponiendo sus teorías”. Y al que en otro momento se refiere como “el joven esteta, frágil y romántico que trata de ser despiadado y lúcido”.

También en Respiración artificial Joyce aparece una y otra vez, lo mismo en anécdotas apócrifas que en todo tipo de guiños. Y en cierto momento Piglia utiliza, adulterada, la célebre frase que Stephen Dedalus pronunciara en el segundo capítulo del Ulises: “La historia es una pesadilla de la que trato de despertar”. Incluso, la segunda parte de la novela, como en aquella, transcurre desde la mañana de un día hasta la madrugada del siguiente; y uno de los grandes momentos de la novela, la especulación sobre el posible diálogo de Kafka y Hitler en un café de Praga, puede ser una parodia del presunto encuentro de Joyce y Lenin en el Café Odéon, de Zurich, que ambos frecuentaban.

Es un lugar común hablar de las tensas relaciones de Joyce con su país natal, esa simbiosis de amor-odio que lo marcaría para siempre. En su Guía del Ulises, David Hayman afirma que la novela “tiene por objeto presentar la belleza y la pobreza de una ciudad a la que el escritor no podía volver, pero de la que tampoco conseguía olvidarse”. E Italo Svevo –quien fuera tan cercano al irlandés en los tempranos días de Trieste y amigo durante el resto de la vida– recordaba en su conferencia Sobre James Joyce haberle preguntado, a raíz del estreno de la obra Exiliados, cómo se podía hablar de tales al referirse a aquellos que vuelven a su patria; a lo que Joyce contestó: “¿No recuerda usted acaso cómo el hijo pródigo fue recibido por su hermano en la casa paterna? Peligroso es abandonar la patria, pero más aún volver, porque entonces los compatriotas, si pueden, le clavan un puñal en el corazón”.

En las últimas décadas, sin embargo, ha habido un esfuerzo por leer a Joyce desde otro lugar. No ya desde aquella tensión, ni desde esa otra perspectiva que ha predominado a lo largo de casi todo el siglo xx de entender su radicalismo estético como parte de la ruptura vanguardista que tuvo lugar en el resto de Europa. Edward W. Said sugiere en Cultura e imperialismo que “varias de las más prominentes características de la cultura modernista que generalmente consideramos derivaciones de la dinámica puramente interna de la cultura y la sociedad occidentales, incluyen una respuesta a las presiones externas que ejerce el imperium sobre la cultura”. Pero según su lectura, ello valdría lo mismo para Conrad y Yeats, que para Forster y Malraux, pasando por Eliot y Pound. Esa visión integradora borra las peculiaridades de Joyce y del contexto irlandés que los nuevos exégetas recalcan, pues con esta mirada, tal radicalismo es expresión de su anticolonialismo, una estrategia de resistencia que incluye, entre otros retos, el de forzar al idioma inglés a rozar sus límites. Desde esa óptica, tanto el Ulises como el Finnegans Wake han sido consideradas novelas poscoloniales.

Enda Duffy, en el volumen Subaltern Ulysses (1994), habla de un vanguardismo poscolonial que podría tener su origen en la escritura irlandesa de principios del siglo xx, dado que Irlanda fue la primera nación en obtener la independencia del Imperio Británico en el período moderno. Visto así, el Ulises es el texto de la independencia de Irlanda. Hoy podemos ver que la novela que fue leída por la crítica metropolitana desde su aparición como el texto culminante de la tradición vanguardista occidental (y por lo tanto imperial), es más bien escenario de los conflictos entre los discursos y las fuerzas materiales enfrentadas en la lucha anticolonial.

Lo que suele pasarse por alto es que la lectura pionera en ese sentido fue realizada por Edmundo Desnoes en el prólogo a la edición cubana de 1964 de Retrato del artista adolescente, que revisa la traducción de Dámaso Alonso de 1926. Allí, Desnoes sacó a Joyce de la tradición eurocéntrica y lo reinscribió en la historia colonial y poscolonial irlandesa, lo que sería válido para la realidad y los escritores hispanoamericanos en general, y cubanos en particular. Ese prólogo es doblemente importante. En primer lugar porque marcaría un antes y un después en la interpretación, desde Cuba, de otros grandes autores (no es casual que la lectura que el propio Desnoes hiciera de Hemingway en el ensayo de 1966 “El último verano”, fuera radicalmente distinta de “Lo español en Hemingway”, publicado en 1961, a raíz de la muerte del escritor). En segundo lugar, porque inició –favorecido por la nueva mirada descolonizadora que impulsaba la Revolución cubana– el nuevo modo de leer a Joyce.

Según César A. Salgado (en “Detranslating Joyce for the Cuban Revolution: Edmundo Desnoes’s 1964 Edition of Retrato del artista adolescente”), esa interpretación política y estética de Joyce como un intelectual subalterno de la periferia colonial reemplazó el retrato que hizo Richard Ellmann de Joyce como un escritor exiliado, formalista, e identificado con el cosmopolitismo metropolitano, una recanonización que anticipó la interpretación poscolonial de Joyce entre los académicos durante la década de los noventa. Desnoes usó a Joyce –el único de los grandes escritores de la vanguardia que encaró los problemas de la soberanía nacional y el subdesarrollo, según él– para ilustrar los dilemas que los intelectuales progresistas de la periferia, que trabajan en condiciones de subdesarrollo económico y cultural, confrontan cuando se rebelan contra los valores e instituciones hegemónicas.

Cien años después de la aparición del Ulises, la novela y su autor nos siguen enseñando tanto el mayor rigor lingüístico como la manera de ser desafiante desde la periferia de Occidente, retos que nunca han olvidado los hijos de James Joyce en tierras latinoamericanas.


[1] El tema de las traducciones de Joyce al español, dicho sea de paso, amerita todo un capítulo que desbordaría con mucho las referencias al Ulises, y avanzaría hacia el final, hacia los esfuerzos parciales por acceder a Finnegans Wake, pero también hacia el inicio: a las diversas versiones de los cuentos de Dublineses (volumen que ha sido prologado, dicho sea de paso, por Mario Vargas Llosa). El tema, incluso, se ha incorporado a la ficción. En uno de los relatos de El boxeador polaco, de Eduardo Halfón, el narrador les explica a sus alumnos por qué la traducción del título “A Little Cloud” como “Una nubecilla” es una pésima decisión de todos los traductores al español, incluyendo a Cabrera Infante.

(Tomado de laventana)

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Jorge Fornet
Director del Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas y de la revista Casa de las Américas. Miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua. Escritor y ensayista.

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