COLUMNISTAS

El abismo de la democracia

El presidente de los EE. UU. está preocupado por la democracia. Quizá, no tanto por la democracia como por la gobernabilidad del país que ahora preside. Su principal problema no es la pandemia que, cual fantasma, permanece como telón de fondo de gestión gubernamental. En realidad es, precisamente, cómo gobernar, porque la democracia estadunidense no lo está dejando funcionar.

Atribulado por su pésimo desempeño inicial en política exterior, jaqueado por los desafíos geopolíticos y por los críticos dentro del  país, se encuentra en una situación nada prometedora para una eventual repostulación.

Le ponen palos en la rueda, no solo los adversarios republicanos y el mismísimo Tribunal Supremo, sino también congresistas de su propio partido. Se ve así, en la paradoja de tener que defender un sistema que no lo deja ejercer las  funciones ejecutivas. Una nación  dividida que no encuentra el fiel del consenso para salir de los no pocos atolladeros en los que se encuentra. Con una economía que, si bien acusó un ligero crecimiento, quedó muy por debajo, por ejemplo, de China cuyo PIB, aun con la pandemia, creció un 8,1%….

El pasado año Joseph Biden celebró la que dio en llamar “Cumbre” de la democracia. Obviamente, si fue él quien hizo la convocatoria se arrogó el derecho de invitar a quienes quiso. Solo que al llamar “Cumbre” al evento lo estaba identificando de hecho como lo más alto, lo más legítimo y, por defecto, todos quienes no figuraran en su lista eran considerados indignos de estar presentes. Resulta fácil  advertir que  revelada la intención sectaria, y por más que se quiso destacar el lado informal, cabe la pregunta ¿Por qué ahora esa preocupación universal por la democracia?

El fracaso rotundo del neoliberalismo en el mundo, y el desgaste de su correlato ideológico sumados a la imparable pérdida de poder del imperialismo norteamericano, hace que el presidente estadounidense vuelva a las raíces políticas liberales, pero no para rescatar sus enunciados fundacionales, acaso para usarlos en función de un realineamiento del mundo que pretende ser una señal de fortaleza, aunque en realidad  es un signo de debilidad.

El discurso inaugural de Biden estuvo repleto de contradicciones que solo revelan un propósito manipulador. La más flagrante es, sin dudas, la de exhibir con sus palabras que la democracia funciona mejor con consenso y cooperación cuando personas con puntos de vista opuestos se sientan y encuentran cómo trabajar juntas.

En tanto, la propia convocatoria a esta puesta en escena excluyó a representantes de sistemas políticos diferentes. De esa manera, asomó la oreja peluda del propósito principal: realinear las fuerzas que podía intentar disciplinar alrededor de la debilitada hegemonía planetaria del imperialismo estadounidense y, de paso, situarse a la cabeza e intentar retomar las perdidas posiciones de liderazgo .

Es difícil saber cómo continuará este culebrón al que habría que calificar de intento de comedia política si no fuera por el peligro que entraña para la paz mundial por su amargo sabor a guerra fría. Fue evidente, sin embargo, que no pocos de los que participaron de ese montaje  de la “democracia universal” asistieron con reservas al encuentro y expusieron algunas cautelas. Resultó, seguramente, incómodo para ciertos gobiernos lúcidos aceptar sin reparos esa expresión de pensamiento único.

No bastó la hoja de parra del reconocimiento archirrepetido acerca de que esa democracia liberal representativa tiene muchos defectos…, pero-es-el-mejor-de-los-sistemas-políticos.  Son demasiados y tan frecuentes los síntomas del fracaso de ese régimen  incapaz de lograr el equilibrio social, que solo una aviesa visión maniquea podría defenderle sin sonrojarse.

Las formas de la democracia representativa en los países capitalistas, presentan su modelo de pretensa división de poderes y sus parlamentos uni o bicamerales como lo mejor para los intereses de la sociedad, en los que diferentes facciones que responden a intereses económicos y políticos enfrentados, suelen entorpecerse mutuamente demorando muchas veces, cuando no descartando  las soluciones a las demandas de la ciudadanía.

Es parte del recurrido modelo multipartidista, que es así  no por diferencias estrictamente ideológicas, sino por diferencias políticas detrás de las cuales están siempre los intereses económicos. Un modelo en el que  los sectores populares tienen una y otra vez que pelear porque se reconozcan sus derechos civiles y políticos y humanos. Un modelo en el que esgrime una idea absoluta de libertad en la práctica conculcada a las grandes mayorías por mil y una vías, desde los poderes fácticos anclados en la propiedad privada, cuyo incremento sin límites se viste también de libertad. Una democracia en la que coexisten la miseria y los vuelos turísticos al cosmos, el lujo obsceno y la extrema pobreza.

Se describe ese modelo en su presentación pura, como si el entramado formal de sus principios y propósitos fuera la varita mágica que trae la conformidad universal, ocultando las verdades de una realidad plagada de coacción económica y extraeconómica, explotación, corrupción, privilegios, nepotismo, manipulación, clientelismo, y un muy largo etcétera.

Cuando representantes de los sectores populares logran acceder a posiciones de gobierno e intentan profundizar la democracia de los derechos sociales, el sistema  liberal de democracia —disfrazando hoy la vieja pericia de los golpes de Estado—- suele ser toscamente manoseado por los poderes fácticos para obstaculizar sus avances y, a menudo, derrocarlos con la promoción y el respaldo habitual de los intereses imperialistas. No hay que poner ejemplos. Son demasiado  visibles y recientes.

Todavía se habla, y se hablará, del fallido intento de Joseph Biden porque revela, la naturaleza hostil con el planeta de un decadente poder económico, financiero, político, mediático y militar, que se resiste a perder su posición dominante.

Biden, en el intento por organizar su ejército de demócratas al estilo del Capitán América, dijo que la democracia necesita campeones. ¿Para qué? Si ella es el gobierno del pueblo, lo que necesita son pueblos, pueblos con poder real,  no “campeones”. Pueblos instruidos, conscientes, cultos, capaces de reconocer, analizar y resolver sus propios problemas sin injerencias externas.

Evidenciando lo inocultable: el afán de posicionarse a la cabeza de la nueva cruzada ideológica del capital, acudió a los argumentos de sus propios referentes históricos y a instituciones que defienden la democracia representativa, pluripartidista y capitalista y que, por tanto, excluyen de oficio democracias que responden a otras realidades sociohistóricas, culturales y políticas, intentando secuestrar la democracia mediante la exclusión arbitraria de los que Biden sabe que tenían poderosas razones para desarmarle el show.

En su discurso inaugural, el gobernante habló de cualquier cosa menos del valor de una democracia verdadera para resolver los problemas sustantivos que enfrontan hoy los pueblos del mundo, la humanidad toda. Solo habló de los mismos ejes superficiales de esta doctrina.  Nada sobre la justicia social, sobre la democracia del pan, del trabajo digno, de la salud pública y la educación para todos de la protección y del medio ambiente…

Si hubiera existido la intención de hacer la crítica a fondo de esa democracia que permitiera rescatarla en aras de  un funcionamiento estable y constructivo, tendría que hacerse lo imposible para el capitalismo, menos para el neoliberal: hacer coincidir la democracia política con la económica.

Pasó la cumbre, pasó el primer año de la presidencia de Biden, estamos en febrero de 2022 y —para decirlo en buen cubano— “el cuartico está igualito”. Mientras, las fuerzas más conservadoras del gigante norteño pueden relanzar su contraofensiva, y de hecho la están preparando, lo cual constituye una amenaza aún mayor para la paz mundial y particularmente para nuestra región latinoamericana y caribeña.

El presidente, tratando también de recomponer los pedazos de su propia democracia, armó su reunión y no fue de extrañar que la lista  de países que no fueron invitados a esa cumbre chueca estuviera Cuba, donde se trabaja por construir una democracia diferente a la virtual de esa convocatoria  igualmente virtual.

La democracia socialista cubana es joven, con mucho por desandar, con mucho para aprender, pero en modo alguno desgastada. Todo lo contrario. Es un proceso en desarrollo y constante perfeccionamiento, cuyas instituciones procuran estar siempre en sintonía con los derechos y aspiraciones de la ciudadanía.

Entre los factores que la diferencian están los de orden interno, en particular, el poder del pueblo trabajador, y en el orden externo: el existir y desarrollarse en medio de constantes agresiones del imperialismo estadounidense y sus aliados, descalificaciones infundadas, guerra mediática y un bloqueo genocida que ya dura más de 60 años y que es el principal obstáculo para su desarrollo, no solo económico, sino también político.

La cubana es una democracia, como todas, con sus virtudes y sus carencias e imperfecciones,  que no excluye la legitimidad de otras formas de democracia, que puede aprender de las experiencias positivas y negativas de todas, y que  además tiene qué mostrar a otras. Ni más ni menos.

Una democracia en la que todas sus instituciones se deben constitucionalmente a la población y donde la tarea fundamental es avanzar en su empoderamiento, es un sistema social que en vez  de objeto de la política, ve al pueblo  como sujeto de esta, en el que el gobierno se pone  al servicio del pueblo y no a la inversa, en el que el ejercicio electoral está inmunizado contra la politiquería, el clientelismo, la manipulación propagandística y en el que el dinero no juega absolutamente ningún papel.

Una democracia que existe así porque conquistó la añorada unidad social en la diversidad y en la cual  tiene espacio el pluralismo político, el llamado a respetar la opinión política de todos los ciudadanos y la que, como en cualquier otra democracia, debe subordinarse a la legalidad establecida por la Constitución.

Esta democracia socialista no tiene la necesidad de enfrentarse a poderes económicos con intereses corporativos y representación política. Su realidad es otra. En Cuba hay un solo partido político que está llamado a ejercer un papel coordinador, orientador, impulsor para que todas las energías de un pueblo, con escasos recursos y enfrentado a condiciones muy adversas, se empleen de modo constructivo en función de la sociedad toda.

A la vez que está blindada contra el oportunismo político y la intromisión imperialista en sus asuntos internos;  que pide  cambiar todo lo que deba ser cambiado, menos la posibilidad real de cambiar siempre en función de los intereses ciudadanos y no de minorías privilegiadas; un sistema político cuyos fundamentos constitucionales reflejan la voluntad popular de defenderlo.

Ciertamente, mucho queda por  hacer en virtud  de continuar trabajando en la profundización y anclaje de la democracia socialista en todos los niveles, instituciones, sectores y territorios del país. Resulta preciso combatir los vestigios del verticalismo, del ordeno y mando, del burocratismo, contra los que —contrario a los esfuerzos y estilo de su liderazgo político—, siguen considerando la conducción política “desde arriba” como si el pueblo no fuese el principal protagonista.

Un sistema político abierto a la crítica constructiva, a disentir, a dialogar, a discutir sobre los temas inherentes a la democracia con todos los países del mundo; que estaría en mucho mejores condiciones para su evolución y perfeccionamiento si pudiese desarrollarse sin el asedio económico, político y mediático del imperialismo estadounidense. Pero esa evolución y perfeccionamiento  sería a partir de nuestras propias raíces y realidades socioculturales, en modo alguno en dirección a las pretensiones de Joseph Biden.

¿Qué estaría pensando realmente Biden cuando Barack Obama visitó Cuba? La pregunta cabe, porque si bien durante su campaña electoral prometió deshacer los desmanes anticubanos del desvariado Donald Trump y retomar la línea de Obama, no ha eliminado ni una sola de las infames medidas de su predecesor, por el contrario, el democrático gobernante de la Casa blanca  ha profundizado la presión contra la nación caribeña.

Quizá le vendría bien, para una más clara visión del mundo en que vivimos, visitar nuevamente nuestro país y exponer con total libertad sus ideas sobre la democracia como lo hizo Obama en 2016. ¿Lo haría? Sería cortésmente bienvenido.

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Dario Machado
Licenciado en Ciencias Políticas y Doctor en Ciencias Filosóficas. Preside la Cátedra de Periodismo de Investigación y es vicepresidente de la cátedra de Comunicación y Sociedad del Instituto Internacional de Periodismo José Martí.

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