Frente a la brutalidad de los hechos que describe en sus historias, la escritora elige el sigilo de las palabras. Eso queda de manifiesto en la reedición de Los suicidas del fin del mundo, y la crónica sobre el cementerio de Malvinas La otra guerra, y la selección ampliada de perfiles, ensayos y conferencias Frutos extraños.
La brutalidad requiere discreción. Se trate de familias destrozadas por las sombras de la dictadura, de una madre que busca a su hijo entre los vagones retorcidos de un tren, de un equipo de hombres y mujeres que persiguen entre los huesos las huellas de la tortura y de la muerte, de una oleada de suicidios en una pequeña localidad petrolera, de una madre que mató a su hija recién nacida de 17 puñaladas. Los movimientos deben ser cautelosos. Incluso parcos. La brutalidad, el horror, el sufrimiento, parece decir la periodista y escritora Leila Guerriero a la hora de enfrentar sus historias, se comportan como el silencio: pronunciar su nombre es hacerlos desaparecer. Y la tarea es clara: se trata de exponerlos. La reciente aparición de tres libros suyos funciona, a su modo, como la consumación simultánea de una estrategia y un estilo: frente a la brutalidad de los hechos, el sigilo de las palabras.
La pandemia produjo un efecto editorial retardado: los tres libros de Leila Guerriero, cuya publicación estaba proyectada con una distancia prudencial, se reunieron en menos de un año. A fines de 2020 volvió a las librerías Los suicidas del fin del mundo (Tusquets), del que se cumplieron quince años de su primera edición: la crónica de una tragedia incrustada en un desolado pueblo patagónico. En abril de 2021 (y ya con una segunda edición en agosto) se publicó La otra guerra, dentro de la colección Cuadernos de Anagrama: una extensa crónica acerca del cementerio argentino construido por el ejército inglés en las Islas Malvinas, que “narra los esfuerzos exitosos y recientes por restituir una memoria opacada por la inacción institucional, el orgullo nacionalista y la sombra de la dictadura”, como se detalla en su presentación. Y en septiembre fue publicada una versión aumentada de Frutos extraños (Anagrama), donde se reúnen una selección de los perfiles, ensayos y conferencias de Guerriero publicados entre 2001 y 2019: un viaje al corazón del periodismo narrativo. En cada libro, la cronista parece cargar con la misma pregunta: ¿cuánto horror pueden transmitir las palabras? Y también con el concepto destilado de su propia respuesta: el horror no lleva adjetivos.
“Cuando la tragedia es tan gorda… subirle los decibeles al dolor, en la prosa, no tiene sentido”, adelanta Leila Guerriero, colaboradora de La Nación y Rolling Stone, columnista de El País de España, editora de la revista mexicana Gatopardo, ganadora de la novena edición del premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, del XIV Premio de Periodismo Manuel Vázquez Montalbán, una de las voces autorizadas del periodismo narrativo en Hispanoamérica, en videollamada con Página 12.
Los caminos que construye Guerriero para dejar a la vista esa tragedia están atravesados por el despojo. Al interior de Los suicidas del fin del mundo, se hace prácticamente imposible encontrar palabras como “suicidio” o “sangre”. La otra guerra funciona como el rompecabezas de una maldición: cada historia es apenas una ficha que va develando el sentido escondido del libro. Dentro de Frutos extraños, el espanto que pueden generar los huesos desenterrados por el Equipo Argentino de Antropología Forense, se lee en frases como “Es verdad: los huesos de mujer son gráciles”, o quizá “Tocar a los muertos crea una relación especial con la gente”. Un poco más allá está la decisión de narrar la vida de Romina Tejerina sin nombrar –hasta casi el final de su perfil– el hecho de que había descargado 17 puñaladas sobre su hija recién nacida. El silencio, parece ser, es el arma de la cronista. “Hay una cosa escueta, prescindente en el lenguaje, donde lo importante es hacer encastrar todas las piezas para que sea el choque de fuerzas, el contraste entre los testimonios, el lugar del que surge la información”, asegura Guerriero. “Me gusta esa sutileza del encastre de las piezas haciendo el relato”.
-¿Es una estrategia aplicable a cualquier historia?
-Cuando hablo del paisaje más mental, por ejemplo en las columnas, a veces encendidas por lo epifánico o lo oscuro, puede llegar a ser más adjetivado, trabajado. Pero ese estilo no se puede contrabandear a una crónica de treinta páginas. Es como decirte “comete treinta kilos de helado”. Intento que la prosa no sea una catarsis, un derrame. Me gusta la contención. Y dentro de esa contención, igualmente hay que subir el volumen a veces, si no los textos terminarían siendo de factoría. Cada tema te requiere de un trabajo distinto con la prosa.
-¿Siempre tuviste en claro esta diferencia?
-Al comienzo era muy barroca, tenía intenciones más emocionales. El camino este tiene que ver con ciertas reflexiones acerca de la escritura. Con influencias. En el año 2001, descubrir a Lorrie Moore fue muy impactante. Escribe de una manera muy precisa, muy forense. Fui arrancando de los textos todo lo que rimara con la tragedia extrema porque ya lo que estaba pasando era un desastre. Si vos levantás el dedo y decís por ejemplo “esta señora mintió”, entrás en las acusaciones. Por eso, el género de la crónica necesita de espacio, porque ciertas complejidades no las podés mostrar en una línea. Si querés contar que una persona manipuló sin el espacio suficiente para eso, se vuelve una línea reduccionista, acusatoria y horrorosa. Si vos disponés las piezas de un texto de tal manera que el lector vaya avanzando con vos y se sorprenda, por ejemplo, ante el desastre descomunal que el Estado armó alrededor del cementerio argentino en las Islas Malvinas, llegás a otro estado de comprensión.
El 9 de octubre de 2020, el diario español El País publicó la crónica La otra guerra de las Malvinas, firmada por Leila Guerriero. Narraba una historia oculta que comenzaba con un desconocido oficial del Ejército Británico: Geoffrey Cardozo. En 1982, con 32 años y la estela de la guerra de Malvinas aun agitándose en el horizonte, Cardozo fue enviado a las islas. Allí recibió la orden de hacer un cementerio para los cuerpos de los soldados argentinos que estaban esparcidos sobre el campo de batalla. Identificó a 230 caídos, eligió una zona del istmo de Darwin, tomó notas precisas de cada uno y los enterró. Luego elaboró un informe que fue enviado al gobierno argentino. Y el gobierno argentino lo escondió durante más de 25 años. Las consecuencias de ese secreto, que creció como un tumor al interior de cada una de las familias que no sabían dónde estaban sus muertos, era el hilo invisible que guiaba la crónica de Guerriero. Pero todavía quedaba mucho por contar.
“Son miles de ciudadanos argentinos olvidados, maltratados, manipulados, hartos. La gente me hablaba de esos caídos como si se hubiesen muerto ayer”, dice Guerriero sobre la decisión de continuar su investigación y convertir esa primera crónica en un libro. “Por otro lado, al entrar en la colección Cuadernos me permitió un abordaje más urgente, aunque me haya tardado dos años y medio. Incluso es una mirada no tan hasta la última piedra”.
-En La otra guerra ampliaste y sumaste historias de familias que fueron víctimas de un ocultamiento estatal. En Frutos extraños recorrés la historia de María Luján Rey, la madre de Lucas Menghini Rey, una de las 51 víctimas de la masacre de Once. En todos los casos, también dejás al descubierto ciertas manipulaciones que intentan las víctimas para manejar tu relato. ¿Por qué tomaste esa decisión?
-La pregunta es: ¿por qué uno trata de cuidarlos? ¿Por ellos o por uno mismo? Muchos periodistas se cuidan porque tienen miedo, temor, de que cualquier cuestión que vulnere esa imagen del “hombre bueno”, la “mujer solidaria o víctima perfecta”, vuelva los focos sobre ellos y se cuestione su mirada. Muchísimas veces los periodistas establecen miradas victimizadoras sobre las víctimas, desde el “algo habrán hecho” hasta “tenía la pollerita muy corta”. Hay un largo historial de relato periodístico al respecto. Esa mirada siempre es reprobable. Ahora, mostrar que la gente es humana y que hasta una persona que está en una situación precaria o vulnerable puede tener en un momento sentimientos bajos, o tratar de manipular una situación para que juegue a su favor, habla más de su desesperación, y creo que eso incluso juega a favor para mostrar la situación de vulnerabilidad que atraviesa. “Intentaré mandar este mensaje a toda costa, a pesar de estar mintiendo”. Se muestra más bien el grado de desesperación al que puede llegar una persona para tratar de que la escuchen.
-Tanto en La otra guerra como en Frutos extraños –en este caso, con el perfil de Yiya Murano como ejemplo más claro– los victimarios también cobran protagonismo en tus historias. ¿Cuál es la dificultad en ese caso?
-Con el victimario, el punto es tratar de entender. Poner mis seguramente existentes prejuicios negativos para tratar de comprender algo del ecosistema mental de este sujeto. No nos va a generar simpatía ni empatía. Un sujeto siniestro, un torturador, un violador, ¿cómo hacés eso? Es mucho más difícil no tener prejuicios. Pero ahí también uno tiene que proteger su oficio, buscar la manera de llevar una mirada lo menos prejuiciosa posible. No juzgar, no justificar y sí tratar de entender. En el oficio nos encontramos con historias horrorosas de gente horrorosa, y uno no es que quiera justificar el horror pero sí comprender los motivos que llevan a eso. Nadie es un monstruo completo. O un ángel completo. Y muchas veces parece que no hay que preguntarse cómo hacer estas operaciones: ¿cómo miro acá?, ¿por qué esto lo miro distinto? Se olvida que la reflexión es parte de este oficio.
El catálogo de escritos de Leila Guerriero se abre en ese sentido apuntalado por ensayos y conferencias. En la reciente edición de Frutos extraños, dos nuevos textos funcionan como las puertas de entrada y salida. El libro abre ahora con “Mi Diablo”, la Conferencia Inaugural del Ciclo de las Letras del Centro Cultural San Martín, leída el 11 de abril de 2017, donde Guerriero dice: “Empecé a recortar las frases con bisturí y a moverme por la página con una voz recogida, casi impávida, ausente, procurando contaminar ciertos sectores del texto con una emoción sin exaltaciones, de impacto seco”. Y también: “La ausencia de prejuicios es un arte para el que hay que tener coraje y el bien más preciado de un periodista es la construcción de un criterio propio”. Luego de recorrer una veintena de sus crónicas y perfiles –a los que ahora se suman el de Fito Páez, María Luján Rey, Gustavo Grobocopatel y Palito Ortega–, se llega hasta “El negocio del miedo”, una conferencia leída por Guerriero en diciembre de 2018 en el Encuentro Internacional de Periodistas. “Estoy en el negocio de ‘siempre salió bien pero esta vez puede salir mal’ –dice–. En el negocio de ‘quiero hacerlo como nunca lo hice antes pero es posible que no lo logre’. En el negocio de ‘¿siempre tendré algo para decir?’”.
-En tus conferencias describís cómo has sido moldeada por las lecturas de Sor Juana Inés de La Cruz o John Steinbeck, de las entrevistas de Fabián Polosecki, de las películas de Bergman o Pasolini, de la música de Pearl Jam. Pero también de un cachetazo de tu madre y de la naturaleza retorcida de tu maestro, el señor Equis. ¿Es posible calcular las dosis de esa mezcla?
-Es imposible saberlo. Lo que sí creo es que una mirada trabajada. Me refiero a no mirar de manera reduccionista, implica una óptica nutrida no solo de leer los diarios. No se trata de sentarse y leer sino más bien de sentarse y vivir. Encontrarse con gente, salir, patear la ciudad. Si tenés la posibilidad, patear otras ciudades. Y tomar riesgos, lógicos, razonables, que no impliquen quizá que corras riesgo de muerte. Tener una capacidad de improvisación, de buscar lo inesperado. Lo que llamaban “tener calle”. Bueno, cuanta más calle tenés, más mirada tenés.
-¿Cómo se maneja el riesgo una vez que se tiene cierto “lugar seguro” dentro del oficio?
-Eso es quizá correrse del aburguesamiento. Que te puede pasar en la escritura y en la vida. Los cronistas, escritores, en su mayoría llevamos vidas burguesas, tenemos una biblioteca preciosa, con libros, que hace diez años no estaba. Había en cambio un cajón de manzanas con cinco libros. Y esa sensación de que uno está menos vivo es algo contra lo que hay que trabajar. Yo tengo una biblioteca repleta de libros, un mueble caro, un departamento amplio con un estudio. Cuando escribí Los suicidas… trabajaba en un departamento de 36 metros cuadrados, el escritorio estaba en la sala donde mirábamos la televisión y a cinco metros de la cama donde dormíamos. Si te dejás tragar por todos los objetos y comodidades, y dejás que eso permee la escritura, hay un problema. Siempre hay maneras de buscar. Buscar siempre un camino para encontrar la incomodidad. Ir contra cierta facilitación, que uno se ha ganado, por otra parte. Sería absurdo que pudieras comprarte una biblioteca y quisieras guardar tus libros en un cajón de manzanas. Tampoco creo en eso. Hay gente que imposta esas situaciones. Esa impostación no me interesa. Lo que sí me interesa es mantener un espíritu fresco, vivo, muy salvaje.
Foto de portada: Guerriero es una de las voces autorizadas del periodismo narrativo en Hispanoamérica. Imagen: Emanuel Zerbos
(Tomado de Página 12)