Del artículo “¡No me lo pongáis tan lejos!” algunas personas le han hablado al autor dando por sentado que lo escribió a raíz de sucesos recientes, que en realidad ocurrieron o empezaron a conocerse cuando ya estaba publicado el texto. Cierto es, sí, que este nació de circunstancias vinculadas con el entorno en que tales hechos se insertan.
El presente artículo no abunda en lo apuntado por aquel sobre cuñas divisionistas usadas contra la Revolución. Son maniobras que existen independientemente de nuestra voluntad, y no debemos permitir que por ellas mengüe nuestra acción para denunciar y erradicar expresiones de injusticia intolerables para las ideas y la práctica revolucionarias. Guardar silencio ante lo injusto, o restarle importancia con el argumento de no dar armas al enemigo, son caminos seguros para dárselas.
Quien se proponga combatir revolucionariamente las injusticias debe valerse de los mejores métodos, y no acudir a publicaciones y otras entidades que todo lo enrarecen para atentar contra la unidad revolucionaria. Pero si algo puede decirse de ellas es que a sus maniobras oportunistas les conviene que nuestras instituciones, publicaciones incluidas, incumplan su cometido y les cedan espacio y oportunidades.
En las redes sociales, tan expansivas para bien y para mal, no deben confinarse asuntos que ameriten rebasarlas, aunque de ellas —reforzadas con avances de la tecnología, no nacidas de esta: han tenido y tienen ondas tan “pintorescas” como las de Radio Bemba— no es posible ni aconsejable prescindir. Han de emplearse para también desde ellas seguir combatiendo, con la fuerza de la honradez, la verdad y creciente eficacia, las artimañas contrarrevolucionarias y el poderío material de quienes las sustentan.
Contra el mejor desempeño de la nación en ese frente no han faltado señales de que, por lo menos en algunos casos, ha operado el temor a términos como feminismo. Se diría que, no obstante lo avanzado en el tema, hay quienes erróneamente ven ese vocablo como un mero antónimo de machismo, juicio raigalmente errático. Lo que pudiera tomarse como contrapunto dialéctico entre ambos términos no los asemeja en cuanto a las prerrogativas de que ha gozado el varón en la sociedad patriarcal, y los reclamos y acciones de la mujer para revertirla y alcanzar plenamente sus derechos.
Añádase que la actitud justa en esa lucha no es ni debe ser exclusiva de las mujeres. Al constituir una causa humana, es responsabilidad de las fuerzas sociales encargadas de conquistar toda la justicia. La condición de afectadas por la falta de equidad puede otorgar o exigir a las mujeres una conciencia particularmente clara de la realidad y una más palmaria vocación emancipadora. Pero nadie que quiera ser revolucionario está exento de cumplir su deber en esa brega. Quien se crea eximido de hacerlo se aleja objetivamente de la Revolución.
Cabrá hablar de feminismo revolucionario para subrayar que lo buscado con él no es clonar el empoderamiento de la mujer al estilo de Margaret Thatcher o Hilary Clinton, encarnaciones de intereses clasistas y ejercicios de poder propios de las fuerzas opresoras. Pero en nombre de la unidad revolucionaria no vale disimular las desventajas sufridas por la mujer ni aspirar a que ella renuncie a sus derechos.
Rótulos como revolucionario y marxista merecen empleos a la altura de su significado, salvo que se opte por sumirse en los dominios de lo que la sorna popular ha llamado machismo-leninismo, que —huelga decirlo— nada tiene que ver con el pensamiento de Lenin. Si alguien se disgusta por la prosperidad del término feminismo, y es o quiere ser revolucionario, quizás no tenga mejor opción que proponerse hacer que desaparezcan las injusticias propiciadoras de tal prosperidad.
Siempre será ejemplar la aspiración que José Martí, refiriéndose a “la idea socialista”, le expresó a Fermín Valdés Domínguez en carta de mayo de 1894: del lado de quienes buscaban “sinceramente, con este nombre o aquel, un poco más de orden cordial, y de equilibrio indispensable, en la administración de las cosas de este mundo”. Pensando en la liberación de su patria, en diciembre de ese año le escribió a Antonio Maceo: “Si nos volvemos a ver vivos, será para asegurar la libertad que hayamos conquistado a Cuba o para acabar de conquistarla, plena y conforme a toda la justicia”.
Sobran ejemplos de que entre -ismos puede haber diferencias abismales. No se habrá insistido lo bastante, pero no es el tema de estos apuntes, en que uno de los males que atentan contra la equidad humana es el llamado racismo, que no cabe comparar con el feminismo y lleva el veneno en su nombre, porque asume la existencia de razas en la humanidad. Es una aberración que debe combatirse en todos los órdenes —incluido el lenguaje, tan entrañado con el pensamiento— y no se erradicará si la sociedad no se transforma a fondo y a tope.
Ese propósito exige desterrar de la mente humana hasta la última huella de las dolosas maniobras con que, para la opresión de unos seres humanos por otros, se dividió a la sociedad con el concepto zoológico de razas. También son falacias la inferioridad de la mujer con respecto al varón, y su condena a estar supeditada a él, ideas que refuerzan la validez del feminismo y se agazapan en escondrijos variopintos, pero afloran de diversos modos, al punto de burlarse de las víctimas y defender al victimario, a veces tan irresponsablemente que debería tomarse como un punible acto de pandillismo.
Qué decir cuando se intenta blindar al abusador contra la acción de la ley, aduciendo sus reales o supuestas virtudes políticas o profesionales, entre otros hechos que a veces resulta doloroso ver cómo se manipulan y quiénes son capaces de manipularlos. Pero, si el presente artículo empezó aludiendo a hechos concretos recientes, no propone un veredicto ni expresa parcialidad personal con nadie. Aunque el autor está del lado de la justicia y, por tanto, de las víctimas, se trata de hechos que están sujetos a investigación y al debido proceso, en espera de la condena con la que cada quien deberá cargar, sin excluir —si así fuera— lo que pudiese haber de calumnia.
Corresponde al sistema judicial cubano actuar con arreglo a las leyes, Constitución mediante en primer lugar, y con irrestricto apego a la ética. A nadie debe beneficiar la ignorancia de los derechos de otros seres humanos, ni que lo apoyen personas a quienes ciegue el creerse con poder de influencia para torcer el camino de las investigaciones, de la justicia, aun antes de iniciarse el ineludible proceso legal.
Para el tema tratado resulta estimulante y tranquilizador conocer los claros pronunciamientos —que han de ser cada vez más amplios y enérgicos— de foros e instituciones, y el hecho de que ya en la Gaceta Oficial de la República circula el Acuerdo 9231 del Consejo de Ministros: Estrategia integral de prevención y atención a la violencia de género y la violencia en el escenario familiar, todo un programa.
Pero lo legal, por muy acertado que sea, no va muy lejos si cae en un vacío que ha lastrado al país desde la colonia, y del cual no es improbable que perduren vestigios: el concentrado en el decir “la ley se acata, pero no se cumple”. Las leyes requieren que las acompañe una orgánica y coherente voluntad de aplicación, que incluye conocerlas, y una labor educativa que no equivale a tolerancia o consideraciones que nieguen el sentido mismo de lo legislado.
Este artículo es de los que tocan temas de importancia permanente: la inercia indeseable de las viejas estructuras sociales mantiene vivos usos y costumbres que estorban el desarrollo colectivo, como bien señala el autor. Considero que, dada la riqueza del texto, vale la pena dirigir la mirada crítica hacia nuestra propia conducta buscando los resabios que, tal vez sin percibirlo del todo, al limitarnos en nuestra evolución inciden en el desarrollo del pueblo en su conjunto.
Gratitud para camaradas intelectuales que cumplen a cabalidad esa función de vigías amigables.
Salud, maestro Toledo, con un fraterno abrazo desde México.