A las clásicas reglas para medir la inflación en Cuba deberíamos agregar las que nos debemos para sopesar la «inflazón».
Aunque ya sabemos que este último índice no lo encontraríamos en los manuales académicos, no dudemos de que puede servirnos para calcular la ancestral pillería de los criollos, a contrapelo de la honestidad y la pureza que nos distinguen como pueblo.
Sería irresponsable afirmar que las curvas que ahora mismo tensan los sensibles nervios sociales de nuestras autoridades, con la misma fuerza con que los precios minoristas dejan en la desolación nuestros bolsillos, dependen de ese muy peculiar «indicador», pero no deberíamos pasarlo por alto a la hora de profundizar en estos fenómenos.
Inflar más allá de lo clásicamente esperado de las condiciones inobjetables que determinan en el funcionamiento de la economía no es un fenómeno nuevo entre nosotros y mucho menos sorpresivo en diversas situaciones de emergencia.
A lo anterior habría que agregar que estamos en un escenario en el que se combinan las consecuencias de un costoso reajuste monetario, con profundas medidas de flexibilización de la economía, en condiciones de un bloqueo oportunistamente recrudecido, que hasta ahora no permite transparentar suficientemente los verdaderos costos de los productos y servicios nacionales, una de las aspiraciones principales de la reforma monetaria y cambiaria.
A juzgar por el escenario en que nos desenvolvemos ahora mismo, casi podríamos afirmar que la doble moneda parece haber sido sustituida por un cuádruple enredo para encontrar sentido común a la magnitud de los precios corrientes con los que cotidianamente estamos lidiando, no solo los ciudadanos, sino, además, todo el sistema institucional del país.
No pocas veces se siente la impresión de que hay actores, tanto privados como públicos, que distorsionan la voluntad liberalizadora de los precios con la «liberrimonetización» de los mismos. Lo anterior aupado, claro está, por la escasez crónica de no pocos surtidos y servicios, así como por el carácter monopólico en la elaboración, venta y prestación de numerosos de estos.
Por ello no puede quedar solo en alertas públicas la denuncia de los principales responsables del país acerca de que, por ejemplo, las medidas para destrabar los nudos que amarraron durante años el desenvolvimiento de la empresa estatal socialista terminen por atar de pies y manos la capacidad de compra de la ciudadanía. Sobre todo, de aquellos segmentos de menores ingresos o dependientes de subsidios estatales que vieron evaporarse en muy poco tiempo los incrementos de la denominada tarea ordenamiento.
El propio ministro de Economía y Planificación Alejandro Gil cuestionaba, en la pasada sesión ordinaria de la Asamblea Nacional, lo pernicioso de que las empresas públicas del país demeriten la trascendencia de las posibilidades inéditas de repartir las ganancias en beneficio de los trabajadores a costa de manipular o distorsionar los precios de sus productos.
De ahí la relevancia del énfasis que el líder de nuestro Partido, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, pone en los últimos tiempos, sobre todo en sus encuentros frecuentes con representantes del sector empresarial público, en la responsabilidad y sensibilidad social que debe caracterizar a dichas entidades en el socialismo.
Dicha apreciación es perfectamente aplicable al creciente sector privado que, como bien se profundizó en el pasado Pleno del Comité Central del Partido, debe naturalizar su pertenencia al tipo de economía socialista recogido en la nueva conceptualización de nuestro modelo.
Ningún cambio estructural puede hacernos perder la perspectiva de que el socialismo —como remarcó esta semana el fraile dominico y teólogo Frei Betto, quien dice tener el corazón con la forma de Cuba—, es el reino del «nosotros», destinado a sustituir el del egoísta «yo», traído por la modernidad capitalista.
En un reino así, aunque lo acusen de subjetivo, la «inflazón» tendría menos oportunidad en medio de la inflación. (Publicado en la edición dominical del 5 de diciembre de 2021 en el diario Juventud Rebelde)