Una noticia sacudió al mundo en abril de 1983. La revista alemana Stern anunció que tenía los diarios personales de Adolf Hitler, escritos de su puño y letra y que abarcaban el período comprendido entre 1932 y 1945; esto es, entre la inminencia de su llegada al poder y su muerte en el búnker de la Cancillería, con Berlín asediada por las tropas soviéticas. Hasta entonces, ningún biógrafo del Führer había anotado nada acerca de diarios personales, menos todavía durante los años de su dictadura y la guerra que desencadenó.
Un yate conduce a los diarios
El responsable del presunto hallazgo fue un veterano periodista de Stern, llamado Gerd Heidemann. Nacido en 1931, había ganado reputación con sus notas sobre conflictos en África y Medio Oriente. A comienzos de los 70, su interés pasaba por coleccionar souvenirs del nazismo.
En 1973, Heidemann tuvo la oportunidad de comprar el Carin II, un pequeño yate que había pertenecido a Hermann Göring. Hipotecó su departamento en Hamburgo y se quedó con el barco. La idea era repararlo, venderlo y hacer negocio con la diferencia. Más tarde viajo a Sudamérica y entrevistó en Bolivia a Klaus Barbie, jefe de la Gestapo en Lyon. En Chile visitó a Walther Rauff, responsable de la cámara de gas móvil que mató a casi cien mil personas.
Para 1980, Heidemann estaba agobiado por las deudas que le generó la operación con el Carin II. El arreglo era más costoso de lo que había pensado y decidió vender el barco para, al menos, recuperar la inversión. Qué mejor que tantear a coleccionistas del nacional-socialismo. Fue así que viajó a Stuttgart, a la casa de Fritz Steifel, para negociar la venta del yate. El hombre no estaba muy interesado y en la conversación le mostró parte de su colección. Steifel quiso darse lustre y puso en sus manos una reciente adquisición: un volumen forrado en tela negra. Era un diario personal y sus páginas estaban escritas a mano. Cubrían el período comprendido entre enero y junio de 1935. Su autor: el mismísimo Hitler.
Operación Seraglio
20 de abril de 1945. Hitler celebra su cumpleaños número 56 en el búnker. Los soviéticos avanzan sobre Berlín. En diez días más, el Reich de los mil años que vaticinara el antiguo cabo austríaco terminará con su suicidio. El secretario privado de Hitler, Martin Bormann, activa la Operación Seraglio, el plan de evacuación del entorno del dictador. Diez aviones despegan rumbo al sur de Alemania. El último vuelo cae a tierra en Heidenholz, cerca del límite con Checoslovaquia. Entre los muertos está el ayuda de cámara del Führer, Wilhelm Arndt.
Hans Baur, piloto personal del dictador, le informa del accidente. “¡Le confié documentos extremadamente valiosos que mostrarían a la posteridad la verdad de mis acciones!”, afirma que le dice Hitler, según recoge en un libro publicado en 1958. Ese contenido habría estado dentro de unos cofres confiados a Arndt. Los lugareños se apropian de lo que encuentran antes que se acordone la zona del desastre. Nunca se sabe, a ciencia cierta, cuáles son esos documentos. Y allí está la chispa que prende la imaginación de un falsificador.
La obsesión de Heidemann
Steifel le contó a un intrigado Heidemann que los diarios fueron a parar a las manos de un oficial de Alemania del Este y que éste se los había pasado de contrabando a un hermano anticuario en el Oeste, quien a su vez le narró al coleccionista la Operación Seraglio. Heidemann no pudo obtener el nombre del vendedor. Sí pudo averiguar que los diarios manuscritos constaban de 26 volúmenes que abarcaban seis meses cada uno a lo largo de los últimos (y decisivos) trece años de la vida de Hitler.
El periodista entendió que si conseguía los diarios iba a lograr el bombazo de su carrera. A través de sus contactos en el submundo de los coleccionistas de objetos del nazismo pudo saber que el anticuario era de Stuttgart y que se llamaba Peter Fischer. Heidemann le hizo llegar un mensaje: el interés por comprar la colección completa de los diarios para publicarlos en Stern.
La oferta era jugosa: dos millones de marcos y la garantía de mantener su nombre en el anonimato. Al mismo tiempo, Heidemann viajó a la zona del accidente del avión, encontró las tumbas de quienes murieron allí y dio por cierto el testimonio de Baur. Los diarios tenían que ser verdaderos.
El falsificador
Konrad Kujau había nacido en las afueras de Dresde en 1938. Tenía 25 años cuando comenzó su carrera como falsificador y pasó varias temporadas en prisión. Para 1970 descubrió un filón en la compra y venta de objetos nazis. Adquiría material en Alemania del Este (prohibido por la legislación del gobierno comunista) y lo vendía en el Oeste. Se hizo una cartera de clientes en Stuttgart y aprovechó sus dotes de falsificador para inflar el precio de los productos a la venta. Por ejemplo, un casco de la Primera Guerra pasó a valer mucho más por una nota apócrifa que aseguraba que había sido usado por Hitler en la trinchera de Ypres. Kujau llegó a pintar cuadros que atribuyó a Hitler, un artista frustrado en su juventud, y para fines de los 70, cuando usaba el alias de Peter Fischer, se abocó a su obra más famosa: los diarios.
O, mejor dicho, el diario. Porque solamente había falsificado el volumen vendido a Steifel. Cuando recibió la propuesta de Stern, le respondió a Heidemann que el anonimato era sagrado porque temía por la vida de su hermano militar en la Alemania comunista, el que le había dado los volúmenes. En parte era cierto: Kujau/Fischer tenía un hermano al otro lado de la cortina de hierro, pero no era militar, sino empleado de ferrocarril. También exigió tratar solamente con Heidemann. Aceptó el dinero y planteó que la entrega llevaría meses, porque los diarios saldrían contrabandeados de Alemania Oriental, uno por uno, en un proceso que llevaría meses. La verdad de fondo era que Kujau precisaba tiempo para falsificarlos.
Kujau dedicó los meses siguientes a escribir los diarios desde la voz de Hitler. Lo hizo con la ayuda de un libro que recopilaba sus discursos entre 1932 y 1945. Dio rienda suelta a su imaginación con alusiones personales. Por ejemplo: “Siguiendo los deseos, los doctores me han revisado. Me dieron unas pastillas que me generan mucha flatulencia y, según Eva, mal aliento”. O: “Tengo que conseguirle entradas a Eva para los Juegos Olímpicos”. Cuando la estafa se descubrió, el fundador de Stern, Henri Nannen, dijo que no podía creer que Kujau “se hubiera tomado la molestia de forjar algo tan banal”.
El Hitler recreado por el falsificador era extremadamente calmo, con momentos como este: “Apertura del Congreso del Partido. Proclamación. Entrega de la insignia del Reich al alcalde de la ciudad de Núremberg. Un encuentro cultural”. Por no hablar de las entradas en las que afirmaba que “las medidas contra los judíos eran demasiado fuertes para mí”. La cuestión del antisemitismo era central en lo que se suponía la noticia de la década, porque no había constancia por escrito de que Hitler hubiera ordenado el Holocausto, lo cual alimentó desde 1945 las teorías negacionistas. Y se suponía que los diarios despejarían dudas.
El proceso de falsificación fue así: Kujau escribía un borrador a lápiz y pasaba el texto en tinta al diario, en volúmenes que no superaban las mil palabras, y en una caligrafía poco legible. Además, mojó las hojas de los cuadernos con té, para simular el paso de los años. En la portada de cada cuaderno pegó las iniciales de Hitler en letras góticas. Cometió un error en el primer tomo que armó: las letras no eran AH, sino FH. La F fue interpretada como la inicial de Führer y eso evitó que lo descubrieran. Mantuvo las letras FH en cada volumen que le dio a Heidemann entre 1981 y comienzos de 1983, y en un principio recibió 85 mil marcos contra entrega por cada diario. Después pasó a recibir 200 mil por unidad. Heidemann había negociado con Kujau, pero a su vez se aseguraba su ganancia. Stern compró el material en nueve millones de marcos, unos cuatro millones de dólares. La revista esperaba hacer un negocio multimillonario con la venta de los derechos a otros medios.
Entran los historiadores
El 25 de abril de 1983 se decidió hacer pública la existencia de los diarios. Entonces jugaron su partido los historiadores respecto de la autenticidad del material. David Irving, connotado negacionista, tuvo acceso a fotocopias: notó errores de ortografía y cambios en el estilo de un diario a otro. Logró llegar a la casa de Steifel, que no le dio más datos.
Sin embargo, una eminencia se jugó por la validez de los manuscritos. Hugh Trevor-Roper era uno de los principales expertos sobre la Segunda Guerra. Validó la autenticidad de los diarios, junto a sus colegas alemanes Gerhard Weinberg y Eberhard Jäckel. Las palabras del prestigioso historiador inglés fueron temerarias, porque aún no se había sometido el material a análisis químicos: “Ahora puedo decir con satisfacción que estos documentos son auténticos; que la historia sobre su paradero desde 1945 es cierta; y que la forma en la que se narra actualmente los hábitos de escritura y la personalidad de Hitler, e incluso quizás algunos de sus actos públicos, deben ser, en consecuencia, revisados”. A esto se sumó un conflicto de intereses desde lo ético, muy criticado en esos días antes que se descubriera la verdad: Trevor-Roper colaboraba en The Sunday Times, que había obtenido la exclusiva para publicar los diarios en inglés.
A la espera de los análisis (Stern se había confiado en exámenes caligráficos y en la opinión de los historiadores), se tomó partido entre los que creían en la veracidad de los textos y los que sostenían que eran falsos. Los rumores hablaban de simpatías nazis de Heidemann. Hans Bloom, de los archivos federales alemanes, se expresó en palabras que, si bien no fueron proféticas, expresaban el valor, a su juicio, de los cuadernos: “Aun si fueran verdaderos, no hay mayor diferencia, porque son textos aburridos e insensatos”.
Mientras, los peritajes de la policía alemana no podían confirmar si el material era verdadero o no. Los peritos informaron a Stern que se precisaban pruebas más exhaustivas y, urgida por el impacto de la primicia, la revista decidió anunciar la existencia de los diarios de Hitler. El semanario se apoyó en el dictamen de Trevor-Roper, que los dio por auténticos y luego diría que, según Stern, el papel había sido analizado. Al historiador Gerhard Weinberg le llamó la atención que todas las páginas llevaran la firma de Hitler y expresó que un falsificador no haría eso, así que también los validó. Además de The Sunday Times, propiedad de Rupert Murdoch, otras publicaciones compraron los derechos, con lo que Stern ya se había asegurado dos millones de dólares de ganancia.
La conferencia de prensa en la que se dio a luz el texto ológrafo de Hitler trajo malos augurios. Los periodistas presentes preguntaron con insistencia sobre la autenticidad de los diarios y Trevor-Roper lamentó públicamente que “el método normal de verificación histórica haya sido, quizás necesariamente, hasta cierto punto sacrificado por los requisitos de una primicia periodística”.
Se descubre la verdad
Entonces llegó el desastre. Stern decidió confiar tres tomos de los diarios a los Archivos Federales de Alemania Occidental. El informe fue lapidario. Los tres volúmenes contenían trazas de poliamida 6, un tejido sintético inventado en 1938 y que no se había comercializado sino a partir de 1943. La revista envió los demás cuadernos a analizar. El fraude era total. El blanqueador y las fibras del papel eran de la posguerra. Al menos un juego de las iniciales FH eran de plástico y la antigüedad del material escrito no superaba los dos años. Incluso, se pudo comprobar cuál era el libro usado por Kujau, dado que el falsificador había copiado hasta los errores históricos. Era Discursos y proclamas de Hitler, 1932-1945, de Max Domarus. Además de falsificar, había plagiado.
Heidemann dijo que no sabía nada y que pensó que los textos eran reales. Cuando la prensa publicó que Stern había pagado nueve millones de marcos, Kujau decidió hablar, porque apenas había cobrado dos millones. Aseguró que el periodista estaba al tanto de la estafa y escribió su confesión con la caligrafía de los diarios. El jefe de redacción de Stern, Peter Koch, presentó su renuncia. Se calcula que la revista tuvo pérdidas por 19 millones de marcos.
La peor parte del bochorno se la llevó Trevor-Roper. A las 24 horas de publicada la primera entrega en Stern (dos millones de ejemplares con un suplemento de 48 páginas) entró a imprenta la edición de The Sunday Times con la versión en inglés. Pocos minutos después, y previo al anuncio de los Archivos Federales que zanjaron la polémica, fuentes del editor Magnus Linklater le avisaron que los alemanes habían probado la falsedad de los diarios. En la siguiente hora, Linklater habló por teléfono con Trevor-Roper y le expuso la situación. Trevor-Roper le dijo que él validaba los diarios, y Linklater no ordenó parar las rotativas. Para cuando la edición de The Sunday Times con la primera entrega de los diarios estaba en la calle, la verdad ya había salido a la luz. Trevor-Roper dilapidó su prestigio y, aunque siguió publicando hasta su muerte en 2003 con buena recepción de público y crítica, nunca se recuperó. Linklater perdió su cargo.
Fue Murdoch quien ordenó hacer rodar la cabeza del editor tras comprobarse el fraude. Antes del escándalo, Trevor-Roper no tenía una buena impresión del multimillonario. En una carta de 1982, decía a un amigo: “Murdoch es un megalómano rodeado de matones”. La frase aparece en la biografía que Adam Sisman le dedicó al historiador, y es impiadoso con Murdoch en muchas de sus opiniones. La historia de los falsos diarios quedó como una anécdota incorporada a la cultura popular, como en el film alemán Schtonk!, de 1992, que con nombres cambiados, y en un tono altamente satírico, reconstruyó el episodio.
Heidemann y Kujau fueron a juicio en agosto de 1984. El periodista fue acusado de robarle a Stern 1,7 millones de marcos y Kujau fue imputado por recibir 1,5 millones para la estafa, con lo que se generaron dudas sobre el destino de más de cinco millones, algo que sigue sin aclararse. Se llegó a decir que Heidemann financió con ese dinero a veteranos de las SS y que Alemania del Este estaba implicada, dado que años más tarde se supo que el periodista figuraba como agente de la Stasi, su órgano de inteligencia.
El falsificador y el periodista fueron condenados a cuatro años y medio de cárcel. A Heidemann no se le probó que estuviera al tanto de la falsificación. En 2008 contó que vivía de la asistencia social y está próximo a cumplir 90 años. Kujau murió en 2000, sin haber cumplido su promesa de escribir un libro sobre los diarios. Dos años antes tuvo que enfrentar una situación paradójica. Apareció con su nombre un libro titulado La originalidad de la falsificación. El responsable del mayor fraude periodístico que se recuerde salió a decir que él no había escrito ese libro. (Imagen destacada: AFP. Gerd Heidemann muestra los diarios apócrifos en conferencia de prensa, en 1983. Tomado de: Página/12)