Nos comentaba la dueña de una librería de ocasión recién abierta en el barrio madrileño de Argüelles que uno de los efectos colaterales de la pandemia ha sido un boom triste del libro usado. La muerte se lleva por delante las vidas y se lleva por delante las bibliotecas personales, que los descendientes no saben valorar o no pueden acomodar en sus propios domicilios.
Las palabras de la librera confirmaban, por lo demás, las impresiones que nos han causado durante muchos meses los contenedores de papel dispuestos en las calles. Frente al residuo habitual que los colma —cartones que protegían botellas de vino y artilugios electrónicos— los contenedores del centro de Madrid están llenos a rebosar desde hace un tiempo de viejas revistas, folletos de electrodomésticos hoy en desuso, libros que fueron best sellers y libros que jamás tuvieron lectores.
El papel desborda en ocasiones la capacidad del contenedor, y páginas y portadas se arremolinan en torno a desechos de otro tipo, que redoblan las sospechas en torno a las desapariciones en el vecindario. Ese sofá de orejas que aguarda inútilmente en el bordillo a que regrese su ocupante. Ese armario de caoba diríase que desvencijado a golpe de ensañamiento filial. Ese espejo quebrado que nos devuelve mil y un fragmentos de nuestro rostro embozado.
Quien ama de verdad la letra impresa comparte el afán de llegarse hasta las costas de estos naufragios de papel; el anhelo de rebuscar en las tinieblas de los contenedores y entre los volúmenes arrojados sin más al alcorque más cercano, para salvar del reciclaje títulos interesantes, títulos que ya habían tasado otros ojos antes que los nuestros, títulos con nombres propios, dedicatorias y valoraciones apuntadas en sus páginas de cortesía con caligrafía esmerada. Palabras escritas a mano también en los márgenes del libro viejo, que hacen de él un ser vivo, al que remuerde la conciencia abandonar.
Es la razón de que tantos de esos libros desechados acaben en nuestra casa. Aunque nos asalte la idea desalentadora de que, en unos años, apenas hayamos salido a nuestra vez por la puerta con los pies por delante, también estos libros volverán a la calle, y en muchos casos sin que hayamos tenido ocasión o voluntad de leerlos. Queremos engañarnos pensando que estamos salvando de la quema la materia de los libros viejos y el espíritu de sus poseedores anteriores, cuando somos presa en realidad de un pensamiento mágico: al prorrogar su vida útil, hacemos lo mismo con la nuestra. En palabras de Juan Bonilla, “quien rescata libros suele aducir razones para ello, pero a la hora de la verdad conviene no preguntarnos qué obtenemos de ello aparte una felicidad extraña y una innegable melancolía. Hacerse con libros abandonados no tiene ningún sentido, cae del lado irremediable de las enfermedades crónicas”.
Por fortuna, no todos los libros terminan en la recicladora de papel. Como decíamos al comienzo, en las grandes urbes españolas han florecido en los últimos años librerías de lance que acompañan a los incombustibles establecimientos de libro antiguo —que gozan todavía de una clientela culta y adinerada— y reemplazan a las librerías tradicionales de ocasión —cuyos dueños se marchitan entre enciclopedias descabaladas y novelitas de Estefanía—. Quien frecuenta este tipo de establecimientos, ubicados a veces en los rincones más insólitos de la ciudad, sabe de inmediato cuáles responden a la pulsión de un librero y las querencias de una comunidad; y cuáles juegan un papel ambiguo en los procesos de gentrificación urbana, llegando a constituirse en franquicias nacionales e internacionales.
Más aún, bajo la apariencia de cadenas de librerías de ocasión se ocultan ya negocios de tráfico de libros con vistas a la decoración de interiores, pues nada adorna con más estilo en nuestros tiempos que la cultura o, más bien, su simulación. No es casual que cada vez más hoteles, academias, restaurantes y estudios de diseño, en especial si se sitúan en zonas que han tomado por asalto el turismo y las clases creativas, apuesten por disponer pilas y estanterías de libros a fin de embellecer sus vestíbulos. Los han adquirido a razón de dos euros el volumen siempre que se haga un pedido mínimo de cincuenta. Durante un tiempo, el libro como trampantojo se basó en la reproducción de sus lomos en cartón o madera decorativa, o en la instalación en los comercios de libros con sus páginas en blanco o en idiomas no nativos. Hoy por hoy, los libros falsos son auténticos libros, despojados de su razón de ser y su genealogía como expresión cultural.
Por supuesto, siempre han existido circuitos de clase A, B y hasta Z para la compraventa de libros, con sus correspondientes tipologías de coleccionistas y/o lectores. Acudir al reclamo del libro antiguo nunca ha sido lo mismo que optar por el libro usado o, en el peldaño más bajo de la escala socioeconómica, el libro viejo. Acostumbrarse a leer en un determinado ecosistema u otro también es una cuestión de clase. Y, por otro lado, tampoco es nueva la instrumentalización del libro —o su réplica inanimada— como objeto decorativo, aunque haya sido más común entre las gentes pudientes y los parvenus. Lo sorprendente, o quizá no tanto, es que en una época en la que la superioridad cultural y de clase está puesta en tela de juicio, necesitemos de escenarios que otorguen un estatus ficticio a nuestro way of life en el que la lectura tiene cada vez menos importancia.
En este contexto, salvar libros de contenedores para ponerlos a resguardo en nuestras bibliotecas personales, hacerlos circular entre familiares y amigos que sabemos darán nueva vida a sus páginas o donarlos a bibliotecas y centros sociales, puede llegar a tener una connotación política: incluso si ese libro rescatado sucumbe después a nuestras neurosis como bibliófilos, será en virtud de su condición de libro. Consagrarlo en la actualidad a la vida pública tiene menos que ver con tejer comunidad que con su conversión en moneda de cambio mercantil y pseudocultural.
Tomado de: El Salto
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