En múltiples ocasiones me he sentido en el deber de defender, sobre todo para otras personas, el derecho que todos y todas tenemos a equivocarnos. Creo que el ser humano es una especie inteligente porque es consciente de lo que hace bien y mal, y más todavía porque es capaz de aprender de sus propios errores.
El método de la prueba y el error es definitivamente la fórmula más común que tenemos para avanzar en la construcción de nuevos conocimientos, aunque estas se nos revelen siempre al final como verdades relativas, muchas veces sujetas a determinada temporalidad, a cierta duración, limitada precisamente por el descubrimiento de nuevas certezas.
Pero reconocer a tiempo cuándo estamos en presencia del error, cuando comenzamos a torcer el camino de lo que esperábamos o de lo que se espera de nosotros, ya tal vez no nos resulte tan sencillo.
Dice un refrán que rectificar es de sabios, mientras que otro proverbio añade que quien más hace es quien más se equivoca; por ese motivo debemos cuidarnos del error, pero comprender que los fallos son parte de nuestra propia experiencia de vida, de nuestro crecimiento.
La honestidad y valentía para admitir que algo nos salió mal, debe ir pareja siempre con la voluntad para enmendarlo, o por lo menos, para intentar esa reparación a tiempo, en el ánimo de que, al menos, trataremos de no volver —como dice otra frase popular— a tropezar con la misma piedra.
Y parte importante de esa rectificación, es ofrecer las debidas explicaciones, exigir responsabilidades y aplicar las correspondientes medidas cuando los errores tuvieron costos sociales o perjudicaron la vida y la imagen de otras personas. Y por qué no, darlo a conocer, algo que con demasiada frecuencia se obvia en ese camino de corregir lo mal hecho.
Nuestra práctica social no ha estado ajena a las experiencias amargas, a veces por empecinarnos en mantener a toda costa lo que ya sabemos que no funciona, total o parcialmente, pero que nos ofrece cierta relativa seguridad ante lo que consideramos una mayor incertidumbre, solo por tener que realizar determinados cambios.
Lo terrible es que, a la larga, no reconocer a tiempo que un modo de hacer agotó sus posibilidades, es solamente la vía más segura… hacia el fracaso.
Por eso resulta tan importante defender a toda costa ese aliento de renovación constante en todo el perfeccionamiento que estamos intentando en casi todos los planos de nuestra realidad cotidiana, y no solamente en el terreno económico, como a veces se pudiera pensar.
Para que ese espíritu transformador impulse un proceso continuo de mejoramiento y evolución, hay que darle cada vez mayor participación real a la ciudadanía, y escuchar con atención cualquier indicio que nos alerte, precisamente, cuándo pudiéramos estar ante una desviación de lo que perseguíamos, para rectificar el camino con prontitud y efectividad. Y decirlo además, públicamente, sin temores ni complejos.
Corregir el tiro con suficiente rapidez, cuando todavía es posible sin afectar seriamente nuestros propósitos, se convierte además en la mejor manera de aprovechar los recursos, y es también la variante económicamente más eficiente a mediano y largo plazo. Siempre ganaremos más y de una mejor manera, con adelantarnos a cometer un error irrevocable y saber -con valor- reconocerlo.
(Tomado de Radio Rebelde)