Hace ya 120 años, el 25 de marzo de 1895, José Martí firmó junto a Gómez el Manifiesto de Montecristi; también ese día escribió sus primeras cartas de despedida: recuérdese aquella antológica dedicada a la madre: “Hoy 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en usted […]”, o aquella otra, dirigida a su amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal, hoy considerada su testamento antillanista, en la cual declara: “Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo”.1 Trascendente documento, en el que esboza el papel que a esta parte del mundo correspondía —y corresponde— en ese equilibrio del mundo que se ha convertido hoy para los hombres y mujeres progresistas y justos en un objetivo de primer orden.
La partida de Montecristi, en República Dominicana, tuvo lugar el 1º de abril —aunque por cuestiones que no son objeto de este análisis, se vieron forzados a regresar a La Española—, y luego emprenderían, el 10 de abril, desde Cabo Haitiano, Haití, su definitivo viaje hacia Cuba, a bordo del carguero alemán Nordstrand.
El 11 de abril de 1895, José Martí y sus cinco compañeros de expedición —Máximo Gómez, Francisco Borrero, Ángel Guerra, César Salas y el también dominicano Marcos del Rosario— arribaron a Cuba por Playitas de Cajobabo, en territorio guantanamero. Iniciaron entonces lo que la historia recoge como la ruta heroica.
José Martí era un hombre de ciudad y carecía de entrenamiento militar; no obstante, durante el recorrido por aquellas inhóspitas serranías supo crecerse y atrapar el respeto y la admiración de sus compañeros de marcha. Así lo expresaría el propio Máximo Gómez, tan parco en elogios: “Martí, al que suponíamos más débil por lo poco acostumbrado a las fatigas de estas marchas, sigue fuerte y sin miedo…”.2
Durante los 39 días que duró el recorrido hasta Dos Ríos, el Apóstol se comportó a la altura de su responsabilidad. También es de Gómez este otro testimonio, manifestado en carta a Gonzalo de Quesada: “[…] tenemos encima un mundo de trabajo. Es de prisa. El pobre Martí anoche no ha dormido nada —escribiendo— siempre tremendo”.3 Lo cierto es que, como afirma Roberto Pérez Rivero, presidente de la Unión de Historiadores de Cuba, “[…] no fue solo la resistencia física y voluntad, a pesar de que era un hombre muy enfermo, demostradas por Martí en condiciones tan difíciles las que van a impresionar a sus compañeros de lucha, sino su constante quehacer, su actuar sin descanso que lo lleva a mantenerse atendiendo a los heridos hasta la madrugada, a trabajar incesantemente en la organización de la guerra que recientemente había nacido y en la correspondencia con el extranjero, con indicaciones precisas acerca de medidas concretas a tomar para apoyar la guerra en Cuba, todo lo cual realiza en el escaso tiempo que tiene de descanso y no pocas veces robándole horas al sueño […]”.4
No puede olvidarse, el texto que escribió en plena manigua —y que contiene los mismas ideas que el Manifiesto de Montecristi—, dirigido al The New York Herald: “Plenamente conocedor de sus obligaciones con América y con el mundo, el pueblo de Cuba sangra hoy a la bala española, por la empresa de abrir a los tres continentes en una tierra de hombres, la república independiente que ha de ofrecer casa amiga y comercio libre al género humano”.5 Y añadió: “A los pueblos de la América española no pedimos aquí ayuda, porque firmará su deshonra aquel que nos la niegue. Al pueblo de los Estados Unidos mostramos en silencio, para que haga lo que deba, estas legiones de hombres que pelean por lo que pelearon ellos ayer, y marchan sin ayuda a la conquista de la libertad que ha de abrir a los Estados Unidos la Isla que hoy le cierra el interés español. Y al mundo preguntamos, seguros de la respuesta, si el sacrificio de un pueblo generoso, que se inmola por abrirse a él, hallará indiferente o impía a la humanidad por quien se hace”.6 Este documento que, irrespetuosamente, fue publicado en el periódico estadounidense con transformaciones y supresiones, constituye, sin embargo, un testimonio de la clara visión que tenía Martí del lugar que correspondía a Cuba, en vísperas del nacimiento del imperialismo norteamericano, cuya primera guerra de conquista se desarrollaría justo en esta tierra, muy poco después, el papel de Cuba con respecto a América, Estados Unidos y el mundo.
Durante la marcha, el 24 de abril, sobre las 11 de la mañana, los expedicionarios escucharon el fragor de un combate cercano. Luego supieron que las fuerzas de José Maceo —recién incorporado tras su “odisea” y aún lleno de golpes y lastimaduras, pero entero—, venían en su busca y se habían enfrentado al adversario español en un cruento combate del que resultaron vencedoras. Concluida la acción, ambos grupos se reunieron: alegría por el encuentro y tristeza por la muerte de los hermanos… Y Martí, raudo, se dedicó a curar heridos y aliviar el dolor de sus hermanos de lucha.
Poco después y, a pesar de incomprensiones y discrepancias —como las que se evidenciaron el 5 de mayo, en La Mejorana—, lógicas entre grandes entre los grandes, cada uno de ellos con sus propias concepciones, Martí llegó a Dos Ríos junto a las fuerzas de Bartolomé Masó y rodeado del cariño de quienes tuvieron la dicha de conocerlo.
A pesar de que su participación en la Guerra Grande, siendo casi un niño, había tenido lugar en la ciudad, como combatiente clandestino, y en esta y en el exilio, mediante su pluma vigorosa e inclaudicable; a pesar de que la mayor parte de su vida había transcurrido fuera de Cuba y de que no era tan conocido entre los soldados del Ejército Libertador, en muchas ocasiones los mambises se dirigieron a él llamándolo “presidente”, como muestra de aprecio, respeto y confianza.
Determinar qué hubiera sido de Cuba si Martí no hubiera caído en combate el 19 de mayo de 1895 no es posible; pero sí puede afirmarse que tenía el Apóstol una clara visión del entorno político continental y mundial en el que se desarrollaría nuestra lucha, así como una definida concepción de lo que sería la república “con todos y para el bien de todos”, que aspiraba a fundar, concepción que su muerte prematura no le permitió dejar por escrito.
Aunque no pudo crear la república, Martí dejó claros sus objetivos en la carta inconclusa a su amigo y hermano Manuel Mercado, del 18 de mayo, justamente considerada su testamento político: “[…] ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber—puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo—de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas […] ”.7
Lamentablemente la frustración de la independencia de Cuba por la intervención de Estados Unidos en una guerra que, sin lugar a dudas, los mambises tenían ganada, convirtió las Antillas y la América Latina toda en el pario trasero de la potencia imperialista que se imponía y que, de paso, se apropió de Puerto Rico, Filipinas y Guam.
Pero su legado sigue vigente y hoy tiene América la oportunidad de hacerlo realidad en la nueva coyuntura que vivimos, porque Martí supo comprender a cabalidad el pasado —del que supo sacar innumerables experiencias—, el presente —el que le tocó vivir— y el futuro —este que basados en sus enseñanzas construimos.
Notas
1 José Martí: Obras completas, t. 4, Centro de Estudios Martianos, Colección digital, La Habana, 2007, p. 111.
2 Cit. en María Luisa García Moreno y Lucía Sanz: Días de manigua, prólogo de Roberto Pérez Rivero, Ediciones Abril, La Habana, 2012, p. II.
3 Ibídem, p. III.
4 Ibídem, pp. III-IV.
5 José Martí: Carta al director de The New York Herald, en ob. cit., p. 160.
6 Ibídem.
7 Carta a Manuel Mercado del 18 de mayo de 1895, en ob. cit., pp. 167-168.