La cifra de la emigración cubana radicada en los Estados Unidos es relevante en sí misma y con respecto a la población de su país, y esa es una de las causas de su repercusión en rejuegos electorales de la nación imperialista. Por añadidura, una parte de ella sirve lacayunamente a los planes de dicha potencia contra Cuba.
Las mayores tensiones de esa realidad comenzaron con las oleadas de batistianos y siquitrillados que huyeron de Cuba a raíz del triunfo revolucionario, no pocos de ellos para escapar de condenas que merecían por sus actos criminales. Pero hace ya tiempo que también influyen, en gran medida, motivaciones eminentemente económicas, aunque no vale ignorar los vínculos entre economía y política.
Por encima de la diversidad de intenciones que los animen, en quienes se van de Cuba para los Estados Unidos existen rasgos comunes. Uno de ellos radica en que dejan tras sí a su pueblo asediado, bloqueado y agredido por el país al que se mudan. Y este país, cuyo gobierno se empeña en sacar dividendos políticos de los emigrantes cubanos, aprovecha la preparación que ellos han recibido en su patria gracias a un proyecto social que él se afana en destruir para extirpar su “mal ejemplo”.
Aun sin acudir a los útiles datos estadísticos, vale sostener que semejante urdimbre no borra las diferencias internas de esa emigración, aunque las difumine. Una de las más influyentes estriba en la escisión que pone, de un lado, a quienes persiguen mejorar sus condiciones personales de vida —y pueden ayudar a sus familiares en Cuba— y, del otro, a quienes se desentienden de ella y sirven intencionalmente a sus enemigos.
Los segundos son herederos ostensibles de una corriente ideológica que viene del siglo XIX: el anexionismo, condenado al fracaso porque al imperio no le interesa la anexión de Cuba como un estado más y, ante todo, porque la médula de la nación cubana lo rechaza. Pero, tendencia contraria al espíritu patriótico, calza los intereses de los Estados Unidos y es nociva para Cuba.
Eso ocurre, sobre todo, en quienes, para justificar su actitud hacia ella, declaran que nada le deben a la Revolución, y se comportan como hijos mal agradecidos que denigran a sus padres para explicar su decisión de abandonarlos. Son —otra causa de su particular repercusión en los Estados Unidos— los que ayudan al gobierno de esa nación en su campaña dirigida a denigrar a Cuba con el fin de justificar acciones de todo tipo contra ella.
Esos planes abarcan las supuestas “intervenciones humanitarias” —perversidad lingüística si las hay—, como las sufridas por Afganistán, Irak, Serbia, Libia, Siria. Mientras tanto, los Estados Unidos cosechan éxitos en tal perversidad y no condenan a gobiernos como el de Colombia, aliado suyo —no es ni remotamente el único—, ni apoyan a quienes salen de allí huyendo de una represión que acumula masacres.
Para los efectos propagandísticos útiles a la voraz potencia, no importa que los emigrantes cubanos que le sirven sean menos numerosos que aquellos que, aunque tengan diferencias entre sí y con respecto a la Revolución, no secundan maniobras contra su patria. Solo que, aunque estos sean mayoritarios, no son los visibilizados por los medios imperialistas y la virulencia que multiplican redes sociales bajo control de los mismos intereses que esos medios, por lo cual echan mano a la grosería vocinglera de pandillas mafiosas a su servicio.
En Cuba, revolucionarios y revolucionarias son los primeros en sentirse insatisfechos con la realidad de su país, y en buscar soluciones. Pero sobran evidencias para saber cuál fue el principal catalizador de los sucesos del pasado 11 de julio, cuando hubo quienes cometieron flagrantes hechos delictivos y, con el pretexto de buscar alimentos, asaltaron mercados y robaron botellas de ron, entre otras “fuentes de proteína vital”.
Fue el fruto de tensiones atizadas desde los Estados Unidos con el apoyo de lo más recalcitrante y abyecto de la emigración cubana, radicada especialmente en Miami, pero sin menospreciar localidades de otros países, como el Madrid de la extrema derecha española. Al parecer, los delincuentes contaban con que el gobierno cubano, derrocado en unas pocas horas, no tendría tiempo de capturarlos y enjuiciarlos, y ahora toca a sus patrones promover campañas para defender a tales manifestantes “pacíficos”.
El mal cálculo parece haber calado también en personas no necesariamente signadas por la marginalidad. No solo se trata de los casos bochornosos de quienes —con evidencias lo ha denunciado el cantante y músico argentino Daniel Devita: — se pliegan de modo miserable a la mafia, del mismo origen que ellos, que promueve lo peor contra su país.
Tampoco pensando precisamente en esos extremos la picaresca popular apreció la oreja peluda del oportunismo, sino en figuras que hasta el mediodía de aquella fecha parecían apoyar de distintos modos lo que ahora probablemente llamarán “el régimen”, y disfrutaban lo que puede estimarse mimos recibidos de él, y ya en la tarde hacían declaraciones diametralmente opuestas. ¿No cabía valorarlas como expresiones de quien se apura para ganar puntos en lo que vendría tras el “inminente derrocamiento” del afán socialista cubano?
El veredicto de su derrota final no es novedoso. Se ha anunciado pertinazmente desde 1959, cuando aún no se había proclamado el carácter socialista de la Revolución, y de igual modo ha fracasado desde entonces. Ni siquiera se vislumbra que esté por ocurrir lo contrario, aun cuando en su afán por derrocar a la Revolución el gobierno de los Estados Unidos y sus secuaces buscan criminalmente la alianza de una pandemia letal. ¿Qué se puede esperar de quienes actúan de esa manera, o la avalan, o —volvamos a la agudeza popular— se hacen los chivos locos para ni hablar del bloqueo, acto genocida que está en la base de tantos males?
Frente a los enormes obstáculos con que se intenta asfixiar a Cuba, ella tiene el deber de desarrollarse, y seguir demostrando que lo hace todo para alcanzar la vida amable que el pueblo necesita y merece. Ese será el mejor modo, si no el único, de vencer un bloqueo que lleva trazas de perennidad y que, si sus patrocinadores lo levantaran, o anunciaran que están dispuestos a levantarlo, no sería para favorecer el avance de la economía y la justicia social en Cuba. Lo harían con el propósito de neutralizarla políticamente, y tener así un camino más favorable para los planes enfilados sañosamente contra ella después de haberla magullado durante más de seis décadas con una persecución feroz.
Cuba, al desarrollarse —algo que en las circunstancias actuales, y en las que vale prever no solo a corto plazo, representa un desafío colosal, pero insoslayable—, eliminará un asidero al cual se agarra, desde lo más involuntario e inconsciente hasta lo más tendencioso, el culto al imperialismo. Ese asidero refuerza la idea de que Cuba no es solo agredida por el monstruo, sino que depende de él. ¡Dios nos libre!