COVID-19

Alberto: ni tan cerca ni tan lejos

Esta es la antítesis de cualquier texto periodístico porque voy a hablarles de Alberto sin haber hablado con él: no tuve el valor de pedírselo. No pude decirle «doctor, un momentico, soy periodista y quisiera…».

Todo lo que pudo haber venido después me parecía tan inoportuno y pueril que ni siquiera ensayé una sola pregunta que lo hiciera sentarse a las 4.00 de la tarde frente a su oficina para que ustedes supieran cómo se llega a dirigir un hospital con 30 años, cómo se lidia con la escasez crónica, el cansancio, los miedos y se le exige más y más a otros médicos, también cansados, y mucho más viejos que él.

No quise saber lo que provoca el desespero de familiares tocándole a su puerta, clamando por el director, apostillados, sin irse hasta no verlo, y con la esperanza de que él no sepa las fallas del sistema y tenga, acaso, la solución en sus manos o los remita a las manos de otro que sí sabe o sí puede impedir que su enfermo llegue a la morgue.

Aunque quisiera creer que, al menos de eso, Alberto puede salvarse algunas veces. Nadie ajeno lo reconocería mientras cruza los pasillos siendo un jovencito larguirucho, sin poses ni cadencia de directivo. Digo esto porque las dos veces que lo escuché hablar me pareció que lo hacía demasiado bajo y demasiado lento. Y cuando supuse que era extenuación alguien me corrigió asegurando que ese era siempre su tono. Invariable, incluso, desde que en diciembre se hiciera cargo del Antonio Luaces Iraola y el hospital sobreviviera a la que hasta entonces había sido su peor pesadilla: un foco de COVID-19 que dejó más de 100 contagiados en su personal y que tardó en disiparse.

Ahora, sin embargo, ha tardado más en parecer una institución segura, donde pueda establecerse en términos humanos y físicos los límites de su zona roja. El hospital avileño es un todo, pero Alberto parece poder con todo.

Sin embargo, no he querido tensarlo para ver si, además, podía darse el lujo de sentarse un ratico. Menos después de que Frank, el electromédico de 22 años, me confesara que habían sido algunas noches camilleros, él y Alberto, juntos. Por eso, antes de habérmelo cruzado la primera vez, ya sabía que en su «extra» podía, literalmente, empujar hacia la salvación y no le permití desvíos.

Por eso también me fui a conocerlo a su perfil de Facebook, a mirarlo sonriente, en julio del 16, con su Título de oro; a saber que le nació un pequeño lazarillo hace dos años.

Luego su secretaria me dirá que «para colmo tiene al niño enfermito» mientras me anota su móvil pidiéndome que lo llame más tarde para la entrevista, pero no tan tarde…

Por eso tampoco hago el intento. Apenas voy a preguntarle a un eminente Nefrólogo si Alberto brilló en su especialidad o fue uno entre otros, «uno del montón». «Excelente, muy bueno», asegurará el doctor, quien habla, incluso, de la tutoría de su tesis, mientras me hace desechar la insulsa idea de que Alberto Moronta Enrique, quizás, dirigía un hospital porque no le esperaba prominencia en la Nefrología. O porque antes había sido Subdirector de Asistencia Médica y, antes, presidente de la FEU; algo así como una carrera de «cargos» para la cual ya estaba predestinado.

Ya después de haberlo husmeado nos cruzamos por un pasillo. Fue nuestra segunda vez. Mientras hablaba por teléfono, yo me quedaba a sus espaldas escuchándole decir que no tenía médicos para el traslado de unos pacientes graves. «Tranquilo, que yo cubro», le contestaba a alguien, sin sospechar que me hacía renunciar, una vez más, a la entrevista que no he tenido el pudor de pedirle.

Un día lo haré. Si sobrevivimos.

(Tomado de Alma Mater)

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