Acerca de la comprensión y divulgación del pensamiento martiano
No es un arcano, por más que siga siendo aquel misterio que nos acompaña. José Martí irrumpió en el siglo XX de la mano de hombres y mujeres que, aún sin conocer la integralidad de su pensamiento, lo acogieron como el Maestro, el Apóstol de la patria que emergía entre los escombros de la guerra que él mismo organizó a contrapelo de innumerables adversidades. Conocer esos obstáculos se impone. Martí no emprendió una revolución sobre campos de rosas; ni las espinas provinieron solo de la mordaz campaña proespañola. Su genialidad, en materia de organización política, fue crear consensos allí donde encontró pasiones encontradas entre los compañeros de lucha, de esos veteranos que, distanciados muchas veces por razones más de forma que de contenido, llegaban a finales del siglo XIX con el desgaste de las contradicciones y en ocasiones de la incertidumbre.
Ciertamente, muchos de los peligros que vislumbró fueron por él desenterrados cuando apenas brotaban. Audaz buscador de verdades en el subsuelo, luchador tenaz contra las maldades e injusticias, supo ver más lejos que sus contemporáneos, y supo y pudo encontrar las vías para aunar voluntades en torno a un ideal de independencia patria.
Muchas realizaciones de su ideario quedaron inconclusas. Dos Ríos truncó el acto magistral del político en lo que de seguro constituiría su batalla más difícil, aún más compleja que la de organizar la contienda anticolonial: erigir, desde la propia guerra, su “república con todos y para el bien de todos”, o, lo que es lo mismo, preparar la revolución como permanente acto fundante de nuevas estructuras y mentalidades. En medio de fuerzas tremendas, internas y externas, contrarias al radicalismo martiano, en escenarios de desplazamientos de la ideología liberal hacia sus posiciones más conservadoras, Martí comenzó a llegar de diversas formas y por diferentes vías a generaciones de cubanos.
Y se hizo necesario, mejor aún, imprescindible para los partidarios de una Cuba diferente; transitó desde el modelo cívico que encarnaba al “buen ciudadano” que debía imitarse, al Martí revolucionario cuyo ideario habría de completarse en la práctica. Así lo entendió Julio Antonio Mella en sus tempranas “glosas”, y luego la juventud radical del 30, y al pasar del tiempo la generación que no lo dejó morir en el año de su centenario.
¿Qué Martí necesitamos hoy los cubanos? Solemos deificar al mito, justo en su trascendencia enigmática, seleccionamos expresiones aisladas susceptibles de acomodarse a cualquier ámbito de nuestra realidad y la expresión “como dijera Martí”, anuncia la irrupción del argumento infalible. El Martí creador, crítico, el del liderazgo lúcido y consecuente, el pensador profundo y comprometido con los pobres de la tierra, con la independencia y soberanía nacionales, no debe reducirse a breves sentencias descontextualizadas. El problema no radica en memorizar qué expuso, sino en cómo llego a elaborar sus ideas a partir de los factores que condicionaban un pensamiento en modo alguno dado, preestablecido, sino en constante evolución. Pensar a Martí para descubrirlo allí donde el poeta, el periodista, el crítico de arte, el tribuno, el narrador, el filósofo, convergen en una esencialidad jamás fragmentada, sino en un todo indivisible. Aprehender no al intelecto atemporal del genio a quien frotamos para sacar frases providenciales, sino la racionalidad con la que siente, piensa y proyecta su obra revolucionaria en un mundo cambiante.
¿Qué Martí necesitan los pueblos de América Latina? Digamos que los problemas diversos y complejos de una Latinoamérica diversa, portadora de los índices más altos de desigualdad en el mundo, brechas acentuadas tras la impronta de los modelos neoliberales, continúan requiriendo del Martí revolucionario. Arquitecto de una conspiración fabulosa, su labor allanó el camino al estallido del decoro en Cuba, como parte de una estrategia continental orientada a “salvar” a nuestra América de los peligros que avizoraba. Era la hora de despertar a “las repúblicas dolorosas de América”, mostrándole “el desdén del vecino formidable, que no la conoce”, y ponerlas en condiciones de darse a conocer con todos sus recursos culturales y humanos: “Se ponen en pie los pueblos, y se saludan ¿Cómo somos? se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son”.[i]
La interrogante mantiene plena actualidad: ¿cómo somos? Martí a la altura de su siglo no esperaba respuestas ontológicas, al menos no como finalidad, sino que buscaba los indispensables argumentos culturales para concretar la integración de factores humanos tradicionalmente marginados y explotados por los grupos de poder. El principal vehículo por el que apostó fue el periodismo, en modo alguno circunscrito a informar, sino sobre todo a formar conciencia en el público latinoamericano con acceso a la lectura:
Definir, avisar, poner en guardia, revelar los secretos del éxito, en apariencia, -y en apariencia sólo, -maravilloso de este país; facilitar con explicaciones compendiadas y oportunas, y estudios sobre mejoras aplicables, el logro de éxito igual, -mayor acaso, sí mayor, y más durable! –en nuestros países; es decir a la América Latina todo lo que anhela y necesita saber de esta tierra que con justicia le preocupa, e irlo diciendo con el mayor provecho general […]”[ii]
De lo que se trataba, en otras palabras, era de construir la idea de América Latina en el público lector; “de nuestra América fabulosa”,[iii] según expresión del joven y talentoso periodista en su experiencia guatemalteca de 1877. Martí comprendió desde bien temprano las particularidades de los pueblos de habla hispana, tras sus experiencias enriquecedoras en México, Guatemala, Venezuela, además de sus conocimientos sobre la realidad cubana. También sintió la necesidad de dar a conocer esa identidad, crear la imagen de unidad histórica y social latinoamericana, mediante la cual sus integrantes pudieran pensarse y expresarse con cierta continuidad y armonía, a partir de rasgos, representaciones y significados compartidos que lo harían sentir relativamente similares entre sí y diferentes a otros grupos.
Y en esa construcción identitaria, muestra con claridad meridiana las potencialidades de la literatura, las artes y la ciencia latinoamericanas, como evidencia de la capacidad de los pueblos ubicados del Bravo hasta la Patagonia, a contrapelo de los enfoques discriminatorios y racistas. Muy lejos esa proyección de la imagen acomodaticia y maniquea de quienes pretenden limitar la transcendencia martiana a los aportes de su lírica, de los que sobreponen su estética a la ética, como si fueran dos entidades aisladas, desconectadas la belleza de estilo de su contenido crítico y orientador.
En su universalidad cree en otra América nuestra posible, culturalmente abierta a los influjos de la cultura universal, pero preservando la identidad creadora de sus pueblos. En la metáfora martiana del “injerto” del mundo en nuestras repúblicas, pero con el “tronco” de nuestras repúblicas, se sintetiza la relación que el Maestro establece entre cultura e identidad; una visión histórico- crítica de la modernidad latinoamericana, un enfoque que tiene en cuenta, tanto las estructuras en las que se cimientan las prácticas culturales, como los sujetos que las crean y difunden. Rostros humanos, muchos de ellos desterrados de las narrativas construidas desde la cosmovisión positivista, más ajustada a revelar las hazañas de los “grandes hombres”, garantes políticos del orden, la paz y el progreso. Muy distante también el prisma martiano de las posiciones antiesencialistas y relativistas de los abanderados posmodernos contemporáneos: “La elección ya no estriba en el tronco o en las ramas, sino en las hojas del árbol […] lo que queda ahora para nuestra historiografía occidental es recoger las hojas que se han caído y estudiarlas independientemente de su origen”.[iv]
Desgajamiento, desmovilización, aun cuando algunos de los mensajes se presenten con envolturas doctrinales de izquierdas, ruptura con los ejes centrales del pensamiento emancipador; apenas hombres/ hojas, inconexos, abatidos por el viento que sopla desde los centros de poder hegemónicos.
Tampoco el pensamiento de Martí supone la existencia de determinismos culturalistas, ni de ninguna otra naturaleza, que lastren una presunta esencialidad reduccionista. De hecho, no basta para el Maestro con infundirles a las naciones los cimientos sólidos de sus culturas autóctonas. De ahí que cuando se refiere a la incorporación del sufrido conglomerado indio a la sociedad mexicana, pregunte: “¿Qué ha de redimir a esos hombres?” Y a continuación la respuesta: “La enseñanza obligatoria”, pero advierte que tampoco bastaba con esa enseñanza, “cuyos beneficios no entienden y cuya obra es lenta”. La fórmula debía ser más compleja: “No la enseñanza solamente: la misión, el cuidado, el trabajo bien retribuido […]. Dénse necesidades a estos seres: de la necesidad viene la aspiración, animadora de la vida”.[v]
La lógica que articula sus definiciones comprende un marco referencial lo suficientemente abarcador como para enclaustrarse en un ámbito determinado del saber. Es a merced de la obra educativa que todos los factores: económicos, sociales, políticos, culturales, históricos, convergerían para enseñar el arte del gobierno, entendido por él como el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América: “El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país”. Pero su mayor fe la depositó en los pueblos, y en la voluntad de los hombres honestos para orientar e integrar en un proyecto de cambio al “hombre natural”, al “mestizo autóctono”, a contrapelo de los intereses de los “letrados artificiales” y los “criollos exóticos”.[vi]
Conocerse los pueblos y conocer a los pueblos por los llamados a dirigir sus destinos, he ahí el punto de partida para la integración consciente y el encauzamiento de una política autóctona, defensora de los intereses de la nación, como realización plena del indispensable “cambio de espíritu” y no de formas que debió arrastrar la oleada del independentismo hispanoamericano.
En su raigal humanismo, la crítica a la marginación de las clases y sectores populares, rebasó los límites fronterizos de Nuestra América. Entendible, pues, su preocupación por los grandes conflictos obreros que tenían lugar en Estados Unidos a inicios de 1880: “Espanta la tarea de echar a los hombres sobre los hombres.”[vii] Pero Martí no solo se identificó con los obreros y sus luchas, sino también con la causa de todos los sectores marginados en esa nación, particularmente los indios, despojados de sus tierras.
Eran los contrastes de la impetuosa modernidad triunfante. No podía escapar a su mirada culta la “hermosa luz eléctrica” iluminando el portentoso puente de Brooklyn, las avenidas extendidas por la ciudad, con sus alzados edificios, las oficinas y bancos y las Bolsas “que dan miedo”, la locomotora “que va y viene como ardilla de hierro” y “su campana sonora”. Tampoco le eran ajenas las “lindas damas, que en suntuosas comidas se despiden de las alegrías embriagadoras del invierno”, y de otras que “frenéticas, remontan sus joyas, por que parezcan nuevas y den celos”. Pero en ese modelo de gran urbe estadounidense le desagradaba el “ansia de goces” y el “amor desenfrenado y desequilibrado de lucro”. En todo momento advertía el egoísmo reinante y “el amor excesivo al ornamento”, mientras que en los barrios pobres la situación “es de echarse a llorar”, repletos de gente miserable: “los maridos ebrios querellan con sus mujeres desesperadas, que intentan en vano hacer callar a sus hijuelos, comidos por el cólera infantum.”[viii]
Decidir echar su suerte con “los pobres de la tierra” fue a no dudar una opción de vida y de lucha que tuvo como base la ética en los modos de hacer política. Y en el estudio de esa eticidad pedagógica, tan reveladora en los estudios martianos de Cintio Vitier, encontramos un tema troncal que obliga a repensar los modos de enseñar a Martí. El mismo razonamiento hasta aquí expuesto apunta a rebasar cualquier desgajamiento de un pensamiento estratificado en “facetas”: independentista, latinoamericanista, antiimperialista y antirracista.
El pensamiento martiano es unidad y como tal debemos mostrarlo. En su conformación se asiste a un tránsito desde el adolescente que asume la opción de Yara en vez del septembrismo madrileño, al joven que agota las posibilidades de pensar las realidades de su tiempo desde el fecundo exilio. Es la mirada aguda que escruta con el oficio del periodismo y la sensibilidad del humanista las diferencias entre las Américas y entre los componentes sociales de las otrora colonias hispanas.
Por otra parte, lejos de ser un intelectual de gabinete, Martí está enfrascado en la búsqueda de formas de organización viable para reemprender la lucha armada independentista. Vive y siente las realidades de los países que visita; toca las puertas de los pobres y le abre un nuevo conocimiento y a cada paso la sensibilidad que lo conduce a reafirmarse como revolucionario radical.
Asistimos al crecimiento político del intelectual. Su bregar independentista lo condujo a comprender la articulación necesaria de la liberación nacional con el antiimperialismo. Y mientras más identificó los peligros y avizoró las fuerzas emergentes en el desbordante capitalismo industrial estadounidense en su tránsito al imperialismo finisecular, en mejores condiciones estuvo de comprender las implicaciones que para “nuestra América” representaba la independencia de Cuba y las Antillas.
La grandeza del Maestro estriba precisamente en que supo comprender los problemas de su tiempo y las tareas históricas que implicaba imprimirle un sesgo radical al proyecto de liberación nacional. Quien estaba a punto de dar su vida por Cuba en los albores de la revolución de 1895, sabía que la magna obra llevaba implícita revertir centenarias deformaciones estructurales, fundar un pueblo entre las cenizas de la esclavitud y erigir un estado independiente sobre la balanza de un mundo que mostraba claros desequilibrios.
Es decir, advertir la trascendencia del pensamiento martiano no significa que lo descontextualicemos. Martí surca como misterio la historia, con esa fuerza vital que le hace llegar a viejas y nuevas generaciones, a hombres y mujeres de cualquier procedencia social e ideologías, aun las más encontradas con su ideario, y blanden sus palabras y frases asidos a la metáfora, a la imagen, al tropo interpretable solo dentro del texto e inimaginable su compresión sin su contexto. El Martí que necesitamos debemos buscarlo, más allá de cualquier enigma.
Notas:
[i] José Martí. Nuestra América, Edición Crítica, Universidad de Guadalajara, CEM, 2002, p. 20.
[ii] José Martí: “Los propósitos de La América bajo sus nuevos propietarios”, en Obras Completas, t. 8, La Habana, 1963-1973, p. 268. Más información véase Pedro Pablo Rodríguez: De las dos Américas (Aproximaciones al pensamiento martiano), Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2002.
José Martí: Carta a Valero Pujol, director de El Progreso de 27 de noviembre de 1877, en Obras Completas, t. 7, p. 111.
[iii] José Martí: Carta a Valero Pujol, director de El Progreso de 27 de noviembre de 1877, en Obras Completas, t. 7, p. 111.
[iv] F.R. Ankersmith: “Historiografía y posmodernismo”, en Luis Gerardo Morales (comp.): Historia de la historiografía contemporánea (de 1968 a nuestros días), Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México, 2005. pp. 64-65.
[v] José Martí: Obras completas, t. VI, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, p. 328.
[vi] José Martí. Nuestra América, p. 17.
[vii] José Martí: “Honores a Karl Marx, que ha muerto”, en Ibídem., t. IX, p. 338.
[viii] José Martí: “Verano”, en La América, New York, junio de 1884, http://www.josemarti.cu